Carlos
dice:
-¿Profe,
te gustaría escribir un artículo para la revista del instituto?
Él
mira a su alumno sin comprender. Le duele la cabeza y esto lo vuelve
lento.
-¿Un
artículo?
-Sí,
profe. Como el que escribió la de filosofía, pero hablando de tu
asignatura.
Las
palabras llegan tarde, abriéndose camino a través de la niebla de
la jaqueca. Mira a Carlos, que, a su vez, le devuelve la mirada. Es
un chico entusiasta, con esa fuerza vital de la juventud que da la
curiosidad por las cosas nuevas. Sería una vileza no ayudarle.
-Está
bien.
No
vuelve a pensar en el tema. Pasa la tarde luchando contra sus propios
fantasmas, los de la enfermedad y el dolor, y por la noche toma una
medicina que le ayuda a dormir.
Se
despierta pronto. Ha tenido un sueño profundo y reparador. Toma la
pastilla del tiroides, se ducha y desayuna unos cereales asquerosos
con leche desnatada. Fuma el primer cigarrillo del día.
Conduce
hasta el instituto. A mitad de camino apaga la radio porque le aburre
escuchar siempre las mismas cosas, las mismas opiniones, como si el
precio del periodismo fuese una parrilla de veinticuatro horas de
propaganda política.
A
primera hora tiene guardia. Miguel, su compañero, se ofrece a
hacerse cargo de los alumnos de 3ºA. Él agradece el gesto de
compañerismo y se encierra en el aula de convivencia. Se acuerda del
artículo de Carlos. Saca una hoja en blanco y escribe la palabra
“literatura”. ¿Por qué incluirla en los planes de estudio? ¿Por
qué se dedica a esto y no a cualquier otra cosa, como albañil o
charcutero, por ejemplo? Son preguntas existenciales que desazonan.
Sólo plantearlas invita a una reflexión sobre la Cultura y la
propia vida, y una respuesta honesta exigiría desnudar sus
pensamientos, cosa que no está dispuesto a hacer de ninguna manera.
Le gustaría encender el segundo cigarrillo del día, pero no puede,
porque con la nueva ley antitabaco fumar en un centro de enseñanza
está al nivel de pegar a una vieja o robarle los caramelos a un
niño. Arruga la hoja en blanco con la palabra “literatura” y
tira la pelotita a la papelera con un gesto de hastío. Saca de su
cartera los ejercicios de los alumnos. Corregir es una tarea maquinal
que no acarrea los riesgos de plantearse la propia existencia.
Toca
el timbre. Tiene clase con 4ºA, los de ciencias. Para sí mismo los
llama “los chivatos”, porque les faltó tiempo para contarle al
director de que él les llamaba “científicos asquerosos” y les
acusaba de que su ordenada mente racionalista los incapacitaba para
comprender cualquier manifestación artística. Es falso, por
supuesto. No es más que un truco retórico para captar su atención.
Ellos lo saben y el director también y la cosa no pasa de ser una
simple anécdota. Hoy tiene que explicar el Modernismo. Reparte unas
fotocopias con poemas de Baudelaire y dice:
-Bueno.
Esto no lo vais a entender porque sois científicos.
El
truco funciona. Los alumnos se ríen y le prestan atención. Hace un
esquema en el encerado y les cuenta, salpimentando la explicación
con chistes, que la revolución científica y la sociedad burguesa
nos ha satisfecho las necesidades materiales inmediatas, pero nos ha
condenado vidas insulsas y aburridas, atados al escritorio de la
oficina y treinta años de hipoteca. Pero hay una salida al
spleen, al tedio de vivir. Como nos
enseñaron entre otros Schopenhauer, Nietzsche o Jung, mucho antes de
esta espantosa época en la que reducimos las inconmensurables
pasiones humanas al lenguaje de la racionalidad científica, los
seres humanos trasmitíamos los saberes por medio de historias,
cuentos, pinturas y música. Se viene arriba y en medio del frenesí
de la explicación se sienta junto a una alumna y le pregunta:
-¿Tú
no notas el sentido oculto que hay detrás de las cosas? ¿No te
emocionas al percibir cómo ese sentido se revela en el arte?
-Yo
me emociono con mi caballo corcoveando.
A él,
literalmente, se le descuelga la mandíbula. Él flipa con la
literatura y la niña con un caballito haciendo piruetas. Este sería
el momento del tercer cigarrillo. Pero ni el espíritu
prohibicionista cuáquero de la Ministra de Sanidad puede con su
entusiasmo docente. Trata de recomponerse y se dirige a otro alumno.
-¿Y
tú qué opinas?
-Pues
que eso del tedio de vivir es una chorrada. A mí, por ejemplo, me
llena prepararme para el campeonato de remo.
Hay
una carcajada general, no por lo que ha dicho el crío, sino por la
cara que se le ha quedado al profesor al oír que alguien ha
encontrado el sentido de la vida remando. Llegados a este punto, ya
sólo puede echarse a la droga o dejar que Baudelaire hable por sí
mismo.
-Por
distraerse, a veces, suelen los marineros
dar caza a los
albatros, grandes aves del mar… -lee.
Y termina:
-El
Poeta es igual a este señor del nublo,
Que habita la tormenta y
ríe del ballestero.
Exiliado en la tierra,
sufriendo el griterío,
Sus
alas de gigante le impiden caminar.
Ahora hay silencio.
-¿Qué os parece?
–pregunta.
-Está muy guapo.
–dice alguien.
-Sí, está guay.
–corrobora otro.
-Mola.
-Es
muy bonito. –dice una niña, porque siempre son ellas- A mí, a
veces…
Todos
escuchan a la niña que cuenta cómo ha sentido que ese poema de
Baudelaire hablaba de ella y, uno a uno, el resto de los alumnos
perciben que algo los ha puesto en contacto con esas verdades
universales de las que lleva hablando la literatura desde el Poema
de Gilgamesh.
Y él
ya tiene una razón que darle a Carlos por la que estudiar y enseñar
literatura.
Bello cuento sobre aprender, enseñar y enriquecer la vida. Me has hecho sentir uno de los alumnos, me hubiera gustado la niña pero bueno, también hay niños con esa sensibilidad. Bravo!
ResponderEliminarBello cuento sobre aprender, enseñar y enriquecer la vida. Me has hecho sentir uno de los alumnos, me hubiera gustado la niña pero bueno, también hay niños con esa sensibilidad. Bravo!
ResponderEliminarMe ha encantado. Me has hecho sonreír con la esperanza de ese profesor. La enseñanza tiene eso. Esos pequeños momentos que te hacen sentir que sirve para algo.
ResponderEliminarGenial.
Un abrazo.