Las
líneas que siguen a continuación no son mías, al menos en lo que
al contenido se refiere. Es un fragmento de uno de los innumerables
libros de mi padre. Mi contribución se limita a corregir ciertas
cuestiones de estilo.
El
sistema alimentario actual, pese sus fallas y deficiencias, es el
mejor que ha tenido occidente a lo largo de su historia. Hoy en día,
en un país desarrollado, cualquier ciudadano con un mínimo poder
adquisitivo dispone de la suficiente variedad de alimentos,
conocimientos y medios para llevar una dieta que evite situaciones
carenciales o de sobrepeso. Sin embargo, entre las clases medias y
altas ha surgido una suerte de miedo a la contaminación alimentaria
que nos ha llevado a una búsqueda desesperada de lo natural en
credos como el vegetarianismo, la dieta macrobiótica o la
naturopatía, que tienen un airecillo oriental y moderno que, a la
par de ser la mar de chic, les dan una pátina de venerabilidad
científica outsider para aquellos sectores de la población ávidos
de contracultura y teorías de la conspiración.
Todo
discurso hegemónico provoca inevitablemente excrecencias por exceso
de celo. En la Edad Media, era la religión la encargada de explicar
la realidad. Si llovía era porque Dios quería, si una horrenda
plaga como la peste negra diezmaba la población era porque se había
vivido en contra de los dictámenes de la moral religiosa y unos
cuantos años de sequía se debían a las oscuras maquinaciones de
una bruja conchabada con el diablo. No los juzgo. Cada cual explica
el mundo como puede y sería injusto liquidar con cuatro chistes un
mundo que dio personajes como Tomás de Aquino, Agustín de Hipona o
Dante. Si saco a colación estos ejemplos, es para señalar la
correlación entre una determinada cosmovisión y las excrecencias
que esta produce. En el mundo teológico medieval era lógico que
proliferasen chiflados cuya idea de la religión consistía en vivir
como animales salvajes en una gruta o en coger una espada y cruzarse
medio mundo para conquistar Tierra Santa a sangre y fuego.
Desde el Renacimiento va instalándose
progresivamente en Europa la revolución científica. Ya no es Dios
el que explica el mundo, sino la ciencia a través de su instrumento
que es la razón. Llueve por condensación del agua y la peste negra
se transmite por las ratas. De la mano de esta nueva cosmovisión
surge una nueva moral que deja de preocuparse por el dominio de la
divinidad -el más allá- para centrarse en el más acá. El bien no
es aquello que nos asegura la vida eterna, sino aquello que mejora
las condiciones de vida de los hombres. Surgen así las filosofías
que aseguran la felicidad de las personas en este mundo, desde el
contrato social de Rousseau al marxismo. Como era de esperar, la
filosofía científica habrá de provocar excrecencias. En este
aspecto, la salud desempeña un papel fundamental, ya que cualquiera
puede percibir la relación ciencia-salud-calidad de vida. Del mismo
modo que ermitaños y cruzados hacían su propia interpretación
radical de la religión, asistimos en Europa y América a la
proliferación de movimientos pseudomesiánicos como el
vegetarianismo, la dieta macrobiótica y demás culturas del
curanderismo. Tal vez el lector considere excesivo comparar a los
insulsos comedores de lechuga y arroz integral con los ermitaños,
cruzados e inquisidores, pero cada momento histórico tiene sus
propios movimientos mesiánicos y no es culpa mía que el mundo en
que nos ha tocado vivir sea tan soso. En lugar de excitarnos con ríos
de oro en la Nueva Jerusalén, nos prometen una vida increíblemente
longeva y sana si comemos de acuerdo con los descubrimientos de tal o
cual científico que ha venido a alumbrarnos.
Todos
los nuevos credos alimentarios parecen estar de acuerdo en una
necesaria vuelta a lo natural. Al parecer, el gran peligro que
amenaza la salud de occidente es el empleo de insecticidas,
conservantes, fertilizantes y demás técnicas de producción masiva
que permiten alimentar a 2/3 de la población mundial. Esta obsesión
por lo natural llega a extremos ridículos como cierta actriz de
Hollywood que sólo come frutos recién cogidos del árbol, como si
el sencillo paso del tiempo fuese una manipulación horrorosa y no el
hecho más natural del mundo. Pese a lo que pueda parecer y a que la
actitud de esta señora se nos venda como la vanguardia de la
alimentación, la hipervaloración de lo natural es tan vieja como el
ser humano. El mito del paraíso perdido y la concepción de la vida
como una decadencia continua debida a la mano del hombre ya aparece
en el Génesis.
Los
movimientos mesiánicos alimentarios atribuyen gran parte de los
males a la manipulación humana de los alimentos. Sin embargo, siento
decirles que esas llamadas enfermedades de la civilización -cánceres
y enfermedades coronarias- no suelen aparecer antes de cierta edad y
es la longevidad euroamericana la que ha provocado que en los últimos
años el número de casos se haya multiplicado. En otras palabras:
envejecer es malo para la salud; desde luego mucho peor que comer
bien.
Como
sucede con otros muchos fenómenos modernos, esta obsesión por la
comida empieza en Estados Unidos y se generaliza posteriormente por
la Europa del bienestar. Este dato resulta harto curioso, porque no
es un niño africano con el vientre hinchado por el hambre el que se
preocupa por qué come o deja de comer, sino los bien alimentados
euroamericanos aterrados ante el gravísimo riesgo que corre esa
salud pública que les permite llegar casi hasta los cien años sin
más esfuerzo que bajar al supermercado a comprar lo que les
apetezca. La relación entre la psicosis alimentaria y el grado de
desarrollo económico es evidente. Sin embargo, mucho nos tememos
que, ante la crisis alimentaria que se avecina, el viento se llevará
estas culturas del curanderismo, del mismo modo que la Gran Depresión
de 1929 barrió del mapa los movimientos morales alimentarios de
Estados Unidos.
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