sábado, 12 de marzo de 2016

Una historia sobre por qué enseñar literatura.


   Carlos dice:

   -¿Profe, te gustaría escribir un artículo para la revista del instituto?

   Él mira a su alumno sin comprender. Le duele la cabeza y esto lo vuelve lento.

   -¿Un artículo?

   -Sí, profe. Como el que escribió la de filosofía, pero hablando de tu asignatura.

   Las palabras llegan tarde, abriéndose camino a través de la niebla de la jaqueca. Mira a Carlos, que, a su vez, le devuelve la mirada. Es un chico entusiasta, con esa fuerza vital de la juventud que da la curiosidad por las cosas nuevas. Sería una vileza no ayudarle.

   -Está bien.

   No vuelve a pensar en el tema. Pasa la tarde luchando contra sus propios fantasmas, los de la enfermedad y el dolor, y por la noche toma una medicina que le ayuda a dormir.

   Se despierta pronto. Ha tenido un sueño profundo y reparador. Toma la pastilla del tiroides, se ducha y desayuna unos cereales asquerosos con leche desnatada. Fuma el primer cigarrillo del día.

   Conduce hasta el instituto. A mitad de camino apaga la radio porque le aburre escuchar siempre las mismas cosas, las mismas opiniones, como si el precio del periodismo fuese una parrilla de veinticuatro horas de propaganda política.

   A primera hora tiene guardia. Miguel, su compañero, se ofrece a hacerse cargo de los alumnos de 3ºA. Él agradece el gesto de compañerismo y se encierra en el aula de convivencia. Se acuerda del artículo de Carlos. Saca una hoja en blanco y escribe la palabra “literatura”. ¿Por qué incluirla en los planes de estudio? ¿Por qué se dedica a esto y no a cualquier otra cosa, como albañil o charcutero, por ejemplo? Son preguntas existenciales que desazonan. Sólo plantearlas invita a una reflexión sobre la Cultura y la propia vida, y una respuesta honesta exigiría desnudar sus pensamientos, cosa que no está dispuesto a hacer de ninguna manera. Le gustaría encender el segundo cigarrillo del día, pero no puede, porque con la nueva ley antitabaco fumar en un centro de enseñanza está al nivel de pegar a una vieja o robarle los caramelos a un niño. Arruga la hoja en blanco con la palabra “literatura” y tira la pelotita a la papelera con un gesto de hastío. Saca de su cartera los ejercicios de los alumnos. Corregir es una tarea maquinal que no acarrea los riesgos de plantearse la propia existencia.

    Toca el timbre. Tiene clase con 4ºA, los de ciencias. Para sí mismo los llama “los chivatos”, porque les faltó tiempo para contarle al director de que él les llamaba “científicos asquerosos” y les acusaba de que su ordenada mente racionalista los incapacitaba para comprender cualquier manifestación artística. Es falso, por supuesto. No es más que un truco retórico para captar su atención. Ellos lo saben y el director también y la cosa no pasa de ser una simple anécdota. Hoy tiene que explicar el Modernismo. Reparte unas fotocopias con poemas de Baudelaire y dice:

   -Bueno. Esto no lo vais a entender porque sois científicos.

   El truco funciona. Los alumnos se ríen y le prestan atención. Hace un esquema en el encerado y les cuenta, salpimentando la explicación con chistes, que la revolución científica y la sociedad burguesa nos ha satisfecho las necesidades materiales inmediatas, pero nos ha condenado vidas insulsas y aburridas, atados al escritorio de la oficina y treinta años de hipoteca. Pero hay una salida al spleen, al tedio de vivir. Como nos enseñaron entre otros Schopenhauer, Nietzsche o Jung, mucho antes de esta espantosa época en la que reducimos las inconmensurables pasiones humanas al lenguaje de la racionalidad científica, los seres humanos trasmitíamos los saberes por medio de historias, cuentos, pinturas y música. Se viene arriba y en medio del frenesí de la explicación se sienta junto a una alumna y le pregunta:

   -¿Tú no notas el sentido oculto que hay detrás de las cosas? ¿No te emocionas al percibir cómo ese sentido se revela en el arte?

   -Yo me emociono con mi caballo corcoveando.

   A él, literalmente, se le descuelga la mandíbula. Él flipa con la literatura y la niña con un caballito haciendo piruetas. Este sería el momento del tercer cigarrillo. Pero ni el espíritu prohibicionista cuáquero de la Ministra de Sanidad puede con su entusiasmo docente. Trata de recomponerse y se dirige a otro alumno.

   -¿Y tú qué opinas?

   -Pues que eso del tedio de vivir es una chorrada. A mí, por ejemplo, me llena prepararme para el campeonato de remo.

   Hay una carcajada general, no por lo que ha dicho el crío, sino por la cara que se le ha quedado al profesor al oír que alguien ha encontrado el sentido de la vida remando. Llegados a este punto, ya sólo puede echarse a la droga o dejar que Baudelaire hable por sí mismo.

   -Por distraerse, a veces, suelen los marineros
   dar caza a los albatros, grandes aves del mar… -lee.

   Y termina:

   -El Poeta es igual a este señor del nublo,
   Que habita la tormenta y ríe del ballestero.
   Exiliado en la tierra, sufriendo el griterío,
   Sus alas de gigante le impiden caminar.

   Ahora hay silencio.

   -¿Qué os parece? –pregunta.

   -Está muy guapo. –dice alguien.

   -Sí, está guay. –corrobora otro.

   -Mola.

   -Es muy bonito. –dice una niña, porque siempre son ellas- A mí, a veces…

   Todos escuchan a la niña que cuenta cómo ha sentido que ese poema de Baudelaire hablaba de ella y, uno a uno, el resto de los alumnos perciben que algo los ha puesto en contacto con esas verdades universales de las que lleva hablando la literatura desde el Poema de Gilgamesh.

Y él ya tiene una razón que darle a Carlos por la que estudiar y enseñar literatura.

3 comentarios:

  1. Bello cuento sobre aprender, enseñar y enriquecer la vida. Me has hecho sentir uno de los alumnos, me hubiera gustado la niña pero bueno, también hay niños con esa sensibilidad. Bravo!

    ResponderEliminar
  2. Bello cuento sobre aprender, enseñar y enriquecer la vida. Me has hecho sentir uno de los alumnos, me hubiera gustado la niña pero bueno, también hay niños con esa sensibilidad. Bravo!

    ResponderEliminar
  3. Me ha encantado. Me has hecho sonreír con la esperanza de ese profesor. La enseñanza tiene eso. Esos pequeños momentos que te hacen sentir que sirve para algo.
    Genial.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar