Los seres humanos compartimos con los animales el instinto de supervivencia. Pero somos el único animal que es consciente de que va a morir, que es consciente de su mortalidad.
Todos los seres humanos tenemos que enfrentarnos a nuestra propia muerte y a la de nuestros seres queridos. Esta es una experiencia traumática. Para poder enfrentarnos a ella, las diferentes sociedades tienen sus propias estrategias. La más frecuente es la promesa de la vida eterna por medio de la religión -Elias les llama fantasías colectivas de vida eterna-.
En la sociedad actual los ancianos se ven marginados y abandonados porque recuerdan a la muerte. El aislamiento de las personas empieza antes de su propia muerte. Empieza cuando son viejos o están moribundos. Esto se debe a varias razones:
La sociedad moderna niega todo lo que tenga que ver con la animalidad, la naturaleza y los instintos del hombre. Según Elias -en El proceso de civilización-, la civilización consiste, entre otras cosas, en la progresiva negación y ocultamiento de todo lo que tiene que ver con la naturaleza y la animalidad humana. Todo lo que este relacionado con esto, provoca un sentimiento de vergüenza. Así, practicamos el sexo en privado, defecamos en cuartos apartados, etc... (los ejemplos son míos). La muerte es un recuerdo o forma parte de nuestra animalidad, por eso la negamos y nos sentimos avergonzados ante ella. Un moribundo nos recuerda nuestra animalidad y por eso no nos gustan, los evitamos y los apartamos en recintos especializados para ello -hospitales- donde profesionales que cobran por ello se encargan de gestionar esta realidad desagradable. Esto no solo afecta a los hospitales, sino también a los cementerios, etc...
Es significativo cómo le ocultamos los cadáveres a los niños. Los apartamos de ellos. También los apartamos de nuestra vista. La gente muere en el hospital sin que nadie lo vea. Solo los profesionales. Puedes pasar una vida sin ver un solo cadáver.
Esto no fue siempre así. No es que la muerte fuese algo agradable, pero en el pasado la gente, incluso los niños, estaban acostumbrados a ver cadáveres. Antes se moría con gente cerca porque no había espacio para aislar a los moribundos. Ahora sí que lo hay y sí se les aísla.
En el pasado había toda una serie de relaciones formalizadas e institucionalizadas. Ahora esas relaciones recaen sobre el individuo. Las antiguas formas rituales preparadas de antemano resultan sospechosas.
A esto hay que sumarse que en el proceso de civilización se ha perdido o se proscribe la expresión de sentimientos fuertes. En el pasado era normal ver a un hombre llorar. Ahora no. Hay una constante contención de las expresiones de emociones salvajes. Solo las mujeres pueden hacerlo -y no sabemos por cuánto tiempo-. Esto lleva a que los vivos nos sintamos incómodos en la presencia de los moribundos. No hay unas pautas para relacionarnos con ellos -nos sentimos desvalidos- y no nos gusta expresar los fuertes sentimientos que despierta en nosotros la cercanía de la muerte de un ser querido.
Nuestros rituales y fórmulas para enfrentarnos a la muerte están vacías de significado, por lo que no funcionan.
En el presente somos individualistas. El sentido de la vida tenemos que buscarlo en uno mismo. Ya no nos sentimos miembros de una cadena que habremos que dejar el testigo a generaciones posteriores. Esto ahonda en la soledad de los moribundos.
En el pasado era más frecuente enfrentarse al sinsentido de la muerte por medio de fantasías colectivas que prometían una vida eterna. Estas fantasías fueron utilizadas como forma de dominación/poder de unos hombres sobre otros. Hoy en día estas fantasías son más individualistas, aunque seguimos utilizándolas. Por ejemplo cuando le decimos a un niño cuyo abuelo ha muerte que su abuelito ahora está en el cielo con los ángeles.
En las fantasías colectivas de los pueblos primitivos y en nuestra infancia la muerte se presenta como desear la muerte. Así, cuando moría un príncipe o alguna persona principal, se pensaba que había sido de un hechizo, un mal de ojo o de alguien que le deseaba el mal. Algo similar pasa en la mente infantil. El deseo de matar, mata. Esto despierta un sentimiento de culpa y, por tanto, de vergüenza alrededor de la muerte y los moribundos.
La higiene, la medicina, la dieta y la ausencia de guerras ha ampliado mucho la esperanza de vida. Ahora vivimos la muerte como algo muy lejano.
En las sociedades antiguas hacerse viejo podía suponer que te tratasen mal, incluso con violencia, para quitarte el poder. Hoy en día el estado se cuida de que nada de eso pase. Pero ahora hacerse viejo implica perder todos los vínculos emocionales, excepto con los familiares más cercanos. Cuando un anciano se va a vivir a una residencia, pasa a un estado de aislamiento y soledad.
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