Hace tiempo que el momento de las grandes series se ha terminado. Esto no quiere decir, por supuesto, que ahora no se estén haciendo cosas buenas. Sherlock, The Walking Dead o In Threatement pasarán seguro a la historia como grandes hitos de la televisión, comercial o de culto. Pero tengo la sensación -y no soy el único-, de que ya no se hará nada cono Los Soprano, The Wire, Six feet under o Deadwood. Ni tan siquiera como El ala oeste de la Casa Blanca o NYPD, aunque muchos de los creadores y los guionistas sigan siendo los mismos. Aquellos títulos son los responsables de que la serie televisiva, que siempre había sido considerada como un género menor para masas sin criterio, fuese percibida por el gran público como algo al nivel del cine.
Mi colega L, que no ve ninguna serie, siempre me comenta que ve en el boom actual de las series un fenómeno de marketing, una inmensa campaña publicitaria para ganar dinero en nuevos formatos, que ya no son la sala de cine convencional, sino la cadena televisiva y, sobre todo, internet. Estoy de acuerdo con él. Detrás de la voracidad con que el público actual consume serie tras serie hay una pensada estrategia comercial, casi toda basada en la publicidad viral y en los blogs y revistas on-line. Sin que nos demos cuenta, la red decide de qué debemos hablar, qué debemos ver y, sobre todo, qué debemos opinar. Tal es el caso, por ejemplo, de True Detective, que, si hace unos meses querías ser un tío molón a la última, tenías que comentarla y hablar de lo maravillosa que era la música y todo eso. Sin embargo, a diferencia de mi colega L, no creo que esta campaña publicitaria fuese planificada desde el principio. Si hoy en día la AMC o la HBO se forran con veinte series al año, es porque existieron antes Los Soprano, The Wire, Six feet under y Deadwood, que nos enseñaron que las series también podían ser arte. Lo que vino después es un montón de ejecutivos hábiles que vieron el filón -y que conste que no me parece mal-. Es cierto que hubo cosas antes de Deadwood, como Doctor en Alaska o Hill Street Blues, pero no coincidieron en el tiempo, ni generaron la expectativa suficiente para cambiar la historia de las series como lo han hecho las otras. Este post, y los que vendrán a continuación, son mi homenaje a aquellas grandes series de hace quince años, y una oportunidad para recomendaros a todos los que no las habéis visto que, mucho antes de flipar con True Detective o American Horror History, le deis una oportunidad a, por ejemplo, Six feet under.
Empiezo por The Wire porque es la primera que vi. Dice la Wikipedia de ella:
"The Wire (titulada Bajo escucha en España y Los vigilantes en México) es una aclamada serie de televisión estadounidense ambientada en Baltimore, Maryland cuyo hilo conductor son las intervenciones telefónicas judiciales encomendadas a un grupo policial"
The Wire es una serie negra de toda la vida, ambientada en el Baltimore moderno con su tráfico de drogas, su corrupción y, en definitiva, todas sus miserias. Pero a mí el argumento, las peripecias, son lo que menos me interesa. Lo realmente flipante de la serie es el elenco de personajes, cada uno más redondo que el anterior, llenos de matices y con una profundidad psicológica que abruma. McNulty, el teniente Daniels, Kimba, la detective lesbiana, Bunk, Lester Freamon, Avon Barksdale, el grandísimo Stringer Bell, Bubbles, Omar Little, el Robin Hood de los gansters, y un larguísimo etcétera que me tendría escribiendo y babeando de emoción hasta dentro de una semana. Los personajes son la fuerza de la serie. Las temporadas están diseñadas para su desarrollo, hasta el punto de que el último capítulo de cada temporada tiene que resolver la trama a toda pastilla, a veces de forma un tanto chapucera. Pero no importa. The Wire no es una mala historia negra, de esas que necesitan sorprender al lector con una trama en la que las piezas encajan como el mecanismo de un reloj suizo. The Wire es la vida misma. Y en la vida viven personajes.
Pero esta maravilla de serie no son sólo personajes. También son ambientes, una ciudad. Cada temporada disecciona un aspecto de la sociedad de Baltimore, como las diferentes caras de un prisma que, sumadas, nos explican la vida de esa ciudad marginal. La primera habla sobre el tráfico de drogas en las casas baratas, la segunda de la mafia y los sindicatos en los astilleros, la tercera de la política, la cuarta del sistema educativo -es tan flipante que, aunque es un sistema distinto al mío, por momentos tenía la sensación de que estaba hablando de mi instituto-, y la quinta de los medios de comunicación.
Y no voy a decir nada más de esta maravilla. Podría diseccionarla, desmenuzar los personajes, las escenas, y no conseguiría transmitir ni las milésima parte de lo que es The Wire. Como con los grandes libros, cuando quiero transmitir lo que realmente me han sugerido, sólo puedo acabar reproduciendo las escenas, repitiiendo párrafos, porque no tengo palabras que sean lo suficientemente expresivas. ¿Cómo hablar del Quijote si no es con el Quijote mismo? Quizá por eso, un amigo, cuando acabó de ver The Wire me dijo:
-Curro, es poesía pura. Es poesía pura. La imagen del hijo de Frank Sobotka, enfocado desde detrás, apoyado en la verja y mirando la bahía al final de la segunda temporada es pura poesía. Es increíble. ¿Y Omar Little? ¿Qué me dices de Omar Little?
Y siguió así durante mucho tiempo, sin poner las palabras técnicas que hubiesen destrozado la emoción de una serie que lo es todo.
Así que ya sabéis. Gracias a David Simon por crear este universo y el que no la haya visto, tiene deberes este fin de semana.
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