jueves, 31 de julio de 2014

Un largo adiós (Robert Altman)




    Desde luego no es la mejor película de Robert Altman. La hizo por encargo, y eso se nota. No es una de esas películas tan suyas, corales, con un reparto de actores monumental, y un montón de pequeñas historias que se dibujan, se intuyen y sugieren una vida tras el breve encuentro que tiene el espectador con ellas. 
    Un largo adiós es una adaptación de la novela de Raymond Chandler, con su detective y todo eso. Filmafinnity la resume así:
    
    Una noche de verano, Terry Lennox aterriza en el ático de su amigo Philip Marlowe y le pide que lo acompañe hasta la frontera mejicana para cambiar de aires. Marlowe acepta la propuesta, pero al regresar a su casa se encuentra con que la policía le pide explicaciones sobre ese viaje. Marlowe termina entre rejas acusado de complicidad en el asesinato de la mujer de Terry, que ha aparecido brutalmente apaleada.


    Es una buena película. Género negro puro y duro. La trama va como un tiro y se resuelve al final quizá de modo un poco previsible. A mí, en general, el género negro no me interesa lo más mínimo y, sin embargo, estuve bastante entretenido las dos horas que dura la película. 
    Robert Altman tenía el encargo de adaptar El largo Adiós de Chandler. Yo no sé de quién fue la idea, porque lo cierto es que hay pocos directores que se me ocurran que tengan un estilo tan alejado de lo que se espera de una película de detectives duros, que fuman y beben mucho. Sin embargo, Altman es un profesional y resuelve bastante bien el encargo. La estética está muy bien cuidada y, en general, los planos también. 
    En el haber de la película está que Altman consiguió un Philiph Marlowe más humano, como un poco más vacilón que el de la novela. Yo nunca me había acabado de creer a personaje literario y, sin embargo, el de la película me entró sin problemas. Es cierto que tal vez Elliott Gould no fuese el actor adecuado para hacer de Philiph Marlowe. Desde luego su interpretación no va a pasar a la historia, pero creo que le da un punto hasta alegre al personaje que a mí me gustó. Entiendo que los puristas del género y los fanáticos de Chandler abominen de él, porque hace una interpretación muy personal, que insisto en que a mí me gustó. También Benjamin Black/John Banville hace una versión propia y todo el mundo está que no mea. Pero claro, Banville es un escritor de culto...
    Otro puntazo de la película es la presencia Nina Van Pallandt, un bellezón con todas las letras. Quizá no sea la mejor actriz del mundo, pero para hacer de rubia ambigua está estupenda. Viéndola en la pantalla uno puede entender que alguien se deje engañar por ella, porque con sólo mirada basta para perder la cabeza.
     Si tengo que ponerle alguna pega, además de que se nota que para Altman era un encargo y no le pone el alma que puso en otras cintas. es que la resolución del crimen es un poco chapucera. Siempre digo que lo que menos me importa es trama. Soy un espectador/lector de personajes y poco o nada me importa que las piezas encajen al final como un reloj suizo. Pero aquí no es que no encajen como un reloj suizo, es que parece que llegó a los noventa minutos de metraje y había que terminar en veinte, así que precipita todo y la verdad es que no se sigue muy bien. Pero este defecto no es achacable a Altman. Las novelas de Chandler ya son así. 
    En definitiva, no es una película que vaya a cambiar la historia del cine, pero está bien. Uno puede verla para pasar el rato o, si es un talibán del género negro o de Chandler, para indignarse de esta versión un tanto personal. 

martes, 29 de julio de 2014

Jonathan Lethem: La fuerza de la soledad




    La fortaleza de la soledad cuenta la vida de Dylan Edbus, un chico blanco que se cría en el Brooklyn de los años setenta. Entremezclados con los movimientos musicales, Lethem aprovecha para reflejar lo que fueron los cambios en las ciudades de Estados Unidos desde los setenta hasta el dos mil. Habla mucho de cómics, de grafitis, de drogas y, sobre todo, de las relaciones de los chicos en los barrios depauperados. De niños, todos eran más o menos amigos. Cuando llega la pubertad, Dylan, el chico blanco, pasa a formar parte de los pardillos a los que los negros atracan, maltratan y desprecian. Luego viene la Universidad y la posterior incorporación al mercado laboral, y los que eran los pardillos ocupan posiciones acomodadas en la sociedad, mientras que los malotes de barrio, los ídolos con los que todos querían estar, acaban en trabajos de mierda, cuando no en la cárcel. Sin embargo, no todo es perfecto en la nueva vida acomodada de los pardillos. El resentimiento por lo que fue su adolescencia marginada no les deja ser plenamente felices. Un reflejo de la vida misma. 
    Paralelamente a este interesantísimo análisis psicológico y del desarrollo de las clases sociales, Lethem reflexiona sobre el racismo y el determinismo social, personificado sobre todo en Mingus, el mejor amigo negro de Dylan, que, pese a su buen corazón, tiene todas las papeletas para acabar mal -vamos, que la novela tiene hasta un toque a lo Zola-. 
    Y por si esto no fuese suficiente, La fortaleza de la soledad está muy bien escrita. Quizá el lector puede tardar un poco en meterse de lleno en la historia, pero a partir de la página cincuenta, va como un cañón. No necesita jueguecitos formales para embaucarte. Primero una narración en tercera persona omnisciente de toda la vida y luego una en primera pegada al punto de vista del personaje.
    Casi nada. Un novelón cojonudo, que si no es la gran novela americana, es porque ya la han escrito ochenta veces los Don DeLillo, Philiph Roth y compañía.
    Pues no. La fortaleza de la soledad es una puta mierda con todas las letras. Porque sabe Dios por qué razón a Jonathan Lethem le pareció una idea cojonuda meter en medio de esta narración hiperrealista un anillo mágico que sirve primero para volar y luego para hacerse invisible. Pero de verdad. No en la mente del protagonista. No, no. Hace invisible de verdad. Una chorrada monumental que hace que no me crea nada de lo que me he leído hasta que aparece el maldito anillo. Tenía una historia cojonuda y decidió estropearla con esa parida. Es como si a un cuadro de Velázquez le echas un chorretón de pintura marrón en el medio. Pues si a él le gusta, que le vaya bien. Yo no puedo decir lo mismo. Por culpa del anillito todo lo que había leído me parece una patraña. Supongo que es lo que sucede cuando, como Lethem, declaras que tu mayor influencia es Philiph Roth y no Cervantes, Tolstoi, Proust o Dostoievski.
     Esto me lleva a preguntarme si Jonathan Lethem no tiene amigos, ni editor, ni nadie que le diga que no puede estropear alegremente setecientas páginas con un detalle así. En este sentido me recordó mucho a Las Benévolas, la mejor novela histórica que había leído en mi vida hasta el final. 

P. D. Ya que estoy, aprovecho para escribir otro post sobre Las Benévolas.

Jonathan Littell: Las Benévolas.





   Dice la Wikipedia:
   
    Las benévolas (Les Bienveillantes) es una novela de ficción histórica escrita en francés por el estadounidense Jonathan Littell. Narra la vida de un exoficial de las SS alemanas que colaboró a llevar a cabo matanzas durante el Holocausto. El libro ha sido galardonado con dos de los más prestigiosos premios literarios franceses: el Grand Prix du roman de l’Académie française y el Prix Goncourt el 2006.

    Si no es la mejor novela histórica que me leí en mi vida está cerca. Desde luego está mucho mejor que M. Yourcenar, que siempre me ha parecido una cursi y sus personajes unos sabiondillos insoportables. 
    El rigor histórico de Las Benévolas es alucinante. Max Aue está en todos los momentos importantes del nazismo: auge político, matanza de judíos en Ucrania, relación con el ala esotérica de las SS, Stalingrado, la retirada del frente ruso, la batalla de Berlín, aparece Albert Speer... absolutamente todo. Y Littell te va contando sus aventuras y desventuras con una frialdad que corta como un escalpelo. Hay una escena en Ucrania, cuando llegan las SS  y tienen que acabar con los judíos que tuve que dejar de leer por la impresión que me causó. Han desnudado a los judíos y les han obligado a cavar un gran agujero. Entonces los mandan bajar. Un niño de unos cinco años, perdido, le da la mano a Aue confiado. Y Aue, consciente de lo que va a pasar, lo lleva de la mano hasta dentro del agujero, lo deja allí y las SS empiezan a tiros con todo. Aue se medio medio loco y patina en los sesos y la sangre, cae, se llena de mierda, sangre y vísceras y cree morir. Todo bajo la atenta mirada de Himmler, que ante tanta sangre flojea y se marea. 
    Pero no os equivoquéis. Aunque es una novela muy dura, se lee muy bien. La prosa es más que fluida y creo que, a pesar de que es un tocho de cuidado, me leí en una semana. 
    Sin embargo, hay dos detalles que no me gustan:
    a) Littell intenta encontrar una motivación, una causa para que exista un personaje como Aue, un oficial de las SS cínico, cruel y, en definitiva, psicópata. Entonces, el lugar de hacer que su personaje tuviese una infancia normal que se metió en las SS y se creyó aquel discurso porque, como nos enseña la antropología, la moral es una cuestión cultural, es decir, aprendida, convierte a Aue en un homosexual enamorado de su hermana y traumatizado por el abandono del padre cuando era niño. A mí, personalmente, me convence mucho más la primera opción. No creo que hubiese millones de personas traumatizadas con su infancia -porque el nazismo no fueron cuatro gatos-. 
    b) El final es absolutamente terrorífico. Están en el búnker de Hitler. Hitler va a poner sus últimas medallas. Allí forman los soldados, todo muy solemne. Y cuando le toca el turno a Aue, en el momento en que el Fühfer prende el alfiler en la solapa de su chaqueta LE MUERDE LA NARIZ. ¿Pero qué chorrada es esa? ¿Es que Littell no tiene un editor que le diga que no puede cargarse la novela así? Porque a partir de ese momento, ya no me creo nada de lo que me ha contado. Pero se ve que no. Y, como conté a propósito de Lethem, se ve que no es el único.


lunes, 28 de julio de 2014

Mi hermosa lavandería (Stephen Frears)




    Me lo merecía. Me dolía horriblemente la muela y el maratón de cine vacuo e intrascendente de Wes Anderson era demasiado (1 y 2). Esto es cine con letras mayúsculas. Desde luego no tiene la perfección formal ni los recursos técnicos de la mayoría de las películas actuales. Pero tiene una historia, una de esas que te agarra por dentro y no deja suelto. Te mueve y te remueve, y eso es lo que le pido al arte. A veces eso no es agradable. Aquí no lo es. Mi hermosa lavandería es, por momentos, una película dura, pero de verdad que merece la pena verla. No sólo porque te da noventa minutos de entretenimiento, sino porque interpreta la realidad. Puedes estar de acuerdo o no, pero lo que desde luego no pasa con Mi hermosa lavandería es lo que sucedía con Wes Anderson:  la película está llena de contenido.
   Stephen Frears siempre hace un cine muy político. De hecho, a veces no me gusta porque se posiciona demasiado, y, aunque esté de acuerdo con su interpretación de la realidad, no me convence que sea tan sectario. Pero Mi hermosa lavandería es de esas películas que desde el primer minuto te obliga a posicionarte y mueve tus pasiones emocionales y políticas.
    La película cuenta la historia de un paquistaní o hindú -no lo tengo demasiado claro, tendría que ir a internet a buscarlo y no me apetece-, que es hijo de un antiguo sindicalista. La era Tatcher ha liquidado al padre que le pide a su hermano que le dé chollo al hijo antes de que vaya a la universidad. El hermano es un inmigrante que se aprovecha de la total y absoluta falta de regulación laboral del tatcherismo para hacer dinero. Coloca al hijo en un parking y, al poco, le da la regencia de una lavandería. El sobrino y protagonista de la película es homosexual y tiene una amistad homoerótica desde los tiempos del insitituto con un hoollygan fascista, al que se supone que ha ayudado el padre inmigrante sindicalista. Con el tiempo, vuelven a reencontrarse y recuperan la vieja amistad y empiezan un nuevo negocio en la lavandería que da título a la película. 
    Con este argumento, Frears despliega ante el espectador todos los conflictos de clase, culturales y de sexo de una época muy dura del Reino Unido, marcada por el gobierno de una ultraneoliberal de la que he hablado en otro momento (*). Nunca ha estado tan de actualidad una historia como esta, en este mundo que nos está tocando vivir resultado de la revolución neoliberal que ha surgido tras la crisis económica.
     Daniel Day Lewis está absolutamente magistral. Ver el nombre de este actor en el reparto de cualquier película es sinónimo de arte con mayúsculas. No por el director. Ha trabajado con tipo de gente. Sino por el rigor con el que selecciona los papeles. Aquí, haciendo de postpunk fascista homosexual, está al nivel de los grandes. 
     Y poco más puedo decir, salvo que todos deberíais ver esta película. No os dará un entretenimiento vacío, de esos que uno necesita cuando ha pasado un día duro de trabajo y no le apetece pensar. Mi hermosa lavandería es una película para la que hay que estar preparado emocionalmente. No la veáis un martes cuando tenéis que madrugar el miércoles. Dadle una noche tranquila, en la que os podáis permitir el lujo de emocionaros y dormir mal, porque esta peli lo conseguirá. El arte no siempre es amable. Y aquí, desde luego, no lo es. 

Academia Rushmore (Wes Anderson)





    Se nos había hecho un poco tarde. Ana dijo que, si queríamos levantarnos pronto al día siguiente -para ella antes de las doce-, no podíamos ver una película demasiado larga. Me quedé un poco chafado, porque tenía pensado ver Pozos de ambición, pero dura dos horas y media. Todo sea porque íbamos a madrugar para ayudar a L y M con los últimos detalles de su casa. Entonces vino lo de decidir qué película veíamos. Esto, normalmente, es un rollo, porque hay muchas y ponerse de acuerdo en cual ver lleva tiempo. Así que, sin pensarlo demasiado, escogí la primera de la lista. Error terrible. El disco multimedia ordena las películas por orden alfabético. Y la primera era Academia Rsuhmore, otra peliculilla de Wes Anderson, que tanto me había indignado con sus Tenenbaums. 
    Academia Rushmore es una chorrada tan grande como Los Tenenbaums, o mayor. El argumento es una tontería supina: un alumno muy activo y muy raro de una escuela de pago se enamora de una profesora muy guapa y compite por su amor con un ricachón viejo que está hastiado de la vida, como decepcionado con la mierda de hijos que tiene. Como sucedía con su otra película que comenté en este blog (*), Wes Anderson acaba solucionando el conflicto con una moralina detestable. El niño comprende que no puede liarse con una tía de treinta y cinco años y hace una obra de teatro donde consigue hacer feliz a todo el mundo. Yo no sé si los hipsters fanáticos de Wes Anderson son conscientes del mensaje ultraconservador de este señor. Supongo que no, porque vende esta moralina con una estética muy cuidada, todo muy moderno, muy cool, y dudo mucho que estos chicos con barba larga, piernas depiladas y gafa pasta sean capaces de ver más allá de la apariencia. Wes Anderson hace un cine adolescente. Pura estética, como los videoclips de la MTV, pero sin ningún argumento. Es lo que Finkielkraut llamaba la cultura de los feelings. A sus fans les gusta porque mola y punto. Si les pides una razón, dudo mucho que sean capaces de decir algo más que sus actores van bien vestidos o que hacen cosas molonas, como ir en bici retro o llevar un bigotillo chachi.
    Y no pienso dedicar ni  medio segundo más a este individuo y esta chorrada de película, que no tiene un guión tan disperso como Los Tenebaums, pero que, salvo ese, comparte todos sus defectos: personajes absolutamente inverosímiles y pura estética al servicio un contenido intrascendente. Lo único que distingue el cine de Wes Anderson de las chorradas que ponen en Antena 3 los Sábados por la tarde es su obsesión por la estética, que tengo que reconocer que trabaja muy bien. Quizá se pudiese hacer algo con este señor si, como sucedía en el cine de antaño, no tratase de copar él todos los roles de la película -guionista, director...- y delegase parte del trabajo. Si, en lugar de creerse un genio a lo Wagner, le encargase a otro hacer el guión y él se limitase a llevarlo a la práctica, estoy más que seguro de que el resultado sería infinitamente mejor. Es evidente que Wes Anderson no tiene talento para guionar. Que aproveche sus cualidades técnicas -que las tiene y muchas- para concretar el guión de otro. Las grandes obras de arte no siempre surgen del trabajo individual. Es más, rara vez lo hacen. 

sábado, 26 de julio de 2014

Los Tenenbaums (Wes Anderson)






   Los Tenenbaums es la metáfora perfecta de lo que pudo ser y no fue. Una familia rica, con tres hijos genios y un vecino escritor, lo tenía todo para triunfar y, sin embargo, algo se torció y las cosas acabaron mal. Exactamente igual que la película. El fracaso de la familia Tenenbaum es el fracaso de la película. Lo tenía todo para gustarme. Un director con un estilo propio a prioiri, una estética personal, una exquisita realización formal, casi obsesiva, y un reparto de lujo y las consiguientes actuaciones magistrales. Sin embargo, como la familia Tenenbaum, la película se diluye como un azucarillo. Empieza potentísima, con la presentación de los personajes en forma de falso documental con un ritmo atronador y unas imágenes tan cuidadas y bellas que valía la pena verlas sólo por lo trabajado del encuadre, por la estética. Y, sin embargo, la película no va más allá. A medida que pasan los minutos, nos encontramos con unos personajes que de raros son inverosímiles, y un guión que va a la deriva. Ya desde la media hora de película me preguntaba a dónde demonios quería ir a parar este hombre con la historia que me estaba contando. Por lo que vi en pantalla, Gene Hackman, el patriarca de los Tenenbaum, que es un abogado caradura que se ve sin blanca y en la calle y decide engañar a su familia para que lo acoja fingiendo que tiene un cáncer terminal. La familia se entera y lo echa de casa, pero la llama ya ha prendido. El patriarca Tenenbaum ha descubierto los valores de la familia y se propone recuperarla, El mensaje es de lo más ñoño y podría ser el argumento de cualquier peliculilla de Nicolás Cage. Sin embargo, Wes Anderson recurre a un tono satírico que no pega ni con cola, de modo que el espectador no sabe a qué carta quedarse. 
    Ayer, hablando con un amigo muy cinéfilo en el bar, me dijo que con Wes Anderson sabes lo que vas a ver: una colección de personajes muy muy raros y una película que no tiene mucho sentido, pero que estéticamente es una pasada. Pues bien. Si Wes Anderson es eso, a mí no me llega. Una película cuenta una historia. Sin historia lo que ves es una sucesión de cuadros y para eso prefiero irme al Museo del Prado. En cualquier caso, parece que ahora está muy de moda entre el público hipster, lo cual es perfectamente explicable, porque entre este sector de la población se pone de moda todo lo que sea comercial, pero que nos lo vendan como alternativo -como su estética, que han comprado en una campaña publicitaria-.
    Aunque Los Tenenbaum me parece una película prescindible, recomiendo verla, aunque sea para tener argumentos para opinar sobre lo que se ha convertido en un tema de conversación de los culturetas.

viernes, 25 de julio de 2014

Hjalmar Söderberg: El doctor Glas





   Hjalmar Söderberg es un escritor sueco de finales del siglo XIX y Doctor Glas es la que se considera su obra cumbre. La novela cuenta en forma de diario un verano en la vida de un doctor de la buena sociedad sueca, un tipo un poco gruñón, muy culto y bastante raro, que tiene algo extraño en su carácter, algo que le falta o que le sobra, y que no le permite encajar en la sociedad y ser feliz.  Luego hay una pequeña trama de un asesinato que recuerda a Crimen y Castigo -de hecho el doctor cita a Raskólnikov-, pero lo cierto es que no importa mucho. La novela, más que una acción, es un punto de vista, una forma particular de entender la existencia. El eje sobre el que gira toda la obra no es la trama, sino la peculiar visión del mundo del doctor Glas. Esta particularidad, el extrañamiento de su personaje con respecto a lo que lo rodea, es utilizado por Söderberg para poner en evidencia a la moral y a la sociedad de la época. 
    Como dije, la pequeña trama final recuerda un poco a Crimen y Castigo, en el sentido de que hay un individuo con una moral diferente, autónoma, que decide matar a un clérigo porque cree sinceramente que la desaparición de este individuo hará bien a una persona que él estima. Desgraciadamente, en este aspecto la obra de Söderberg es muchísimo más plana que la de Dostoievski. No hay el más mínimo conflicto entre la moral abstracta y el hecho concreto, entre las convicciones y la herencia moral, como sucedía en Raskolnikov, y que hace de Crimen y Castigo una de las novelas más grandes de la historia. El Doctor Glas es mucho más plana. Sin embargo, sería injusto defenestrar esta novela sueca porque no resiste la comparación con el maestro ruso. Muy pocos lo conseguirían. Si hago esta comparación, es porque las similitudes en la trama son evidentes. Lo interesante de El Doctor Glas es esa óptica distinta del mundo que nos ofrece el personaje narrador y las reflexiones que suelta de vez en cuando y que son de esas que te hacen detenerte en la lectura y pensar un rato sobre lo que acabas de leer. 
    Algunos aspectos de la novela han envejecido bien, mientras que a otros el paso del tiempo les ha hecho daño. Empezando por los segundos, según parece, en su momento, El Doctor Glas fue un escandalazo porque justificaba o exculpaba un asesinato. Este componente provocador, que siempre está bien, no superó el paso del tiempo, máxime cuando la mayoría de los lectores que nos acercamos a Söderberg ya hemos leído, por ejemplo, a Patricia Highsmith, que va mucho más allá al ponernos de parte del asesino. Esto no es un desdoro para la novela. No dudo que en su momento el elemento provocador fuese un aliciente, pero lo cierto es que hoy en día ya no.
     Por el contrario, el componente crítico social no sólo ha envejecido muy bien, sino que ha ganado con el tiempo. Lo que en un momento fue crítica social, ahora, además de crítica, se convierte en un testimonio de una época, de una sociedad y una cultura ya alejadas. Al componente satírico, se le añade el valor histórico y cultural.
      Y `poco más que tengo que contar, salvo que os recomiendo que os leais esta novela breve, que tal vez no cambie vuestras vidas, pero que seguro os hará pasar un buen rato y, de paso, reflexionar un poco sobre vosotros mismos y lo que os rodea. 

jueves, 24 de julio de 2014

Sleepy Hollow (Tim Burton)




    Casualidades de la vida, ayer volví a ver Sleepy Hollow, la película de Tim Burton, y acabo de ver en la televisión que un canal privado estrena hoy dos capítulos de la serie. No creo que vea la serie, en parte porque un amigo del que me fío me dijo que una mierda, en parte porque estos experimentos de convertir una película en serie huele demasiado a producto comercial que intenta aprovechar el tirón que tienen hoy en día las series. Lo mismo sucede con Fargo, una película más que interesante que corre el riesgo de ser convertida en un bodrio de veinte horas. Las historias duran lo que duran y, por mucho que se empeñen los productores, estirar las dos horas de le película hasta las veinte de la serie, sólo puede hacerse rellenando con escenas prescindibles, secuencias que no van a ningún lado y, en definitiva, aburriendo al espectador con datos que no vienen a cuento. Es cierto que el caso de Sleepy Hollow es distinto al de Fargo, porque Sleepy está basada en un relato de terror de Whashington Irving y Fargo serie estará basada en una película. Pero, en cualquier caso, salvo que cambien completamente el guión, no sé cómo van a estirar el relato de Irving hasta hacer las horas prescriptivas para una temporada, sino dos, tres o cuatro, dependiendo del éxito de público. 
    Volviendo a la película, que es lo que vi ayer, se deja ver -la expresión es de mi mujer- y estoy seguro de que gustará al público joven aficionado al suspense de Hollywood. El argumento de la película, según la Wikipedia es: 
    
    Año 1799. El agente Ichabod Crane (Johnny Depp) es enviado por sus superiores a la aldea Sleepy Hollow, un lugar en el estado de Nueva York donde un asesino en serie decapita a sus víctimas. Al llegar allí, los aldeanos le cuentan la leyenda de un jinete sin cabeza que deambula por los alrededores y que es el culpable de los asesinatos. Para resolver el misterio, el agente de policía contará con la ayuda del joven Masbath (Marc Pickering), un niño huérfano que quiere vengar la muerte de su padre.

    Con este material, Tim Burton hace un producto cien por cien de Burton: un trabajo de talonaje muy interesante, ambiente y escenografía que recuerda a los cuentos de hadas malas tradicionales y todo, absolutamente todo, muy exagerado. Es por esta razón que no me acaba de convencer ni Tim Burton ni Sleepy Hollow. Todo es tan exagerado que me echa de la película. Los escenarios, los colores y, sobre todo, los actores, son tan extremos que no me los creo. Me resultan chocantes y eso hace que desplace mi atención hacia ellos en detrimento de la historia, algo que no debe pasar jamás. Lo de Johnny Deep es un escándalo. No entiendo el predicamento y el prestigio de este sujeto. Supongo que será porque es guapo y lleva un rollo alternativo y culturetas, pero, salvo su pose como estrategia publicitaria, no veo una sola razón para que le paguen un solo dólar por actuación. Es, en todo el sentido de la palabra, un histrión, lo peor que puede ser un actor. Me estropeó hasta Piratas del Caribe, y eso que yo estoy dispuesto a tragarme cualquier cosa con tal de que haya un revólver, un barco o una bandera negra con las tibias y la calavera. Es lógico que con esta carta de preseëntación se asocie tanto con Tin Burtonp que como director es lo que Johnny Deep a la actuación.
     Pero bueno. Como dice mi mujer, se deja ver y recomiendo sinceramente ver esta película una noche en la que a uno le apetezca distraerse y no pensar. Hay momentos para todo. No siempre estamos para ver El séptimo sello.  Y pese que a mí no me gusta nada Johnny Deep y poco Tim Burton, hay mucha gente que cree que son genios y a muchas de esas personas las estimo y las respeto. Hay gustos para todo, sobre todo con productos culturales que aún no han pasado el juicio de la historia. Además, la película tiene un punto muy importante a su favor (SI NO LA HAS VISTO; NO LEAS MÁS; PORQUE TE ESTROPEARÉ EL FINAL): me parece interesantísimo que le dé la vuelta a los estereotipos del género. Normalmente, las novelas de intriga con un detective, empiezan con un caso extraño, al que la gente le atribuye causas sobrenaturales, y el detective, gracias a la fuerza de la razón, descubre al asesino y demuestra que no existen los fenómenos paranormales y que todo tiene una explicación racional. Sleepy Hollow es justo al revés. El detective racionalista tiene que ir aceptando poco a poco que tal vez la ciencia no siempre lo explica todo y que hay otros mundos. 

miércoles, 23 de julio de 2014

Pret-a-Porter (Robert Altman)





   Hace poco leí que Robert Altman es uno de esos directores que o lo amas o lo aborreces. Una afirmación así es como no decir nada, porque he oído lo mismo de otros muchos, en concreto, ayer sobre Woody Allen, y a mí Allen me deja indiferente. Si rescato esa afirmación vacua, es para dejar claro desde un principio mi postura: me gusta mucho Robert Altman.
   Pret-a-porter gira en torno al mundo de la moda. Pero, como en todas las películas Robert Altman, no podemos resumir el argumento en un par de líneas. Hay un tenue hilo conductor -la muerte de un magnate de la moda-, pero eso apenas si afecta a la vida de la colección de personajes que circulan por la película. Pret-a-porter es una película coral en todo el sentido de la palabra. Es la quintaesencia del estilo de Altman: un elenco multitudinario y polifónico, con diálogos improvisados y un guión que, por momentos puede resultar disperso. Y el resultado es maravilloso.
    En cualquier caso, si escribo esto no es para poner por las nubes al director y a su película. Me imagino que hay miles de entradas en internet que la diseccionarán de arriba abajo mucho mejor de lo que lo haría yo. La razón por la cual escribo este post es porque Pret-a-porter, como todas las grandes obras, me hizo reflexionar, no sólo sobre ella misma, sino sobre su relación con el mundo artístico en general. Estamos viviendo una época en la que las series televisivas han eclosionado y están desplazando al cine del centro de la producción audiovisual. No veo nada malo en ello. Es más, tienden a gustarme más que el cine convencional porque su ritmo narrativo es más cercano al de novela, género en el que me formé. En las series televisivas y en las novelas los personajes tienen tiempo para desarrollar sus complejidades psicológicas, para expresar sus dramas emocionales. Las grandes series televisivas como Deadwood, The Wire, Los Soprano, etc... tienden a ser corales, como lo son muchas de las grandes novelas -Guerra y Paz, El Don Apacible o la moderna Submundo de la que ya hablé aquí-. La razón de esta tendencia de las series es evidente: una serie que se desarrolla a lo largo de siete, ocho o más años centrada en un único personaje puede llegar a cansar -el caso de la novela es diferente-. Pero, sea por esto o por cualquier otra razón, al volver a ver Pret-a-porter pensé:"Con la capacidad que tenía Robert Altman para hacer pequeñas joyas corales en poco más de dos horas, ¿qué hubiese sido capaz de hacer si la AMC o la HBO le hubiesen puesto unos cuantos millones de euros de presupuesto para desarrollar lo que él quisiese?". Y con esta idea me fui a la cama. Hoy por la mañana he cambiado de opinión. A Robert Altman le bastan poco más de dos horas de metraje para desarrollar ante los ojos del espectador una colección extensísima de personajes, cada uno con sus conflictos y sus matices, expresados no tanto en lo que hacen, como en lo que intuimos que han hecho o harán -no en vano era lector de Raymond Carver, escritor en el que basó su sencilla obra maestra Shorcuts-. Ahora pienso que a la mayoría de las series que vemos hoy en día le sobran muchos, muchos minutos de metraje, y que Robert Altman hubiese contado True Detective en dos horas y media sin perder un ápice. Y como decía Baltasar Gracián, "lo bueno, si breve, dos veces bueno".
   Algunos críticos muy tiquismiquis ponerle algunas pegas a Pret-a-porter, como el hecho de reunir una colección de estrellas interminable con intención comercial, para atraer público por el nombre de los actores, porque la mayoría de ellas están infrautilizadas. También podrían decirse que los díálogos son un poco dispersos, que a veces no sabemos muy bien donde van, y que, el resultado final, con tanta estrella, tanto personaje y tanto diálogo es pantagruélico. Quizá lleven algo de razón, pero son detalles menores, porque esta pequeña joya del cine no la estropea ni la presencia del lamentable Forest Whitaker.

martes, 22 de julio de 2014

Zelig (Woody Allen)





    Era tarde. Muy tarde. Ana se fue a dormir. Yo tenía sueño, pero no me apetecía irme a la cama. Hurgué un poco en el disco multimedia y puse Grupo Salvaje. Vi esa primera escena maravillosa de los niños y las hormigas y la araña y eso con William Holden cabalgando que da miedo. Pero la película dura dos horas y pico y ya estaba cansado. Grupo Salvaje no es una de esas películas que se dejan por la mitad, por mucho sueño que se tenga. Entonces, un poco más adelante, tenía Zelig. No soy un gran fan de Woody Allen, ni mucho menos, pero sólo dura setenta y cinco minutos. Poco más que un capítulo de una serie. Así que decidí darle una segunda oportunidad. 
   Zelig es una película rodada como un falso documental que cuenta la vida de un individuo que no tiene personalidad. Se adapta a las personas que lo rodean, haciendo lo que ellos esperan de él, hasta el punto de que es capaz de mutar físicamente. Puede cambiar de raza, engordar, adelgazar o echar barba sólo con tal de agradar a los demás. Un individuo así, por fuerza ha de convertirse en un fenómeno mediático que da la vuelta al mundo y hasta se hace rico. Pero también llama la atención de la comunidad psiquiátrica. Una de ellos -Diane Keaton- se empeña en curarlo a toda costa y en que encuentre su propia individualidad. Se enamoran, y Zelig, con tal de agradar a Diane Keaton, empieza a comportarse como un individuo con personalidad propia, pero lo hace sólo porque es lo que la psiquiatra lleva años intentado conseguir.  
   El problema que tienen las películas de Woody Allen es que son demasiado cerebrales. La idea está muy bien. Hace una comedia medio surrealista que juega con esa tendencia que tenemos los seres humanos a adaptarnos a los demás, a tratar de ser agradables con ellos y a decir lo que se espera de nosotros. Todo en clave paródico y, como dije, muy surrealista. Nos hace reflexionar sobre nosotros mismos y hasta sobre la naturaleza humana Sin embargo, como a casi todas las películas de Woody Allen, le falta la historia. Siempre tiene grandes ideas y sus películas tratan de vehicular esas ideas. Desde un punto de vista estrictamente intelectual están bien, pero les falta esa historia que mueva las pasiones, que emocione, justo lo que tiene Grupo Salvaje, la película que deseché en favor de esta. Hace mucho tiempo, Robert Louis Stevenson tuvo más o menos la misma idea que Woody Allen: las personas, en sociedad, nos comportamos como se espera de nosotros y, en función de estos comportamientos, forjamos nuestra personalidad, potenciando aquellas facetas de nosotros que son bien vistas por los demás, y reprimiendo aquellas tendencias que podrían avergonzarnos. Pero, a diferencia de Allen, Stevenson sí tuvo una historia. Y escribió El extraño caso del Doctor Jeckyll y Mister Hyde, una obra de arte con todas las letras. 
    Tampoco está mal la idea del falso documental para contar la vida de un personaje. Suena un poco a Ciudadano Kane, pero no pasa nada. Casi hasta diría que Zelig, formalmente, está al nivel de la obra magna de Orson Welles. Los vestuarios están trabajadísimos, la cinta envejecida, de modo en las imágenes reproducen perfectamente ese toque añejo de los documentales históricos, y aprovecha con gran maestría fotos viejas, antiguas filmaciones, que incorpora a la película sin que se note y, probablemente, ahorrando un buen dinero -lo que no es nada desdeñable, máxime en tiempos como los que corren en que el presupuesto de un capítulo de Juego de Tronos podría pagar la deuda de más de un país del Tercer Mundo-. Pero todas estas cuestiones técnicas vuelven a incidir en lo mismo: alagan más a la inteligencia que a la emoción. 
    Por todo esto no me acaba de convencer Woody Allen. Es un cine para eruditos, para que te sientas muy listo descifrando sus alusiones, sus juegos y hasta el contenido filosófico o existencial. Pero le falta fuerza. Precisamente esa fuerza que desborda Grupo Salvaje.  

lunes, 21 de julio de 2014

Branimir Scepanovic: La boca llena de tierra.


    Un hombre con un cáncer terminal va en un tren camino de su Montenegro natal para pasar el poco tiempo que le queda. A medio camino, se baja del tren y se adentra en un bosque para morir allí, en lugar de donde lo tenía planeado. Pero se encuentra con unos campistas que, sin saber exactamente por qué, empiezan a perseguirlo. El hombre con cáncer terminal, sin tener tampoco una razón concreta, huye. Poco a poco se va uniendo gente a la persecución. Hasta aquí el argumento de la obra. A lo que habría que añadirle que está narrada desde un doble punto de vista: desde uno de los perseguidores, que utiliza siempre el yo y el nosotros y se pregunta por los motivos que le llevan a esta persecución absurda; y el del perseguido, escrito en cursiva y tercera persona, y que despliega ante el lector un personaje con una vida desperdiciada que descubre la alegría de vivir cuando ya casi no le queda tiempo.
     Se supone que la lectura de La boca llena de tierra tiene que ser inquietante porque refleja a la perfección la relación entre el individuo y la masa, entre la norma y la disidencia y los motivos del hostigamiento colectivo que llevó a fenómenos como el nazismo, el stalinismo y demás regímenes totalitarios violentos. Es decir, que la persecución sin sentido es una metáfora del modo en que las masas se comportan con la disidencia y lo distinto. 
     Pues bien. Todo lo que acabo de decir es cierto. Pero a mí La boca llena de tierra me aburrió soberanamente y no me inquietó lo más mínimo. No dudo que técnicamente sea impecable y que el mensaje oculto sea de lo más atractivo porque nos hace reflexionar sobre la sociedad y el comportamiento humano, sobre todo en estos tiempos de crisis en los que afloran movimientos populistas como el de Marine Le Pen en Francia o el UKIP en el Reino Unido. Pero con un mensaje social no basta. Para eso que escriba un ensayo. La boca llena de tierra es aburrido de narices. Y, por si no fuese suficiente, te cascan catorce euros por un libro de setenta páginas con letra gorda -por otra parte, si no fuese por su brevedad dudo mucho que lo hubiese acabado-.
     Pero bueno. Esto no es más que una impresión personal. A Tolstoi le parecía que Shakespeare era una mierda. Y con esto no quiero compararme a mí con Tolstoi ni a Scepanovic con Shakespeare. Sólo quiero decir que los gustos son una cuestión muy personal, máxime con escritores contemporáneos que aún no han pasado el juicio de la historia. O tal vez sea que no lo cogí en el momento adecuado, que también puede ser. 
    

domingo, 20 de julio de 2014

Heinrich Böll: El tren llegó puntual.



    La mejor novela de Heinrich Böll es, sin lugar a dudas, Opiniones de un payaso. Ya hablaré de ella en otra ocasión. Esta semana me he leído El tren llegó puntual, su primera obra. 
   Es una novela corta, que se lee bastante bien y recomiendo su lectura. Narra unos pocos días en la vida de un soldado nazi que viaja en tren desde París hacia Polonia, y que está convencido de que va a morir en breve. Como toda la obra literaria de Böll, la obra tiene un marcado carácter político y social. En este caso, El tren llegó puntual es un alegato antibelicista y trata de reflejar el estrés postraumático de varios soldados, aniquilados psicológicamente por los horrores de la guerra. No es un tema muy original, sobre todo setenta años después de La Segunda Guerra Mundial, y es cierto que hay otras novelas y otros autores, como Viaje al Fin de la Noche de Céline o La Piel de Malaparte que me han gustado más, pero, como he dicho al principio de este párrafo, merece la pena leer El tren llegó puntual
    Como sucede en Opiniones de un payaso, a Böll le bastan unos pocos días de existencia más o menos cotidiana para reflejar toda una vida. Utiliza las impresiones inmediatas de los personajes acerca de los hechos, monólogos interiores, diálogos y breves recuerdos para desplegar ante los ojos del lector varias historias de vida en toda su complejidad. Por momentos, las charlas y las reflexiones de los personajes me recordaron, aunque sea lejanamente, las angustias existenciales de Los hermanos Kalamazov, lo que no es moco de pavo. 
    Y poco más hay que decir de esta novela tan breve. No os cambiará la vida, eso desde luego. Pero está bien y tiene mucho mérito para ser la primera de una excelsa carrera.

martes, 15 de julio de 2014

A propósito del matrimonio






    Hace un par de días, en una cafetería, escuché a dos chavales de unos veintitantos años charlando acerca de sus parejas sentimentales. Al parecer, uno de ellos se había ido a vivir con su novia. El otro, que parecía un poco más parado, le preguntó cómo llevaban los padres de ella que se fuesen a vivir juntos sin estar casados ni nada de eso.
    -Me da igual. Yo no necesito ni un papel ni un cura que me dé la bendición. Yo paso de bodas y todo eso. -repuso el otro muy ufano.
    Ese mismo día, al llegar casa, vi en las noticias que Ana Botella, la alcaldesa de Madrid,
La ganadora de Eurovisión convertida en icono.
boicoteaba de no sé qué manera El Día del Orgullo Gay. Varios homosexuales, tanto hombres como mujeres, clamaban indignados contra el retroceso en las libertades civiles que experimenta este país desde que gobiernan los conservadores. Y yo me acordé, con cierta nostalgia, cuando estos mismos colectivos festejaban que el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero les había reconocido el derecho de casarse al mismo nivel que las parejas de distinto sexo. Y también me acordé, esta vez sin ninguna nostalgia, de millones de personas esgrimiendo banderas de España en la plaza de Colón indignadísimos porque, en su opinión, el matrimonio gay pone en grave riesgo la a familia.
    Me sorprendió observar en un periodo de tiempo tan breve tres reacciones tan dispares al mismo fenómeno del matrimonio: en primer lugar, los grupos heterosexuales jóvenes, hasta ahora perfectamente integrados dentro de esa institución, que hacen gestos por salirse de ella; en segundo lugar, los homosexuales, que hasta el momento habían quedado fuera de la institución, haciendo esfuerzos por incorporarse; y en tercer lugar, los que se consideran bastiones de los valores culturales de occidente, preocupados por los perniciosos cambios sociales que amenazan el orden.

Gente preocupada.



Los bastiones de la moral de occidente con uno de sus jefes.


    Y entonces pensé en escribir un artículo en el blog sobre esto, porque ni el chaval que pasa de casarse es tan subversivo como se cree, ni el matrimonio gay amenaza nada. Nunca en la vida el matrimonio monógamo como piedra angular de la sociedad burguesa gozó de tan buena salud.
    Analicemos primero el caso del matrimonio homosexual:
    El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Engels es un libro con muchas ideas más que discutibles desde un punto de vista antropológico, pero, si tiene algún acierto, es haber demostrado que la familia monógama, con dos esposos e hijos, es el pilar sobre el que se fundamenta la sociedad burguesa. La familia es la unidad mínima económica, residencial, sentimental y reproductora. En el plano económico, los esposos se reparten el trabajo, tanto el doméstico, como el de aportar los bienes materiales necesarios para la subsistencia, y, al terminar, ponen los resultados en común para asegurarse un sitio donde comer y dormir todos juntos. Antes, el reparto era desigual, la mujer se encargaba de la casa y la cría de la prole, y el hombre de ganar los cuartos; ahora parece que eso está cambiando y nos acercamos a un reparto del cincuenta por ciento en todas las tareas -ya sé que todavía no hemos llegado del todo a ese ideal, pero es a lo que se aspira-. En el plano sentimental, se espera que los esposos se amen tiernamente entre ellos y a sus hijos. Si aparece otro elemento, como podría ser un amante, se le considera un elemento distorsionador que puede dar al traste con la familia. Y en cuanto a la reproducción, la función del matrimonio consiste no sólo en traer niños al mundo, sino en reconocerlos y en educarlos en los valores que se espera de un miembro de la sociedad.
    Los homosexuales y su derecho a casarse y adoptar niños no atentan en nada a esta cuádruple función del matrimonio burgués. Sólamente se integran en ella. Cambia uno de los actores, pero la función social de la familia burguesa sigue siendo exactamente la misma. Sé que cuesta pensar en otros modelos, porque a fuerza de ver siempre a papá, mamá y los niños hemos acabado por creer que este modelo de familia es universal y, por tanto, natural. Pero hay millones de ejemplos de literatura antropológica que demuestran que no es así. Los nayar, por ejemplo, no consideraban al padre como miembro de la familia. La madre tenía todos los amantes que quería, el padre no pintaba nada -de hecho muchas veces no se sabía ni quién era- y el que tenía derechos y obligaciones con respecto a los hijos era el hermano de la madre, que era el que ejercía como tutor del niño y el responsable de mantenerlo. O los kibbutzs judíos, donde el niño no pertenecía los padres, sino a la comunidad. Optar por estos modelos de familia sí sería realmente subversivo. Que los homosexuales quieran formar parte de las familias de toda la vida yo diría que es hasta conservador -cosa que, por otra parte, están en todo su derecho de reclamar-.
    En cuanto al chaval que se sentía superalternativo por no casarse por la iglesia, hay que dejar claras un par de cosas:
    Un matrimonio es un rito de paso, es decir, una representación simbólica de un cambio de estatus social. Dos personas, que hasta el momento eran solteras, hacen una representación simbólica por medio de la cual reconocen ellos y la sociedad que, a partir de entonces, están ligados sentimental, sexual, reproductiva y económicamente.
    Como todos los ritos de paso, está lleno de símbolos:
    a) el sacerdote, el concejal o el alcalde, que es la autoridad social que reconoce y respalda el nuevo vínculo entre los esposos. En una cultura en la que imperan los valores religiosos, es el cura, el sacerdote o el chamán; en una cultura como la nuestra, donde los valores religiosos están siendo sustituidos progresivamente por la ciencia, es el concejal o el alcalde el que encarna esa autoridad social.
    b) el anillo, una circunferencia sin principio ni fin, como ese matrimonio que no se romperá hasta que la muerte los separe.
   c) la novia de blanco, símbolo no tanto de la virginidad, sino de la pureza infantil que se pierde ese día al entrar en el mundo de los adultos autosuficientes.
    d) los padres que entregan al hijo y a la hija escenifican la nueva independencia de los hijos, que hasta el momento dependían de ellos.
    e) la noche de bodas y el tálamo nupcial, primer lecho que comparten los cónyuges.
    f) las arras, esas trece monedas que la RAE define como símbolo de entrega, pasando de las manos del desposado a las de la desposada y viceversa.
    Y otros muchísimos símbolos más, que sería demasiado farragoso pormenorizar aquí, en un post, formato pensado para ser leído en un par de minutos todo lo más.
  Puede que el veinteañero superoutsider se sienta de lo más subversivo por haber renunciado a todos estos símbolos del reconocimiento social, pero siento decirle que emite otros muchos símbolos con el mismo significado que la boda con su cura y sus arras. Él y su pareja comparten vivienda, cama y lavabo. Comen juntos, duermen juntos y hasta hacen sus necesidades en el mismo sitio, gestos todos ellos de que comparten su intimidad. Lo íntimo es lo propio, lo personal. Dos personas que comparten la intimidad se reconocen ante sí mismos y el mundo como una unidad. Supongo que él y su pareja se darán besos, irán de la mano y tendrán otros gestos de cariño que les transmiten a ellos mismos y a los demás que se quieren y que son una pareja cerrada sentimentalmente donde no cabe nadie más.
    En relación con esto leí una vez en una novela:

    Supongo que esta nueva situación nos convierte en novios oficiales. Tatá debe pensar lo mismo, porque, poco a poco, comienza un proceso de reapropiación de mi intimidad. El primer momento en que soy consciente de ello es un jueves por la tarde. Acabo de llegar de uno de mis largos paseos, única cosa que se puede hacer cuando la vista falla. Tatá llama al timbre. Dejo la puerta abierta y la espero en la habitación mientras fumo un cigarrillo. Ella trae un bolso consigo. Se sienta en la cama y empieza a contarme algo del trabajo. No me interesa en absoluto, así que me pongo a pensar en mi dolor de ojos. Hacemos un par de veces el amor. Al terminar, pongo el programa deportivo de la radio. Tatá se levanta y coge el bolso. La miro caminar desnuda, su cuerpo perfectamente curvado, pero los dos asaltos me han dejado libre de pulsiones sexuales. Vuelve a la cama con el bolso.
           -He traído algunas cosas. –me dice.
          No estoy preparado para lo que va a ocurrir, de modo que me convierto en un espectador pasivo.
           Abre el bolso y me enseña el contenido. Me dice que hay algunas cosas que es más cómodo que tenga en mi casa porque viene todos los días. Saca un cepillo de dientes, un champú, algo de ropa interior y una foto suya.
           -Esto es para que te acuerdes de mí.  –me dice al tiempo que deja la foto en la mesilla de noche.
           Guardo silencio mientras entra en mi baño y deja su cepillo de dientes en el vaso, entre mi maquinilla de afeitar y mi cepillo.
Veinte minutos después se marcha y me quedo solo en mi habitación. Mi novia acaba de levantar la pata para marcar territorio y mi habitación se ha convertido en una prolongación de su hogar base.


    En conclusión, el matrimonio monógamo nunca ha gozado de tan buena salud como hoy en día. Sólo hace falta fijarse en que todo está montado para la pareja. Y no estoy hablando únicamente de las habitaciones dobles en los hoteles, las invitaciones a eventos que incluyen el nombre del invitado más de un acompañante o que en el supermercado todo lo familiar es más barato. Sino también, y sobre todo, de la cantidad de esfuerzo y dinero que la sociedad invierte en convencer a sus miembros de que ese, y no otro, es el mejor proyecto de vida. La juergas nocturnas en pubs y discotecas no son otra cosa que un espacio social en el que conocer parejas sexuales y, si nos colocamos, es, entre otras cosas, para vencer la timidez que puede inhibirnos en esta búsqueda. Las películas y las novelas, con muchísima frecuencia, terminan con un héroe y una heroína que se enrollan y de los que se intuye que entran en una definitiva etapa feliz de sus vidas. El matrimonio es el premio a sus peripecias. Y si no sigo dando ejemplos es porque ya me he pasado de la extensión que tácitamente se prescribe para un post.

viernes, 11 de julio de 2014

Wallace Stegner; Ángulo de reposo





     El historiador Lyman Ward, ya retirado de sus tareas docentes, se propone investigar la memorable historia de sus abuelos: una pareja de la alta sociedad de la costa Este que en la segunda mitad del siglo XIX abandona el lugar en el que ambos habían crecido para instalarse en California, cuando este era un territorio aún por civilizar. Conforme va profundizando en los recuerdos de su familia, Lyman Ward se da cuenta de la intensidad con la que el pasado ayuda a iluminar y comprender el presente.
    Basada en la correspondencia de una autora e ilustradora norteamericana, Mary Hallock Foote, una de las primeras artistas en ocuparse de la vida en el Oeste americano, Ángulo de reposo retrata el esfuerzo que tuvieron que hacer las gentes del Viejo Mundo para enfrentarse a una nueva realidad geográfica, histórica y humana. Esta emocionante narración sobre cuatro generaciones de una familia norteamericana fue galardonada con el premio Pulitzer en 1972, y está considerada como la novela más importante de Wallace Stegner y una de las mejores novelas estadounidenses de todo el siglo XX.
     Hasta aquí, lo que podemos leer de esta obra en la contraportada. En cierta manera resume el argumento de la obra, pero no nos cuenta lo que podemos esperar de ella y, sobre todo, por qué leerla.  Yo la terminé ayer. Me gustó mucho. No es, desde luego, mi novela favorita, pero se me ocurren un par de razones por las cuales os la recomiendo.
      En primer lugar, por el juego de perspectivas temporales al servicio de poner relieve los
Mary Hallock Foote
conflictos generacionales. Lyman Ward es casi un sexagenario que escribe en los años sesenta sobre su abuela, una señorita de la buena sociedad victoriana. Lo que leemos son las grabaciones de audio que Lyman toma a modo de notas para escribir la biografía de su abuela. Pero estas notas, no se limitan a rescatar, reconstruir y hasta por momentos imaginar la vida de aquella escritora e ilustradora decimonónica, sino que Lyman intercala breves crónicas de su vida cotidiana, de su soledad tras ser abandonado por su mujer, de su relación con su hijo y, sobre todo, con una joven hippie que le ayuda como secretaria. La historia de la abuela, los comentarios de Lyman y las opiniones de la joven hippie medio confundida con el amor libre y las del hijo sociólogo tejen una red que refleja perfectamente el modo en que las formas de entender el mundo cambian y cómo 
estas diferentes concepciones entran en conflicto.
     En segundo lugar, Ángulo de reposo es una novela que se construye a medida que uno la va leyendo. La primera intención de Lyman -y probablemente también la del autor- es la de un historiador: escribe la biografía de una mujer para entender aquellos tiempos en los que había un continente por conquistar, el impulso por crear un nuevo mundo que llevó a miles de personas a abandonarlo todo y arriesgar sus vidas en pos de un objetivo un tanto difuso. Es, como si dijéramos, una tentativa por comprender el espíritu de la aventura. Con tal objetivo, Lyman se centra en la figura de su abuela, la estirada dama victoriana que lo crió. Sin embargo, a medida que la novela avanza, Lyman se va dando cuenta de que ya no le interesa tanto aquel espíritu aventurero, como la personalidad de aquella mujer con aspiraciones culturales, muy snob y bastante emprendedora -tengo que reconocer que a mí la señora me acabó cayendo fatal-. Paralelamente, el interés por su abuela, le lleva a hablar de su abuelo, un ingeniero de minas que se pasó la vida tratando de dejar su huella en el nuevo mundo, mucho más que esa señora tan estirada que, en el fondo, se limitó a seguirlo toda la vida. Y de ahí pasa a tratar de comprender el matrimonio que mantuvo unido a aquellos dos individuos tan dispares durante sesenta años y, por comparación, Lyman se plantea por qué fracasó el suyo, observa con perplejidad crítica las relaciones amorosas entre su secretaria hippie y su marido y habla con sinceridad dolorosa de cuestiones generales de la existencia humana como la confianza, el compromiso, el amor o la soledad. Lo que empezó siendo un libro de historia, una biografía, acaba convirtiéndose en novela. Y así, tranquilamente, te suelta un párrafo como este:
Debe de haber alguna otra posibilidad aparte de la muerte y la penitencia de por vida, dijo la Ellen Ward de mi sueño, esa mujer a la que odio y temo. Estoy seguro de que se refería a algún encuentro, a alguna intersección de líneas; y hay en mi cerebro un geómetra esperanzado que me dice, cobardemente, que ése es el ángulo en el que dos líneas se apoyan la una en la otra, en que la inclinación en ángulo de las dos desde su cruce vertical produce ese falso arco. A falta de piedra angular, ese falso arco puede ser todo lo que uno puede esperar de esta vida. Sólo los muy afortunados dan con la piedra angular.

     Y creo que ya es suficiente. Sólo advertir al lector que si lo que busca son las aventuras y peripecias de unos colonos, que no lea esta novela. Esto no es un western. Ángulo de reposo va sobre la vida misma y, como la vida misma, es lenta y apenas si pasan cosas. Esto, por supuesto, no es un crítica. Me interesan infinitamente más las novelas de personaje que esas de acción trepidante, cuya lectura no va más allá de pasar un rato entretenido.

Lo que hacía esta gente para pasar el tiempo

martes, 1 de julio de 2014

The Wire




     Hace tiempo que el momento de las grandes series se ha terminado. Esto no quiere decir, por supuesto, que ahora no se estén haciendo cosas buenas. Sherlock, The Walking Dead o In Threatement pasarán seguro a la historia como grandes hitos de la televisión, comercial o de culto. Pero tengo la sensación -y no soy el único-, de que ya no se hará nada cono Los Soprano, The Wire, Six feet under o Deadwood. Ni tan siquiera como El ala oeste de la Casa Blanca o NYPD, aunque muchos de los creadores y los guionistas sigan siendo los mismos. Aquellos títulos son los responsables de que la serie televisiva, que siempre había sido considerada como un género menor para masas sin criterio, fuese percibida por el gran público como algo al nivel del cine. 
      Mi colega L, que no ve ninguna serie, siempre me comenta que ve en el boom actual de las series un fenómeno de marketing, una inmensa campaña publicitaria para ganar dinero en nuevos formatos, que ya no son la sala de cine convencional, sino la cadena televisiva y, sobre todo, internet. Estoy de acuerdo con él. Detrás de la voracidad con que el público actual consume serie tras serie hay una pensada estrategia comercial, casi toda basada en la publicidad viral y en los blogs y revistas on-line. Sin que nos demos cuenta, la red decide de qué debemos hablar, qué debemos ver y, sobre todo, qué debemos opinar. Tal es el caso, por ejemplo, de True Detective, que, si hace unos meses querías ser un tío molón a la última, tenías que comentarla y hablar de lo maravillosa que era la música y todo eso. Sin embargo, a diferencia de mi colega L, no creo que esta campaña publicitaria fuese planificada desde el principio. Si hoy en día la AMC o la HBO se forran con veinte series al año, es porque existieron antes Los Soprano, The Wire, Six feet under y Deadwood, que nos enseñaron que las series también podían ser arte. Lo que vino después es un montón de ejecutivos hábiles que vieron el filón -y que conste que no me parece mal-. Es cierto que hubo cosas antes de Deadwood, como Doctor en Alaska o Hill Street Blues, pero no coincidieron en el tiempo, ni generaron la expectativa suficiente para cambiar la historia de las series como lo han hecho las otras. Este post, y los que vendrán a continuación, son mi homenaje a aquellas grandes series de hace quince años, y una oportunidad para recomendaros a todos los que no las habéis visto que, mucho antes de flipar con True Detective o American Horror History, le deis una oportunidad a, por ejemplo, Six feet under
       Empiezo por The Wire porque es la primera que vi. Dice la Wikipedia de ella:

      "The Wire (titulada Bajo escucha en España y Los vigilantes en México) es una aclamada serie de televisión estadounidense ambientada en BaltimoreMaryland cuyo hilo conductor son las intervenciones telefónicas judiciales encomendadas a un grupo policial"

     The Wire es una serie negra de toda la vida, ambientada en el Baltimore moderno con su tráfico de drogas, su corrupción y, en definitiva, todas sus miserias. Pero a mí el argumento, las peripecias, son lo que menos me interesa. Lo realmente flipante de la serie es el elenco de personajes, cada uno más redondo que el anterior, llenos de matices y con una profundidad psicológica que abruma. McNulty, el teniente Daniels, Kimba, la detective lesbiana, Bunk, Lester Freamon, Avon Barksdale, el grandísimo Stringer Bell, Bubbles, Omar Little, el Robin Hood de los gansters,  y un larguísimo etcétera que me tendría escribiendo y babeando de emoción hasta dentro de una semana. Los personajes son la fuerza de la serie. Las temporadas están diseñadas para su desarrollo, hasta el punto de que el último capítulo de cada temporada tiene que resolver la trama a toda pastilla, a veces de forma un tanto chapucera. Pero no importa. The Wire no es una mala historia negra, de esas que necesitan sorprender al lector con una trama en la que las piezas encajan como el mecanismo de un reloj suizo. The Wire es la vida misma. Y en la vida viven personajes.
      Pero esta maravilla de serie no son sólo personajes. También son ambientes, una ciudad. Cada temporada disecciona un aspecto de la sociedad de Baltimore, como las diferentes caras de un prisma que, sumadas, nos explican la vida de esa ciudad marginal. La primera habla sobre el tráfico de drogas en las casas baratas, la segunda de la mafia y los sindicatos en los astilleros, la tercera de la política, la cuarta del sistema educativo -es tan flipante que, aunque es un sistema distinto al mío, por momentos tenía la sensación de que estaba hablando de mi instituto-, y la quinta de los medios de comunicación.
    Y no voy a decir nada más de esta maravilla. Podría diseccionarla, desmenuzar los personajes, las escenas, y no conseguiría transmitir ni las milésima parte de lo que es The Wire. Como con los grandes libros, cuando quiero transmitir lo que realmente me han sugerido, sólo puedo acabar reproduciendo las escenas, repitiiendo párrafos, porque no tengo palabras que sean lo suficientemente expresivas. ¿Cómo hablar del Quijote si no es con el Quijote mismo? Quizá por eso, un amigo, cuando acabó de ver The Wire me dijo:
     -Curro, es poesía pura. Es poesía pura. La imagen del hijo de Frank Sobotka, enfocado desde detrás, apoyado en la verja y mirando la bahía al final de la segunda temporada es pura poesía. Es increíble. ¿Y Omar Little? ¿Qué me dices de Omar Little? 
      Y siguió así durante mucho tiempo, sin poner las palabras técnicas que hubiesen destrozado la emoción de una serie que lo es todo.
        Así que ya sabéis. Gracias a David Simon por crear este universo y el que no la haya visto, tiene deberes este fin de semana.