Este año tengo cinco alumnas con más de veintidós años. Son mujeres hechas y derechas con experiencia en la vida. Antes de volver a las aulas, fueron amas de casa, telefonistas, camareras y dependientas. Una de ellas hasta tiene dos hijos. La razón por la que han vuelto es evidente: la crisis y el paro. Verlas tomando apuntes en la primera fila rodeadas de adolescentes con espinillas resulta, cuando menos, curioso. Eso por no hablar de la cafetería o el patio, donde niñitas de once y doce años hacen corrillos, nerviosas por los primeros días de instituto, y me llaman papá en lugar de Curro o profe.
El otro día estuve corrigiendo sus ejercicios. No es que estuviesen especialmente mal, pero creo que les va a costar mucho sacar el Bachillerato. No les faltan capacidades. Sólo ha pasado mucho tiempo desde que dejaron los estudios o que vienen de esos programas compensatorios -PCPI, Garantía social o Educación para adultos-, que son una especie de cajón de sastre donde el sistema educativo aparca a todos aquellos que no consiguen adaptarse. El lunes, mientras les entregaba sus hojas de ejercicios llenas de correcciones en rojo, quise animarlas para que no abandonasen y les dije:
-No os preocupéis. Lo importante es que estáis aquí. Ya sabéis que el instituto es una gran empresa de recusos humanos.
La última frase la solté así un poco alegremente, sin pensar demasiado en ella, aunque supongo que había mucho de lo que estudié en su momento de Antropología de la Educación y la Escuela. Pero se me quedó dando vueltas en la cabeza, haciendo que me planteara mi situación como un peón del sistema educativo. Y las conclusiones a las que llegué no me gustaron nada.
En primer lugar, porque la educación universal no es el resultado del consenso de unos ciudadanos, que, preocupados por crear una sociedad mejor, decidieron cultivar
la mente durante la infancia, cuando los seres humanos somos más permeables y absorbemos mayor información. Puede que esta fuese la utopía que estaba en mente de los filósofos ilustrados, a los que se considera unánimemente los padres intelectuales de la educación universal. La realidad es mucho más mezquina. La educación universal no se generalizó hasta que los burgueses capitalistas se dieron cuenta de que era mucho más productivo tener obreros formados porque sabían hacer cosas. Y también se dieron cuenta de que era mucho más barato que los formase el Estado, que lo pagamos todos, que formarlos ellos en las fábricas, que lo pagan sólo ellos. Desgraciadamente, hoy en día la globalización permite que una fábrica occidental se traiga obreros hiperpreparados de La India o China. Además, los avances tecnológicos hacen que sobren trabajadores, así que la educación universal a los actuales poderes fácticos mundiales les importa un pito. (sobre el futuro del empleo en occidente pincha aquí)
En segundo lugar, porque el sistema educativo, tal y como está montado, es una forma de lavarle el cerebro a los tiernos infantes con ideología capitalista. Dicho así puede sonar un poco fuerte, pero me atengo a las pruebas:
a) el aula funciona exactamente igual que una empresa. Hay un jefe -los profesores- que damos órdenes a nuestra plantilla de trabajadores -los alumnos- para que lleven a cabo una tarea -el negocio-. La clase debe estar más o menos unida y, con frecuencia, les mandamos trabajos en grupo, para que vayan aprendiendo el trabajo colectivo de la empresa. Pero tampoco hay que pasarse. Alimentar demasiado el sentimiento de pertenencia a una comunidad podría ser subversivo, medio comunista, así que también se fomenta la iniciativa personal, el destacar por encima de los demás.
Foto de clase. No soy yo, pero podría serlo. Fijaos en el simbolismo de la posiciòn del profesor frente a los alumnos. |
b) los saberes y métodos son pasivos y repetitivos, como los que se espera que tenga un empleado. Incluso el comportamiento ideal del alumno es la sumisión, la ausencia de queja, el aceptar las tareas que se le proponen y realizarlas sin rechistar. Cualquier comportamiento contestatario es severamente reprimido por un procedimiento disciplinario, ya sean partes, expulsiones, castigos o expedientes.
c) la competitividad, ese mantra capitalista del que se supone que surge lo mejor del ser humano, se fomenta por medio del sistema de calificaciones. Los alumnos pueden -y lo hacen- compararse entre ellos por medio de una prueba objetiva que establece quién es mejor que quién.
d) ponemos un precio a su trabajo. Las calificaciones son el equivalente al salario. Pueden cambiar sus notas por premios, bien por regalos de sus padres, bien como llave para acceder a otros estudios superiores que se supone que les permitirán una vida mejor. Convertimos el valor de uso del conocimiento, en valor de cambio. (Si no sabes qué es valor de uso y valor de cambio, en este post te lo explican muy clarito. Pincha aquí)
Y, en tercer y último lugar, las conclusiones acerca de mi papel en la educación no me gustaron nada porque este sistema funciona como una enorme oficina de reclutamiento. En el capitalismo todo se convierte en mercancía -trabajo, capital y tierra- (cfr. Polanyi). Las personas en el sistema educativo son contempladas como mercancía para el mercado de trabajo. Hay que seleccionar y clasificar, mandar a cada uno al lugar que el capitalismo necesita de él. A los torpes y conflictivos los vamos derivando a los programas compensatorios. Son la parte baja de la pirámide social, la underclass. Dependientes y obreros poco cualificados en el mejor de los casos. En la mayoría, parados o delincuentes, detritos que la sociedad capitalista sólo necesita como elemento disuasorio para los demás -ojo, que fuera del sistema se está así-. Los que llegan a la formación profesional son los trabajadores especializados, la inmensa mayoría de la fuerza de trabajo en occidente. Finalmente, los del Bachillerato se supone que van a ir a la Universidad. Son los trabajadores más cualificados, pero los más escasos. Pocos dan órdenes y muchos las acatan. De ahí que al ministro Werth le haya parecido una idea genial potenciar la formación profesional. No lo hizo pensando en los alumnos, sino en el mercado de trabajo. Si hubiese pensado en ellos, hubiese querido que todos llegasen a la Universidad, porque se supone que cuanto más formado estén, mejor y más plenamente vivirán. Pero el bienestar de las personas al capitalismo le importa un pito. Para eso ya hizo centros comerciales en los que se nos vende un sucedáneo de felicidad (cfr. Bauman). La educación no está para darnos una vida mejor, sino para seleccionar a los trabajadores y asegurarse de que las necesidades del mercado de trabajo son cubiertas.
En medio de todo esto estoy yo, un peón de este departamento de recursos humanos estatal. Y mis cinco alumnas de más de veintidós años, que han vuelto a estudiar, por muy humillante que sea compartir el instituto con mocosos de doce, porque han intuido todo eso y saben por experiencia que la vida que espera a los que el sistema ha seleccionado para estar en la parte baja de la pirámide social es una puta mierda.