jueves, 21 de abril de 2016

¿Por qué a mi madre le molesta que me levante de la mesa? -Una explicación antropológica-.




    Hay pocas cosas más importantes para la existencia humana que la comida -quizá dormir-. No estoy hablando de regalarse el paladar en un restaurante más o menos finolis, sino de la necesidad básica de alimentarse. Sin comida nos morimos, y eso algo instintivo que sabemos desde el nacimiento.

   Esto nos puede parecer una chorrada, pero durante el 99% de la historia de la humanidad la actividad principal de nuestra especie fue conseguir comida. Hoy en día basta con acercarse al supermercado de la esquina y gastarse unos cuantos euros, pero hasta hace nada los seres humanos pasábamos hambre y con frecuencia nos moríamos por esta causa -en gran parte del planeta aún sigue siendo así-. Comer juntos, compartir la comida, supone controlar nuestro instinto de supervivencia. Renunciamos a nuestra comida en favor de otros miembros de un grupo con los que hemos establecido lazos afectivos en un gesto supremo de amor. Quizá hoy en día en occidente las circunstancias no sean tan extremas, pero esto no quita que después de millones de años esta relación con la comida ha quedado grabada en nuestra idiosincrasia.

   Paralelamente, uno de los vínculos que establece el recién nacido es con su madre precisamente porque esta es la que le da de comer.

    De todo esto se desprende que las comidas familiares son mucho más que ingesta de calorías. Son el símbolo de un grupo humano cerrado, cohesionado por los lazos afectivos.

   Cuando con cara de hastío le digo a mi madre que estoy agobiado y que me quiero levantar para irme con mis amigos, le estoy diciendo que no pertenezco -o que pertenezco disgusto- a ese grupo humano que ella llama su familia. Y a nadie le gusta sentirse rechazado.

   Esta situación se da con mucha frecuencia durante la adolescencia de los hijos. En la infancia los seres humanos construimos nuestra identidad en función de nuestros padres. Ellos son nuestros referentes. Nos identificamos con ellos y los admiramos. Pero realmente no tenemos identidad propia. Encontrarla pasa por ese período que llamamos adolescencia y que consiste en negar absolutamente todo lo que configuró nuestra personalidad de la infancia. Los padres dejan de ser los referentes y se convierten en unos pesados que no saben nada. Por eso al adolescente que niega sus padres le cuesta tanto permanecer sentado en la mesa. Se levanta negando el vínculo familiar para ir en busca de sus amigos, el grupo de iguales que constituye el primer paso para la creación de la identidad individual.

   Años después, cuando ese adolescente se haya convertido en adulto, volverá a los viejos lazos familiares, y hasta encontrará cierto placer en ir a comer a casa de sus padres los domingos. Y sus padres, que están mayores y tienen que acostumbrarse a síndrome del nido vacío, convierten esta comida semanal en toda una reivindicación de la familia.

   Así que ya lo sabéis. No sólo porque a los adolescentes les quema el culo en la mesa, sino también por qué vuestra madre, en cuanto cruzáis la puerta, trata de atiborrarlos con todo tipo de viandas.

   P.D. Este mismo proceso simbólico es el que se da, por ejemplo, en las comidas de negocios. Dos personas que cierran un negocio alrededor de una mesa, están reforzando simbólicamente su nuevo pacto compartiendo la comida.

domingo, 17 de abril de 2016

Emmanuel Carrère: El reino.



    No sé si es una novela colosal o una fantochada. A mí me gustó. Me lo pasé muy bien leyéndonla. Me la leí de un tirón -y eso que es un tocho de cuidado-. Pero no sé si eso basta. Que entrentenga no es suficiente para calificar algo de obra de arte. La serie Perdidos me entretuvo muchísimo y no se puede decir que sea arte de ninguna manera. 
   
    ¿Y qué decir de El Reino? Pues que es cien por cien Carrère. Como dijo Isaac Rosa, El Reino responde a "lo que podríamos llamar la “fórmula Carrère”, esa escritura personal que desde El adversario convierte sus libros en irresistibles: una bien medida mezcla de no-ficción, metaliteratura soft y autobiografía, aliñada con un ligero ensayismo, algo de humor y un estilo fluido y llano, intencionadamente alejado de la preocupación estilística de un Echenoz o un Michon. "

    Las primeras cien páginas cuenta una parte de su vida en la que pasaba por una crisis vital -un matrimonio desgraciado- y se convirtió al catolicismo. Poco a poco va perdiendo la fé y al final lo abandona. Esta parte es de una sinceridad brutal y a mí hasta había momentos en que me resultaba violenta. Un escritor siempre es una persona vanidosa. Por lo menos lo suficiente como para pensar que lo que tiene que contar puede interesarnos a los demás. Pero hablar de sí mismo como lo hace Carrère es casi pornografía. Se abre en canal ante el lector sin hacer un ejercicio de autocensura o estilización de la propia vida -o al menos eso parece-. Al mismo tiempo, Carrère cuenta su vida pasada desde un presente distinto. El Carrére que cuenta su conversión al catolicismo no es el mismo que se convirtió. Ha perdido la fé y por eso lanza una mirada distinta. En esto me recuerda mucho a Guzmán de Alfarache -no creo que estuviese en mente de Carrère la obra de Alemán, pero el paralelismo es evidente-. En Guzmán de Alfarache, un Guzmán viejo echa la vista atrás para contarnos su vida. El Guzmán del presente ha cambiado, ha sufrido una conversión religiosa y por eso puede contemplar el pasado desde la distancia, como si fuese otra persona, y soltarnos reflexiones religiosas y morales que censuran lo que hizo. El Reino es como si pusiésemos un espejo sobre esta técnica narrativa. Lo que está en la izquierda se ve en la derecha y viceversa. No es un Emmanuel Carrère convertido el que reflexiona sobre su pasado impío, sino justo al revés. Y por eso puede lanzar una mirada distante, cómica consigo mismo y hasta por momentos sarcástica. En mi opinión, este el mayor acierto de la primera parte del libro: la capacidad para analizarse a uno mismo desde la distancia cínica, de reírse de sí y no tomarse demasiado en serio. Lo que pasa es que no sé si me lo creo. Como dije, los escritores son muy vanidosos y no sé hasta qué punto es pose.

    La segunda parte del libro, que es con mucho la más extensa, cuenta la vida y obras de los primeros católicos, en concreto Pablo de Tarso y el evangelista Lucas. Carrère lo hace desde la perspectiva del investigador, no del religioso. La consecuencia es que nos da una visión profana, casi científica, de lo que pudieron ser estos primeros pasos de la religión que dominó el mundo durante veinte siglos. Pablo, Lucas y compañía no son santos que hacen milagros movidos por una fervorosa fé, sino estrategas, intrigantes, hábiles políticos, etc... Esto no es nada original. En todo momento tuve en mente a Marvin Harris, que, como Carrère, sostiene que Pablo de Tarso convirtió en religión un movimiento revolucionario político contra el colonialismo. La diferencia entre Marvin Harris y Carrère es que el antropólogo compara el cristianismo con los cultos Cargo y los pone en relación con cierta tendencia de las culturas oprimidas a convertir los movimientos políticos emancipatorios fracasados en movimientos mesiánicos. Carrère construye personajes.

    Aún así, a pesar de los dos palos que le acabo de dar a la novela, tiene dos virtudes por las que no me arrepiento ni lo más mínimo de haberla leído y hasta recomendaría a casi todo el mundo que lo hiciese. En primer lugar, como ya dije, es muy entretenida. Y en segundo lugar, me hizo pensar mucho sobre la fé, mi relación con la religión y el sentido de la vida fuera y dentro de ella. No es poco. Sólo por eso merece la pena. 

sábado, 16 de abril de 2016

Alfonso Martín Jiménez: Hacen falta cuatro siglos para entender a Cervantes.

 

    A unos presos se les encarga la misión de descubrir quién fue el autor del Quijote de Avellaneda y, a partir de ahí, comienza una investigación/reconstrucción de lo que pudo haber sucedido y de las relaciones que establecieron Cervantes, Lope de Vega, Jerónimo de Pasamonte y sus obras. 

    El autor, en el subtítulo, nos avisa de que se trata de una novela ensayística y esto, a priori, podría echar atrás a cierto tipo de lector, más preocupado por el ocio, al pensar que se trata de un tostón de otra época. Pero no. Es cierto que es una novela ensayística. La idea que la mueve es descubrir quien pudo ser ese Avellaneda que acicateó a Cervantes. Pero esta novela es mucho más y creo que hay sobradas razones para leerla.

    En primer lugar, me pareció muy interesante el tratamiento del tiempo. La novela transcurre en dos planos, el presente real de los personajes que se proponen descubrir quién fue Avellaneda, y el pasado reconstruido del siglo XVII español. Esto, en principio, no es nada original. Cualquier novela policiaca lo hace. Sin embargo, aquí esa dialéctica entre el presente real y el pasado recreado nos lleva a la reflexión acerca del modo en que se reconstruye la historia. La forma no es un mero alarde de técnica, sino que tiene sentido, hay comunión entre la forma y el contenido, o, lo que es lo mismo, aquí la forma es contenido.

    Esta primera idea me lleva a la segunda razón por la que me gustó -y mucho-. Alfonso Martín nos avisa de que es una novela ensayística, pero, como dije hace un par de párrafos, es mucho más. Hacen falta cuatro siglos para entender a Cervantes es una novela híbrida, en la que se mezclan diversos géneros literarios. Hay novela ensayística, pero también hay mucho de novela policiaca. Los dos presos que tienen que descubrir quién pudo ser Avellaneda se comportan como dos sabuesos que reconstruyen un crimen a partir de las pruebas. En este sentido, me recuerda un poco a La hija del tiempo, aunque la novela de Tey no me vuelve loco y esta sí. Por su conocimiento del tema, Martín Jiménez podía haber escrito un ensayo académico. No dudo que el ensayo será interesantísimo, pero probablemente no sea de tan fácil lectura para el lector profano. Planteando la obra como una novela policiaca, la dota de una intriga que tiene al lector expectante y hace que te la leas casi de un tirón -yo tardé sólo dos días-. 

    Esta reconstrucción es llevada a cabo por dos personajes bajos -dos presidiarios y una doctora- y en varias ocasiones hay espacio para el humor, de modo que Hacen falta cuatro siglos para entender a Cervantes se acerca a la novela picaresca. Tal vez sea una casualidad, pero escribir una novela picaresca para desentrañar unos hechos que tuvieron lugar precisamente en el momento de eclosión de este género le da a la obra un aire de circularidad, como si fuese un constructo pensado y en el que todos los detalles encajan como el mecanismo de un reloj suizo. 

    Además, como fácilmente intuirá el lector de esta reseña, también es una novela histórica. Uno de los dos planos temporales en los que se desarrolla es el siglo XVII. Y este es otro de los que considero aciertos de la novela. En numerosas ocasiones he criticado en este blog la novela histórica y la pretensión de muchos lectores de aprender historia leyendo este género, cuando la mayoría de estas novelas nos cuentan una historia moderna, con personajes modernos, con la salvedad de que, en lugar de estar ambientada en nuestros días, lo está en el pasado. No es el caso de Hacen cuatro siglos para entender a Cervantes. El rigor histórico es absoluto. Como no podría ser de otra manera en un autor que, entre otras cosas, está especializado el análisis de las relaciones de imitación, intertextualidad e hipertextualidad entre las obras de autores españoles del Siglo de Oro, como Cervantes, Pasamonte, Avellaneda, Mateo Alemán, Mateo Luján de Sayavedra o Lope de Vega. Por una vez, y solo por una vez, se puede decir que leyendo se aprende historia. No es una historia moderna ambientada en el pasado. No es un pastiche. No. Lo que nos cuenta es lo que creo que más se puede aproximar a lo que fue la realidad. 

   En definitiva, y para dejar ya el tema del género, Hacen cuatro siglos para entender a Cervantes es un juego con todos los géneros. Bebe de aquí y de allá, coquetea con todo y no se casa con nada, lo que resulta muy moderno y atractivo para el lector actual.

    También es muy moderna la técnica narrativa, que siempre acerca lo narrado al lector. Combina los diálogos al más puro estilo del ensayo renacentista con la técnica de cámara cinematográfica explícita. Esto resulta muy efectivo, porque le permite introducir digresiones y explicaciones y combinarlas con acciones muy visuales. Reflexión y dinamismo, tradición y modernidad a partes iguales que hace que la narración transcurra de forma equlibrada.  

    Y ya para terminar, me interesa muchísimo un tema que está presente en toda la obra: la imitación y la originalidad. Hoy en día tenemos la originalidad como un valor estético supremo y ni nos planteamos que algo pueda ser una obra de arte si no es original. Sin embargo, este patrón estético es, como toda estética, cultural. Y además bastente reciente. Hasta la revoución romántica de finales del siglo XVIII la originalidad no se consideraba entre las condiciones de la obra de arte. Sin embargo, con la nueva concepción del artista como genio que crea un mundo propio, la originalidad se convierte en algo indispensable . Pero no pensaban así los escritores del Siglo de Oro español, de ahí las innumerables imitaciones, la intertextualidad y la hipertextualidad en la que es experto Martín Jiménez y que tan bien refleja aquí. 

    En definitiva. Una novela que recomiedo. Y además es totalmente gratis. El autor la ha colgado y se puede descargar sin pagar en el siguiente enlace: aquí