Sennett es un pensador muy interesante. Hasta ahora había leído dos libros suyos, Respeto y La corrosión del carácter. En ambos desarrollaba ideas muy sugerentes, aunque, en mi opinión, le pasaba lo que a muchos sociológos/antropólogos hoy en día: tienen una idea muy buena, pero no da para un libro. Entonces la estiran y la estiran hasta que tienen las cuatrocientas páginas prescritas tácitamente para un ensayo y así pueden colocar su libro en las estaterías de la FNAC y La casa del libro y sacarse unas buenas pelas. Con esto no quiero decir que Respeto y La corrosión del carácter no estén bien. Lo están. Simplemente me parece que podía haberse ahorrado unas cuantas páginas.
En cualquier caso, La cultura del nuevo capitalismo está cojonudo lo mires por donde lo mires. Expone un montón de ideas fantásticas, está muy bien explicado, es sencillo y lo hace breve -apenas llega a las doscientas páginas-. Un montón de pensamiento bien condensado, bien explicado y muy ameno.
Al principio del libro, Sennett avanza que la cultura del nuevo capitalismo se basa en tres pilares fundamentales:
a) El
primero tiene que ver con el tiempo, pues consiste en
la manera de manejar las relaciones a corto plazo, y de manejarse
a sí mismo, mientras se pasa de una tarea a otra,
de un empleo a otro, de un lugar a otro. Si las instituciones ya
no proporcionan un marco a largo plazo, el individuo
se ve obligado a improvisar el curso de su vida, o
incluso a hacerlo sin una firme conciencia de sí mismo.
Esta idea, más o menos, es la que desarrollaba en La corrosión del carácter. El nuevo capitalismo exige de los individuos que estén en cambio continuo. A lo largo de su vida cambiarán varias veces de empleo, de ciudad y, consiguientemente, de entorno y de amigos. Cada cambio acarrea una ruptura con los lazos creados, un desarraigo. Por el contrario, la identidad humana es, por definición, lo que es inherente al individuo, es decir, lo que permanece estable. De ahí que el nuevo capitalismo corroa el carácter del individuo, que acaba penando por la vida sin una identidad estable.
b) El
segundo desafío tiene relación con el talento: cómo desarrollar
nuevas habilidades, cómo explorar capacidades potenciales
a medida que las demandas de la realidad cambian. Prácticamente,
en la economía moderna muchas habilidades son
de corta vida; en la tecnología y en las ciencias, al
igual que en formas avanzadas de producción, los trabajadores
necesitan reciclarse a razón de un promedio de
entre cada ocho y doce años. El talento también es una cuestión
de cultura. El orden social emergente milita contra el
ideal del trabajo artesanal, es decir, contra el aprendizaje
para la realización de una sola cosa realmente bien hecha;
a menudo este compromiso puede ser económicamente destructivo.
En lugar de esto, la cultura moderna propone
una idea de meritocracia que celebra la habilidad potencial
más que los logros del pasado.
Aquí Sennett enlaza, en cierta manera, con El artesano. La izquierda hippie de los años sesenta-setenta, descalificaba cualquier forma de burocracia por considerarla alienante -léase Foucault, que, por otra parte, era su amigo-. En esto estaban de acuerdo con la derecha ultraliberal, así que se dio una progresiva desburocratización de lo público y lo privado, El Estado se vio reducido a un simple garante del comercio y las empresas privadas dejaron de ser enormes estructuras piramidales autosuficientes -Sennett pone el ejemplo de IBM-, para convertirse en algo más que un capital que se dedica a hacer subcontratas. Antes, una empresa constructora tenía miles de empleados, desde el jefe ejecutivo, al último peón que ponía ladrillos. Ahora sólo son un consejo de administración con un montón de pasta que consiguen un contrato y se dedican a desglosar el proyecto subcontratando: a otra empresa más pequeña le encarga la cimentación, a otra el cemento, etc...
Este proceso de desburocratización se vio complementado por el tratado de Breton Woods. Tras él, se abandona el patrón oro y entra en el mercado una cantidad de dinero abrumadora. La consecuencia directa es que los inversores ya no esperan al fin de año a que la empresa reparta beneficios, sino que es mucho más rentable comprar y vender en función de las expectativas de futuros dividendos. El valor de las acciones de una empresa ya no es el de los beneficios al final del año, sino la perspectiva de crecer que tenga. Las acciones suben y bajan no por una realidad, sino por una virtualidad. Por ello, es mucho mejor que la empresa sea flexible, que cambie constantemente, porque eso siempre augura futuribles, que es, a fin de cuentas, lo que le importa al inversor en bolsa.
Ambos aspectos, la desburacratización y la virtualidad del valor de la empresa, se reincide en el punto anterior, en lo que los adalides del neoliberalismo llaman flexibilidad, el cambio continuo.
Como comenté en un post anterior a propósito de los planes de empleo de Rajoy, el trabajo en occidente ha sufrido dos grandes reveses. En primer lugar, la globalización y la libre circulación de capital supone que las grandes empresas se lleven las fábricas a países del Tercer Mundo, donde es mucho más barato producir, con el consiguiente aumento del paro en los países desarrollados. En segundo lugar, los avances tecnológicos han llevado a que el trabajo que antes hacían diez, ahora lo haga uno. Más desempleo aún. Esto nos lleva a que en los países desarrollados haya enormes masas de población que es y se siente inútil. Jóvenes hiperpreparados sin empleo y gente de cincuenta años que se prejubila para contratar por la mitad de sueldo a alguno de esos jóvenes hiperpreparados. Además, estos cincuentones, debido a la naturaleza permanentemente innovadora del capitalismo del siglo XXI, se verían obligados a reciclarse, al menos, tres veces a lo largo de su vida. No hay tiempo para eso. No se espera a nadie. O eres hiperflexible o se contrata a otro. A un joven universitario de tu país o a un hindú con varias carreras que te hace el trabajo desde su país por internet a mucho menos de la mitad de precio.
En El artesano, Sennett distinguía dos formas radicalmente opuestas de valorización del trabajo. Por un lado está el artesano, aquel que hace un trabajo simplemente por hacerlo bien. Esta era la forma de producción hasta la irrupción del capitalismo moderno. En el mundo actual, el artesano ha sido sustituido por la meritocracia. Se produce no por la satisfacción de hacer algo bien, sino que se hace a cambio de algo. Antes, cuando los cargos y las posiciones sociales eran heredadas, era impensable hacer, por ejemplo, unos zapatos para obtener un beneficio social. Ahora, en este mundo hiperflexible donde todo tiene un precio y todo debe cambiar a ritmo de vértigo, hacer algo por el placer de hacerlo bien resulta estúpido. Sennett ve en la meritocracia un peligroso discurso oculto, ya que sirve para justificar que existan grandes masas de población desfavorecida. Si son pobres, es porque se lo merecen, porque no tienen talento. Y Sennett se pregunta qué es eso del talento, qué significa merecer algo en el mundo contemporáneo. Su respuesta no puede ser más desoladora. Ahora que lo único que se valora es el cambio continuo, el talento también es virtual, potencial. No se valora algo por lo que es, sino por lo que puede llegar a ser.
Y así enlaza Sennett con el tercer desafío del hombre en el capitalismo moderno y vuelve a las ideas de La corrosión del carácter:
c) De
ahí deriva el tercer desafío. Se refiere a la renuncia; es
decir, a cómo desprenderse del pasado. Recientemente, la
jefa de una dinámica empresa afirmó que en su organización nadie
es dueño del puesto que ocupa y en particular que
el servicio prestado en el pasado no garantiza al empleado
un lugar en la institución. ¿Cómo responder positivamente
a esta afirmación? Para ello se necesita un rasgo
característico de la personalidad, un rasgo que descarre las
experiencias vividas. Este rasgo de personalidad da
un sujeto que se asemeja más al consumidor, quien, siempre
ávido de cosas nuevas, deja de lado bienes viejos aunque
todavía perfectamente utilizables, que al propietario celosamente
aferrado a lo que ya posee.
Ya hacia el final del libro, Sennett se detiene a analizar la naturaleza del consumo, ese fenómeno cultural tan característico de nuestra era. A grandes rasgos, hay dos teorías que explican por qué consumimos sin parar. En primer lugar, hay quienes defienden que el consumo es el resultado de la publicidad, que nos hace estar permanente insatisfechos con lo que tenemos, hambrientos de más. En segundo lugar, están los que hablan de la obsolescencia programada, de los mp3, los coches y las lavadores que vienen programados para no durar más que unos años y así tengamos que comprar otro nuevo y la rueda del consumo siga su aceleración inexorable. Pero ninguna de estas dos teorías convence a Sennett. En su opinión, el consumo es consecuencia de la cultura del nuevo capitalismo, de esta forma de pensar particular de los que formamos parte de esta cultura. Según él, consumimos porque se nos ofrece mucho más de lo que realmente vale el producto y mucho más de lo que nunca jamás llegaremos a utilizar. Ir en primera clase o tener un Audi no es cuatro veces mejor que ir en segunda o tener un Seat. La relación calidad-precio está totalmente desproporcionada. También compramos coches deportivos para ir a doscientos ochenta o por el desierto cuando, en el mejor de los casos, el 99% del tiempo lo usaremos en atascos. Y lo mismo con mp3, que tienen capacidad para almacenar una cantidad de música que seríamos incapaces de escuchar en una vida. El consumo masivo apela al mundo de la virtualidad, de lo que podría llegar a ser, como sucedía con el valor de las acciones de las empresas. El valor de lo virtual es una característica fundamental de la cultura del nuevo capitalismo.
La política también funciona así. Se nos venden los presidentes y los partidos políticos haciendo énfasis en las diferencias, cuando en realidad son más o menos lo mismo. Las reformas laborales del PSOE y del PP iban encaminadas hacia lo mismo, la política territorial es muy semejante, Felipe González es el responsable de las SICAPS, la política migratoria apenas varía, etc.... De este modo, llegamos a un divorcio entre poder y responsabilidad. La democracia se articula sobre el patrón del consumo.
Y Sennett cierra el libro haciendo una llamada a la reflexión y una vuelta al espíritu del artesano, que es lo que, en mi opinión, es lo más flojo del iibro. No sé hasta que punto se puede retomar un viejo valor. Pero, en cualquier caso, esto no puede desmerecer un ensayo muy interesante, muy bien escrito y que merece leerse sin duda alguna.
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Sennett en plan intelectual |