Se nos había hecho un poco tarde. Ana dijo que, si queríamos levantarnos pronto al día siguiente -para ella antes de las doce-, no podíamos ver una película demasiado larga. Me quedé un poco chafado, porque tenía pensado ver Pozos de ambición, pero dura dos horas y media. Todo sea porque íbamos a madrugar para ayudar a L y M con los últimos detalles de su casa. Entonces vino lo de decidir qué película veíamos. Esto, normalmente, es un rollo, porque hay muchas y ponerse de acuerdo en cual ver lleva tiempo. Así que, sin pensarlo demasiado, escogí la primera de la lista. Error terrible. El disco multimedia ordena las películas por orden alfabético. Y la primera era Academia Rsuhmore, otra peliculilla de Wes Anderson, que tanto me había indignado con sus Tenenbaums.
Academia Rushmore es una chorrada tan grande como Los Tenenbaums, o mayor. El argumento es una tontería supina: un alumno muy activo y muy raro de una escuela de pago se enamora de una profesora muy guapa y compite por su amor con un ricachón viejo que está hastiado de la vida, como decepcionado con la mierda de hijos que tiene. Como sucedía con su otra película que comenté en este blog (*), Wes Anderson acaba solucionando el conflicto con una moralina detestable. El niño comprende que no puede liarse con una tía de treinta y cinco años y hace una obra de teatro donde consigue hacer feliz a todo el mundo. Yo no sé si los hipsters fanáticos de Wes Anderson son conscientes del mensaje ultraconservador de este señor. Supongo que no, porque vende esta moralina con una estética muy cuidada, todo muy moderno, muy cool, y dudo mucho que estos chicos con barba larga, piernas depiladas y gafa pasta sean capaces de ver más allá de la apariencia. Wes Anderson hace un cine adolescente. Pura estética, como los videoclips de la MTV, pero sin ningún argumento. Es lo que Finkielkraut llamaba la cultura de los feelings. A sus fans les gusta porque mola y punto. Si les pides una razón, dudo mucho que sean capaces de decir algo más que sus actores van bien vestidos o que hacen cosas molonas, como ir en bici retro o llevar un bigotillo chachi.
Y no pienso dedicar ni medio segundo más a este individuo y esta chorrada de película, que no tiene un guión tan disperso como Los Tenebaums, pero que, salvo ese, comparte todos sus defectos: personajes absolutamente inverosímiles y pura estética al servicio un contenido intrascendente. Lo único que distingue el cine de Wes Anderson de las chorradas que ponen en Antena 3 los Sábados por la tarde es su obsesión por la estética, que tengo que reconocer que trabaja muy bien. Quizá se pudiese hacer algo con este señor si, como sucedía en el cine de antaño, no tratase de copar él todos los roles de la película -guionista, director...- y delegase parte del trabajo. Si, en lugar de creerse un genio a lo Wagner, le encargase a otro hacer el guión y él se limitase a llevarlo a la práctica, estoy más que seguro de que el resultado sería infinitamente mejor. Es evidente que Wes Anderson no tiene talento para guionar. Que aproveche sus cualidades técnicas -que las tiene y muchas- para concretar el guión de otro. Las grandes obras de arte no siempre surgen del trabajo individual. Es más, rara vez lo hacen.
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