Según Hume, los juicios morales no pueden derivarse de la razón, ya que esta no puede motivarnos a actuar. La razón se ocupa de relaciones entre ideas o de cuestiones de hecho, pero no puede influir en nuestras acciones. Son las perspectivas de placer o dolor las que excitan nuestras pasiones y nos impulsan a actuar. La razón puede informar a las pasiones sobre cómo alcanzar un objeto deseado, pero no puede juzgarlas. Por lo tanto, la moralidad se encuentra en el ámbito del sentimiento más que en el juicio. No podemos encontrar un fundamento para la aprobación o desaprobación moral en la razón, ya que nuestras evaluaciones morales no se basan en relaciones racionales, sino en sentimientos de aprobación o desaprobación hacia ciertas acciones. Estos sentimientos surgen de manera interna y no están relacionados con la razón, sino con la percepción personal de virtud o vicio.
La falacia naturalista, denunciada por Hume, es la tendencia a asumir que lo que es, en términos de la naturaleza o los hechos, determina lo que debería ser en términos morales. Esto implica una confusión entre el ámbito del ser y el deber ser. Se presenta cuando se argumenta que algo es de cierta manera en la realidad, y por lo tanto, debe ser así en términos morales. Sin embargo, Hume y otros críticos señalan que no se puede derivar un deber moral simplemente del hecho de que algo exista o suceda en la naturaleza. Este error lleva a afirmar que la moralidad se deriva de la naturaleza, cuando en realidad son dos ámbitos distintos. Hume ilustra este punto al mencionar cómo algunos autores religiosos pasan de afirmar la existencia de Dios a deducir directamente deberes morales, sin justificar adecuadamente este salto lógico. La falacia naturalista, por lo tanto, radica en la suposición de que lo que es naturalmente, debe ser moralmente correcto, sin considerar que la moralidad opera en un plano diferente al de los hechos naturales.
En otras palabras: de un enunciado descriptivo no se puede extraer una conclusión normativa, porque no se puede derivar una conclusión de algo que no esté expresado ya en la premisa.
Hume argumenta que cuando etiquetamos una acción como virtuosa o viciosa, estamos expresando que esa acción suscita en nosotros un cierto sentimiento o nos complace de alguna manera, aunque no especifica cómo. En lugar de explorar esto, se enfoca en explicar por qué tenemos las reglas morales que tenemos y por qué consideramos virtuoso cierto comportamiento en lugar de otro. Utiliza los conceptos de utilidad y simpatía para ello.
En cuanto a la utilidad, Hume toma el ejemplo de la justicia para ilustrar su explicación. Niega que los humanos estén naturalmente motivados por un amor altruista hacia la humanidad en general, sino que están más inclinados hacia sus intereses privados. Entonces, ¿cómo surgen las reglas de justicia si nos inclinamos hacia nuestro interés propio? Hume argumenta que se desarrollan debido a que reconocemos que sin ellas no habría una estructura estable de propiedad, lo que a largo plazo sería perjudicial para todos. Así, la obediencia a las reglas de justicia se convierte en una virtud artificial motivada no tanto por el beneficio a corto plazo de violarlas, sino por el beneficio a largo plazo de mantener la estabilidad social.
En sus escritos posteriores, Hume sugiere que nuestra aprobación de los comportamientos y modales se basa en una tendencia al bien público y a la promoción de la paz y la armonía social. Esto indica una influencia más amplia y universal que no se limita solo al interés propio.
En relación con la simpatía, Hume sostiene que la moralidad no tiene su origen principalmente en la razón, sino en el sentimiento, ya que afirma que "la razón no puede nunca oponerse a la pasión en lo que respecta a la dirección de la voluntad". Según él, la razón debe ser subordinada a las pasiones y cumplir el papel de servirlas y obedecerlas. La motivación para la acción surge de las sensaciones de placer o dolor causadas por diversos objetos y las emociones subsiguientes de atracción o repulsión. Sin embargo, dado que existen placeres de diversas índoles, el placer derivado de la virtud (o el sufrimiento causado por el vicio) proviene del sentimiento moral, que es una sensación de aprobación o desaprobación hacia acciones o características particulares, consideradas sin referencia a nuestro interés propio. Esta consideración general da lugar al sentimiento moral al ajustar nuestra conducta para que se adecue a los sentimientos de aprobación de los demás, generando así mutuos sentimientos de simpatía. Hume argumenta que la conciencia es esencialmente un proceso psicológico en el que internalizamos al "espectador desinteresado".
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