Hace un par de días, en
una cafetería, escuché a dos chavales de unos veintitantos años
charlando acerca de sus parejas sentimentales. Al parecer, uno de
ellos se había ido a vivir con su novia. El otro, que parecía un
poco más parado, le preguntó cómo llevaban los padres de ella que
se fuesen a vivir juntos sin estar casados ni nada de eso.
-Me da igual. Yo no
necesito ni un papel ni un cura que me dé la bendición. Yo paso de
bodas y todo eso. -repuso el otro muy ufano.
Ese mismo día, al
llegar casa, vi en las noticias que Ana Botella, la alcaldesa de
Madrid,
boicoteaba de no sé qué manera El Día del Orgullo Gay.
Varios homosexuales, tanto hombres como mujeres, clamaban indignados
contra el retroceso en las libertades civiles que experimenta este
país desde que gobiernan los conservadores. Y yo me acordé, con
cierta nostalgia, cuando estos mismos colectivos festejaban que el
gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero les había reconocido el
derecho de casarse al mismo nivel que las parejas de distinto sexo. Y
también me acordé, esta vez sin ninguna nostalgia, de millones de
personas esgrimiendo banderas de España en la plaza de Colón
indignadísimos porque, en su opinión, el matrimonio gay pone en
grave riesgo la a familia.
La ganadora de Eurovisión convertida en icono. |
Me sorprendió observar
en un periodo de tiempo tan breve tres reacciones tan dispares al
mismo fenómeno del matrimonio: en primer lugar, los grupos
heterosexuales jóvenes, hasta ahora perfectamente integrados dentro
de esa institución, que hacen gestos por salirse de ella; en segundo
lugar, los homosexuales, que hasta el momento habían quedado fuera
de la institución, haciendo esfuerzos por incorporarse; y en tercer
lugar, los que se consideran bastiones de los valores culturales de
occidente, preocupados por los perniciosos cambios sociales que
amenazan el orden.
Gente preocupada. |
Los bastiones de la moral de occidente con uno de sus jefes. |
Y entonces pensé en
escribir un artículo en el blog sobre esto, porque ni el chaval que
pasa de casarse es tan subversivo como se cree, ni el matrimonio gay
amenaza nada. Nunca en la vida el matrimonio monógamo como piedra
angular de la sociedad burguesa gozó de tan buena salud.
Analicemos primero el
caso del matrimonio homosexual:
El origen de la
familia, la propiedad privada y el Estado de Engels es un libro
con muchas ideas más que discutibles desde un punto de vista
antropológico, pero, si tiene algún acierto, es haber demostrado
que la familia monógama, con dos esposos e hijos, es el pilar sobre
el que se fundamenta la sociedad burguesa. La familia es la unidad
mínima económica, residencial, sentimental y reproductora. En el
plano económico, los esposos se reparten el trabajo, tanto el
doméstico, como el de aportar los bienes materiales necesarios para
la subsistencia, y, al terminar, ponen los resultados en común para
asegurarse un sitio donde comer y dormir todos juntos. Antes, el
reparto era desigual, la mujer se encargaba de la casa y la cría de
la prole, y el hombre de ganar los cuartos; ahora parece que eso está
cambiando y nos acercamos a un reparto del cincuenta por ciento en
todas las tareas -ya sé que todavía no hemos llegado del todo a ese
ideal, pero es a lo que se aspira-. En el plano sentimental, se
espera que los esposos se amen tiernamente entre ellos y a sus hijos.
Si aparece otro elemento, como podría ser un amante, se le considera
un elemento distorsionador que puede dar al traste con la familia. Y
en cuanto a la reproducción, la función del matrimonio consiste no
sólo en traer niños al mundo, sino en reconocerlos y en educarlos
en los valores que se espera de un miembro de la sociedad.
Los homosexuales y su
derecho a casarse y adoptar niños no atentan en nada a esta
cuádruple función del matrimonio burgués. Sólamente se integran
en ella. Cambia uno de los actores, pero la función social de la
familia burguesa sigue siendo exactamente la misma. Sé que cuesta
pensar en otros modelos, porque a fuerza de ver siempre a papá, mamá
y los niños hemos acabado por creer que este modelo de familia es
universal y, por tanto, natural. Pero hay millones de ejemplos de
literatura antropológica que demuestran que no es así. Los nayar,
por ejemplo, no consideraban al padre como miembro de la familia. La
madre tenía todos los amantes que quería, el padre no pintaba nada
-de hecho muchas veces no se sabía ni quién era- y el que tenía
derechos y obligaciones con respecto a los hijos era el hermano de la
madre, que era el que ejercía como tutor del niño y el responsable
de mantenerlo. O los kibbutzs judíos, donde el niño no pertenecía
los padres, sino a la comunidad. Optar por estos modelos de familia
sí sería realmente subversivo. Que los homosexuales quieran formar
parte de las familias de toda la vida yo diría que es hasta
conservador -cosa que, por otra parte, están en todo su derecho de
reclamar-.
En cuanto al chaval que
se sentía superalternativo por no casarse por la iglesia, hay que
dejar claras un par de cosas:
Un matrimonio es un rito
de paso, es decir, una representación simbólica de un cambio de
estatus social. Dos personas, que hasta el momento eran solteras,
hacen una representación simbólica por medio de la cual reconocen
ellos y la sociedad que, a partir de entonces, están ligados
sentimental, sexual, reproductiva y económicamente.
Como todos los ritos de
paso, está lleno de símbolos:
a) el sacerdote, el
concejal o el alcalde, que es la autoridad social que reconoce y
respalda el nuevo vínculo entre los esposos. En una cultura en la
que imperan los valores religiosos, es el cura, el sacerdote o el
chamán; en una cultura como la nuestra, donde los valores religiosos
están siendo sustituidos progresivamente por la ciencia, es el
concejal o el alcalde el que encarna esa autoridad social.
b) el anillo, una
circunferencia sin principio ni fin, como ese matrimonio que no se
romperá hasta que la muerte los separe.
c) la novia de blanco,
símbolo no tanto de la virginidad, sino de la pureza infantil que se
pierde ese día al entrar en el mundo de los adultos autosuficientes.
d) los padres que
entregan al hijo y a la hija escenifican la nueva independencia de
los hijos, que hasta el momento dependían de ellos.
e) la noche de bodas y
el tálamo nupcial, primer lecho que comparten los cónyuges.
f) las arras, esas trece
monedas que la RAE define como
símbolo
de entrega, pasando de las manos del desposado a las de la desposada
y viceversa.
Y
otros muchísimos símbolos más, que sería demasiado farragoso
pormenorizar aquí, en un post, formato pensado para ser leído en un
par de minutos todo lo más.
Puede
que el veinteañero superoutsider se sienta de lo más subversivo por
haber renunciado a todos estos símbolos del reconocimiento social,
pero siento decirle que emite otros muchos símbolos con el mismo
significado que la boda con su cura y sus arras. Él y su pareja
comparten vivienda, cama y lavabo. Comen juntos, duermen juntos y
hasta hacen sus necesidades en el mismo sitio, gestos todos ellos de
que comparten su intimidad. Lo íntimo es lo propio, lo personal. Dos
personas que comparten la intimidad se reconocen ante sí mismos y el
mundo como una unidad. Supongo que él y su pareja se darán besos,
irán de la mano y tendrán otros gestos de cariño que les
transmiten a ellos mismos y a los demás que se quieren y que son una
pareja cerrada sentimentalmente donde no cabe nadie más.
En
relación con esto leí una vez en una novela:
Supongo
que esta nueva situación nos convierte en novios oficiales. Tatá
debe pensar lo mismo, porque, poco a poco, comienza un proceso de
reapropiación de mi intimidad. El primer momento en que soy
consciente de ello es un jueves por la tarde. Acabo de llegar de uno
de mis largos paseos, única cosa que se puede hacer cuando la vista
falla. Tatá llama al timbre. Dejo la puerta abierta y la espero en
la habitación mientras fumo un cigarrillo. Ella trae un bolso
consigo. Se sienta en la cama y empieza a contarme algo del trabajo.
No me interesa en absoluto, así que me pongo a pensar en mi dolor de
ojos. Hacemos un par de veces el amor. Al terminar, pongo el programa
deportivo de la radio. Tatá se levanta y coge el bolso. La miro
caminar desnuda, su cuerpo perfectamente curvado, pero los dos
asaltos me han dejado libre de pulsiones sexuales. Vuelve a la cama
con el bolso.
-He
traído algunas cosas. –me dice.
No
estoy preparado para lo que va a ocurrir, de modo que me convierto en
un espectador pasivo.
Abre
el bolso y me enseña el contenido. Me dice que hay algunas cosas que
es más cómodo que tenga en mi casa porque viene todos los días.
Saca un cepillo de dientes, un champú, algo de ropa interior y una
foto suya.
-Esto
es para que te acuerdes de mí. –me dice al tiempo que deja
la foto en la mesilla de noche.
Guardo
silencio mientras entra en mi baño y deja su cepillo de dientes en
el vaso, entre mi maquinilla de afeitar y mi cepillo.
Veinte
minutos después se marcha y me quedo solo en mi habitación. Mi
novia acaba de levantar la pata para marcar territorio y mi
habitación se ha convertido en una prolongación de su hogar base.
En
conclusión, el matrimonio monógamo nunca ha gozado de tan buena
salud como hoy en día. Sólo hace falta fijarse en que todo está
montado para la pareja. Y no estoy hablando únicamente de las
habitaciones dobles en los hoteles, las invitaciones a eventos que
incluyen el nombre del invitado más de un acompañante o que en el
supermercado todo lo familiar es más barato. Sino también, y sobre
todo, de la cantidad de esfuerzo y dinero que la sociedad invierte en
convencer a sus miembros de que ese, y no otro, es el mejor proyecto
de vida. La juergas nocturnas en pubs y discotecas no son otra cosa
que un espacio social en el que conocer parejas sexuales y, si nos
colocamos, es, entre otras cosas, para vencer la timidez que puede
inhibirnos en esta búsqueda. Las películas y las novelas, con
muchísima frecuencia, terminan con un héroe y una heroína que se
enrollan y de los que se intuye que entran en una definitiva etapa
feliz de sus vidas. El matrimonio es el premio a sus peripecias. Y si
no sigo dando ejemplos es porque ya me he pasado de la extensión que
tácitamente se prescribe para un post.
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