domingo, 17 de febrero de 2019

Antropología de la comida.


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    El ser humano es el ser de la naturaleza que más cosas diferentes puede comer. Es increíble la cantidad de cosas que podemos digerir: pescado, marisco, carne, hojas, y hasta raíces. Como otros aspectos de la vida, las culturas regulan y asocian sentimientos y comportamientos a la comida. Se valoran unos alimentos, y se prescriben y se proscriben otros. Esto siempre es el reflejo de la cosmovisión/episteme de cada cultura. Así por ejemplo, la Edad Media era una sociedad teológica. Lo que se comía o no estaba determinado por la religión. El sacrificio y el dolor se consideraban algo positivo, ya que te acercaba al sufrimiento de Jesús en la cruz. El mundo era un valle de lágrimas. El sufrimiento, la pobreza, las privaciones, etc... se veían como algo positivo que te acercaba a la virtud porque te alejaban de los bienes terrenales que se suponía que ofuscaban a las personas con respecto al verdadero sentido de la vida, que era prepararse o ganarse la vida eterna. En este contexto cultural, los ayunos sacrificiales eran normales. La cuaresma consistía exactamente en privarse del alimento más valorado por aquella cultura -la carne-.

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Aún hoy en día hay gente que come así. 

    Como explica Marvin Harris en Bueno para comer, en aquellas culturas en las que se pasa hambre, los alimentos más valorados son los que aportan una gran cantidad de calorías. Cuantas más calorías tenga dicho alimento, mejor. Gracias al cultivo intensivo, el desarrollo de las técnicas de producción, etc..., nosotros no tenemos ese problema. A la hora de comer nos preocupamos por otras cosas:

   a) la salud. He repetido en multitud de posts que vivimos que una sociedad científica. Me cito a mí mismo:

   Nuestra sociedad es una sociedad científica. La ciencia y la razón son el principio y el instrumento único para explicar cualquier fenómeno. En la Edad Media, si, por poner un ejemplo, una epidemia de peste asolaba un pueblo, la explicación que se hacía evidente a cualquiera era que se trataba de una maldición divina. Y se reaccionaba en consecuencia. Para superar la peste, se rezaba, se hacían procesiones y probablemente se acusase a alguien de brujería y se le quemaría en la hoguera. Hoy en día, si una epidemia se ceba con una población, a nadie se le pasa por la cabeza que sea un castigo divino. Médicos y científicos estudiarán la cuestión, emitirán un veredicto y se tomarán las medidas sanitarias correspondientes. Es, por tanto, la nuestra una sociedad científica.
     Una de las consecuencias inmediatas de vivir en una sociedad así es la obsesión por la salud. La ciencia ha permitido que las personas vivan más tiempo y físicamente mejor. Ha contribuido a alejar un poquito de nosotros la enfermedad -o al menos no nos hace tan vulnerables-. Es por eso que la salud impregna todos y cada uno de los aspectos de nuestra sociedad.

   La comida no podía ser ajeno a esto. Escogemos los alimentos teniendo la salud muy presente. De hecho, ir al supermercado es como ir a una farmacia. Es casi imposible encontrar algo en las estanterías que no sea bueno para el ácido úrico, el colesterol, tenga infinitas vitaminas o isoflavonas. 

   -Significativo a este respecto es que dentro de la medicina surgen especialidades que se ocupan de la comida como la endocrinología y la nutrición-.
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Supermercados como farmacias. 

    Sin embargo, la idea de comer pensando en nuestra salud tampoco es ajena a la revolución de las nuevas tecnologías e internet. En la red, podemos encontrar toda la información del mundo, pero sin haber sido filtrada en términos de verdadero o falso, o al menos de cierto rigor. Antes de la aparición de internet, las editoriales normalmente no publicaban textos con información falsa o poco rigurosa. Para que un texto tuviese difusión pública, tenía que pasar a ciertos filtros de veracidad. Hoy en día, con internet, ya no es necesario. Cualquiera puede publicar lo que le dé la gana. De este modo, surgen todo tipo de dietas de lo más variopintas que, aunque nos prometen salud, no tienen por qué llevarlos a ella.


   b) hedonismo. Paralelamente a la cultura de la salud, vivimos en la sociedad de la felicidad obligatoria. Me vuelva citar a mí mismo:

    ... Esta era la ética protestante del capitalismo hasta más o menos mediados del siglo XIX. Como se ve, fundamentándola había un componente religioso. Era la voluntad de Dios por la que los individuos debían reponder al calling divino. Pero a mediados del siglo XIX la ciencia y la razón acaban por ocupar el lugar de la religión en la cosmovisión occidental. Deja de ser Dios la razón primera de las cosas, para ser la ciencia y la razón las que explican el mundo. De ahí esa frase de Nietzsche de que "Dios ha muerto". Esto supone un cambio importante en la moral de Occidente, porque, si ya no esperamos la vida eterna, estamos obligados a encontrar la felicidad aquí, en esta vida. Antes de la revolución científica, una vida de padecimientos estaba justificada siempre y cuando nos llevase a la vida eterna. Pero, sin vida eterna en la que creer, una vida desgraciada es una vida desperdiciada. Así, los hombres y mujeres de la sociedad científica se ven ante la tesitura de buscar la felicidad aquí...
 ... uno de los dogmas de nuestra cultura es la felicidad individual a través de placer. Esta cultura del placer obligatorio nos impulsa a satisfacer todos aquellos deseos que puedan proporcionarnos gozo. Pueden ser de naturaleza sentimental, sexual o material. Basta con que sean deseos deleitosos para que sintamos la necesidad de cumplirlos, ya que nuestra felicidad depende de ellos. 
Todo lo que nos produzca placer, se considera bueno. Los alimentos sabrosos son placenteros, así que algo sepa bien se convierte en un criterio para comer.

   
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Comer es un placer.

   c) la comida como símbolo de estatus. Jack Goody en Cocina, cuisine y clase vincula la alimentación y la clase social. Este antropólogo hace un estudio comparado entre diferentes culturas repartidas a lo largo del globo y de diferentes periodos históricos, y concluye que las clases altas siempre han utilizado la cocina y la alimentación para distinguirse de las bajas. El acceso a unos platos u otros es un símbolo de estatus. Comer de una determinada manera te identifica como parte de la clase alta, ya que las clases bajas carecen del poder económico para acceder a los alimentos reservados a las altas. 

  Nuestra actual está muy estratificada. Nuestro capitalismo de consumo estratifica a partir de los bienes materiales que posea la persona. Cuanto más se tiene, o cuanta mayor es la capacidad para adquirirlos, más arriba se sitúa el individuo en la pirámide social. 

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Ricos haciendo ostentación de clase.
   Por la ley del oferta y la demanda, lo escaso es caro. Alimentos escasos y, por tanto, muy caros, se consideran un manjar. Vinos de gran reserva, whiskys súperañejos, trufas, caviar, salmón salvaje, etc... son alimentos muy valorados porque no todo el mundo puede tener acceso a ellos.

    En realidad muy pocos paladares pueden distinguir las sutilezas de estos alimentos tan exclusivos. Prueba de ello es lo que pasó en el restaurante Don Álex, en Cerceda, provincia de Coruña, que tenía un reservado para ultraricos. Para acceder a él, el cliente tenía que tener un pase especial. En este reservado te servían botellas de vino carísimas de marcas súperexclusivas. Durante años nadie se dio cuenta de que esas botellas de vino eran rellenadas con otros caldos bastante más baratos. Curioso ¿verdad? No digo que uno no pueda distinguir un vino de brick de una botella de Vega Sicilia, pero, llegados a determinado nivel, hay muy pocas personas en el mundo capacitadas para distinguir con la etiqueta tapada una botella de 50,00 € de una de 5000. Pero no importa. En aquel restaurante lo que importaba era demostrar que se podían gastar toda esa pasta y que, por lo tanto, eran los machos alza de la manada.
Botellas en el restaurante de culto, Don Alex en Cerceda
Botellas incautadas en el restaurante Don Álex.

  Mención aparte dentro del antropología del alimentación merece el veganismo, que parece que ahora está bastante de moda entre mis alumnos. Se me ocurren tres razones por las cuales una persona se convierte a esta forma de alimentación:

  1. Hay quienes dicen que lo hacen por salud. En este sentido, habría que aplicarles lo comentado cuando hablamos de la relación entre salud, alimentación y la información que podemos encontrar en internet.

   2. Hay otros muchos que lo hacen por ser diferentes. En una sociedad que exalta el individuo, lo raro se considera una virtud. Así, algunos veganos llevan esta dieta para diferenciarse de los demás, como una seña identidad individual.

   3. Finalmente, hay muchos vega nos que optan por esta opción dietética porque dicen sentir pena por los animales. Para explicar esta opción, os remito a mi posts sobre relaciones entre humanos y animales: aquí.

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   Y ya para terminar, cerramos con la obsesión por la natural con algo que escribió mi padre:

   El sistema alimentario actual, pese sus fallas y deficiencias, es el mejor que ha tenido occidente a lo largo de su historia. Hoy en día, en un país desarrollado, cualquier ciudadano con un mínimo poder adquisitivo dispone de la suficiente variedad de alimentos, conocimientos y medios para llevar una dieta que evite situaciones carenciales o de sobrepeso. Sin embargo, entre las clases medias y altas ha surgido una suerte de miedo a la contaminación alimentaria que nos ha llevado a una búsqueda desesperada de lo natural en credos como el vegetarianismo, la dieta macrobiótica o la naturopatía, que tienen un airecillo oriental y moderno que, a la par de ser la mar de chic, les dan una pátina de venerabilidad científica outsider para aquellos sectores de la población ávidos de contracultura y teorías de la conspiración.

  Todo discurso hegemónico provoca inevitablemente excrecencias por exceso de celo. En la Edad Media, era la religión la encargada de explicar la realidad. Si llovía era porque Dios quería, si una horrenda plaga como la peste negra diezmaba la población era porque se había vivido en contra de los dictámenes de la moral religiosa y unos cuantos años de sequía se debían a las oscuras maquinaciones de una bruja conchabada con el diablo. No los juzgo. Cada cual explica el mundo como puede y sería injusto liquidar con cuatro chistes un mundo que dio personajes como Tomás de Aquino, Agustín de Hipona o Dante. Si saco a colación estos ejemplos, es para señalar la correlación entre una determinada cosmovisión y las excrecencias que esta produce. En el mundo teológico medieval era lógico que proliferasen chiflados cuya idea de la religión consistía en vivir como animales salvajes en una gruta o en coger una espada y cruzarse medio mundo para conquistar Tierra Santa a sangre y fuego.

   Desde el Renacimiento va instalándose progresivamente en Europa la revolución científica. Ya no es Dios el que explica el mundo, sino la ciencia a través de su instrumento que es la razón. Llueve por condensación del agua y la peste negra se transmite por las ratas. De la mano de esta nueva cosmovisión surge una nueva moral que deja de preocuparse por el dominio de la divinidad -el más allá- para centrarse en el más acá. El bien no es aquello que nos asegura la vida eterna, sino aquello que mejora las condiciones de vida de los hombres. Surgen así las filosofías que aseguran la felicidad de las personas en este mundo, desde el contrato social de Rousseau al marxismo. Como era de esperar, la filosofía científica habrá de provocar excrecencias. En este aspecto, la salud desempeña un papel fundamental, ya que cualquiera puede percibir la relación ciencia-salud-calidad de vida. Del mismo modo que ermitaños y cruzados hacían su propia interpretación radical de la religión, asistimos en Europa y América a la proliferación de movimientos pseudomesiánicos como el vegetarianismo, la dieta macrobiótica y demás culturas del curanderismo. Tal vez el lector considere excesivo comparar a los insulsos comedores de lechuga y arroz integral con los ermitaños, cruzados e inquisidores, pero cada momento histórico tiene sus propios movimientos mesiánicos y no es culpa mía que el mundo en que nos ha tocado vivir sea tan soso. En lugar de excitarnos con ríos de oro en la Nueva Jerusalén, nos prometen una vida increíblemente longeva y sana si comemos de acuerdo con los descubrimientos de tal o cual científico que ha venido a alumbrarnos.

   Todos los nuevos credos alimentarios parecen estar de acuerdo en una necesaria vuelta a lo natural. Al parecer, el gran peligro que amenaza la salud de occidente es el empleo de insecticidas, conservantes, fertilizantes y demás técnicas de producción masiva que permiten alimentar a 2/3 de la población mundial. Esta obsesión por lo natural llega a extremos ridículos como cierta actriz de Hollywood que sólo come frutos recién cogidos del árbol, como si el sencillo paso del tiempo fuese una manipulación horrorosa y no el hecho más natural del mundo. Pese a lo que pueda parecer y a que la actitud de esta señora se nos venda como la vanguardia de la alimentación, la hipervaloración de lo natural es tan vieja como el ser humano. El mito del paraíso perdido y la concepción de la vida como una decadencia continua debida a la mano del hombre ya aparece en el Génesis.

   Los movimientos mesiánicos alimentarios atribuyen gran parte de los males a la manipulación humana de los alimentos. Sin embargo, siento decirles que esas llamadas enfermedades de la civilización -cánceres y enfermedades coronarias- no suelen aparecer antes de cierta edad y es la longevidad euroamericana la que ha provocado que en los últimos años el número de casos se haya multiplicado. En otras palabras: envejecer es malo para la salud; desde luego mucho peor que comer bien.

  Como sucede con otros muchos fenómenos modernos, esta obsesión por la comida empieza en Estados Unidos y se generaliza posteriormente por la Europa del bienestar. Este dato resulta harto curioso, porque no es un niño africano con el vientre hinchado por el hambre el que se preocupa por qué come o deja de comer, sino los bien alimentados euroamericanos aterrados ante el gravísimo riesgo que corre esa salud pública que les permite llegar casi hasta los cien años sin más esfuerzo que bajar al supermercado a comprar lo que les apetezca. La relación entre la psicosis alimentaria y el grado de desarrollo económico es evidente. Sin embargo, mucho nos tememos que, ante la crisis alimentaria que se avecina, el viento se llevará estas culturas del curanderismo, del mismo modo que la Gran Depresión de 1929 barrió del mapa los movimientos morales alimentarios de Estados Unidos.