La fortaleza de la soledad cuenta la vida de Dylan Edbus, un chico blanco que se cría en el Brooklyn de los años setenta. Entremezclados con los movimientos musicales, Lethem aprovecha para reflejar lo que fueron los cambios en las ciudades de Estados Unidos desde los setenta hasta el dos mil. Habla mucho de cómics, de grafitis, de drogas y, sobre todo, de las relaciones de los chicos en los barrios depauperados. De niños, todos eran más o menos amigos. Cuando llega la pubertad, Dylan, el chico blanco, pasa a formar parte de los pardillos a los que los negros atracan, maltratan y desprecian. Luego viene la Universidad y la posterior incorporación al mercado laboral, y los que eran los pardillos ocupan posiciones acomodadas en la sociedad, mientras que los malotes de barrio, los ídolos con los que todos querían estar, acaban en trabajos de mierda, cuando no en la cárcel. Sin embargo, no todo es perfecto en la nueva vida acomodada de los pardillos. El resentimiento por lo que fue su adolescencia marginada no les deja ser plenamente felices. Un reflejo de la vida misma.
Paralelamente a este interesantísimo análisis psicológico y del desarrollo de las clases sociales, Lethem reflexiona sobre el racismo y el determinismo social, personificado sobre todo en Mingus, el mejor amigo negro de Dylan, que, pese a su buen corazón, tiene todas las papeletas para acabar mal -vamos, que la novela tiene hasta un toque a lo Zola-.
Y por si esto no fuese suficiente, La fortaleza de la soledad está muy bien escrita. Quizá el lector puede tardar un poco en meterse de lleno en la historia, pero a partir de la página cincuenta, va como un cañón. No necesita jueguecitos formales para embaucarte. Primero una narración en tercera persona omnisciente de toda la vida y luego una en primera pegada al punto de vista del personaje.
Casi nada. Un novelón cojonudo, que si no es la gran novela americana, es porque ya la han escrito ochenta veces los Don DeLillo, Philiph Roth y compañía.
Pues no. La fortaleza de la soledad es una puta mierda con todas las letras. Porque sabe Dios por qué razón a Jonathan Lethem le pareció una idea cojonuda meter en medio de esta narración hiperrealista un anillo mágico que sirve primero para volar y luego para hacerse invisible. Pero de verdad. No en la mente del protagonista. No, no. Hace invisible de verdad. Una chorrada monumental que hace que no me crea nada de lo que me he leído hasta que aparece el maldito anillo. Tenía una historia cojonuda y decidió estropearla con esa parida. Es como si a un cuadro de Velázquez le echas un chorretón de pintura marrón en el medio. Pues si a él le gusta, que le vaya bien. Yo no puedo decir lo mismo. Por culpa del anillito todo lo que había leído me parece una patraña. Supongo que es lo que sucede cuando, como Lethem, declaras que tu mayor influencia es Philiph Roth y no Cervantes, Tolstoi, Proust o Dostoievski.
Esto me lleva a preguntarme si Jonathan Lethem no tiene amigos, ni editor, ni nadie que le diga que no puede estropear alegremente setecientas páginas con un detalle así. En este sentido me recordó mucho a Las Benévolas, la mejor novela histórica que había leído en mi vida hasta el final.
P. D. Ya que estoy, aprovecho para escribir otro post sobre Las Benévolas.
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