martes, 30 de septiembre de 2014

El sistema educativo como un departamento de recursos humanos




Este año tengo cinco alumnas con más de veintidós años. Son mujeres hechas y derechas con experiencia en la vida. Antes de volver a las aulas, fueron amas de casa, telefonistas, camareras y dependientas. Una de ellas hasta tiene dos hijos. La razón por la que han vuelto es evidente: la crisis y el paro. Verlas tomando apuntes en la primera fila rodeadas de adolescentes con espinillas resulta, cuando menos, curioso. Eso por no hablar de la cafetería o el patio, donde niñitas de once y doce años hacen corrillos, nerviosas por los primeros días de instituto, y me llaman papá en lugar de Curro o profe.
El otro día estuve corrigiendo sus ejercicios. No es que estuviesen especialmente mal, pero creo que les va a costar mucho sacar el Bachillerato. No les faltan capacidades. Sólo ha pasado mucho tiempo desde que dejaron los estudios o que vienen de esos programas compensatorios -PCPI, Garantía social o Educación para adultos-, que son una especie de cajón de sastre donde el sistema educativo aparca a todos aquellos que no consiguen adaptarse. El lunes, mientras les entregaba sus hojas de ejercicios llenas de correcciones en rojo, quise animarlas para que no abandonasen y les dije: 
-No os preocupéis. Lo importante es que estáis aquí. Ya sabéis que el instituto es una gran empresa de recusos humanos. 
La última frase la solté así un poco alegremente, sin pensar demasiado en ella, aunque supongo que había mucho de lo que estudié en su momento de Antropología de la Educación y la Escuela. Pero se me quedó dando vueltas en la cabeza, haciendo que me planteara mi situación como un peón del sistema educativo. Y las conclusiones a las que llegué no me gustaron nada.
En primer lugar, porque la educación universal no es el resultado del consenso de unos ciudadanos, que, preocupados por crear una sociedad mejor, decidieron cultivar
la mente durante la infancia, cuando los seres humanos somos más permeables y absorbemos mayor información. Puede que esta fuese la utopía que estaba en mente de los filósofos ilustrados, a los que se considera unánimemente los padres intelectuales de la educación universal. La realidad es mucho más mezquina. La educación universal no se generalizó hasta que los burgueses capitalistas se dieron cuenta de que era mucho más productivo tener obreros formados porque sabían hacer cosas. Y también se dieron cuenta de que era mucho más barato que los formase el Estado, que lo pagamos todos, que formarlos ellos en las fábricas, que lo pagan sólo ellos. Desgraciadamente, hoy en día la globalización permite que una fábrica occidental se traiga obreros hiperpreparados de La India o China. Además, los avances tecnológicos hacen que sobren trabajadores, así que la educación universal a los actuales poderes fácticos mundiales les importa un pito. (sobre el futuro del empleo en occidente pincha aquí)
En segundo lugar, porque el sistema educativo, tal y como está montado, es una forma de lavarle el cerebro a los tiernos infantes con ideología capitalista. Dicho así puede sonar un poco fuerte, pero me atengo a las pruebas:
a) el aula funciona exactamente igual que una empresa. Hay un jefe -los profesores- que damos órdenes a nuestra plantilla de trabajadores -los alumnos- para que lleven a cabo una tarea -el negocio-. La clase debe estar más o menos unida y, con frecuencia, les mandamos trabajos en grupo, para que vayan aprendiendo el trabajo colectivo de la empresa. Pero tampoco hay que pasarse. Alimentar demasiado el sentimiento de pertenencia a una comunidad podría ser subversivo, medio comunista, así que también se fomenta la iniciativa personal, el destacar por encima de los demás.

Foto de clase. No soy yo, pero podría serlo. Fijaos en el simbolismo de la
posiciòn del profesor frente a los alumnos.


b) los saberes y métodos son pasivos y repetitivos, como los que se espera que tenga un empleado. Incluso el comportamiento ideal del alumno es la sumisión, la ausencia de queja, el aceptar las tareas que se le proponen y realizarlas sin rechistar. Cualquier comportamiento contestatario es severamente reprimido por un procedimiento disciplinario, ya sean partes, expulsiones, castigos o expedientes.
c) la competitividad, ese mantra capitalista del que se supone que surge lo mejor del ser humano, se fomenta por medio del sistema de calificaciones. Los alumnos pueden -y lo hacen- compararse entre ellos por medio de una prueba objetiva que establece quién es mejor que quién.
d) ponemos un precio a su trabajo. Las calificaciones son el equivalente al salario. Pueden cambiar sus notas por premios, bien por regalos de sus padres, bien como llave para acceder a otros estudios superiores que se supone que les permitirán una vida mejor. Convertimos el valor de uso del conocimiento, en valor de cambio. (Si no sabes qué es valor de uso y valor de cambio, en este post te lo explican muy clarito. Pincha aquí)

Y, en tercer y último lugar, las conclusiones acerca de mi papel en la educación no me gustaron nada porque este sistema funciona como una enorme oficina de reclutamiento. En el capitalismo todo se convierte en mercancía -trabajo, capital y tierra- (cfr. Polanyi). Las personas en el sistema educativo son contempladas como mercancía para el mercado de trabajo. Hay que seleccionar y clasificar, mandar a cada uno al lugar que el capitalismo necesita de él. A los torpes y conflictivos los vamos derivando a los programas compensatorios. Son la parte baja de la pirámide social, la underclass. Dependientes y obreros poco cualificados en el mejor de los casos. En la mayoría, parados o delincuentes, detritos que la sociedad capitalista sólo necesita como elemento disuasorio para los demás -ojo, que fuera del sistema se está así-. Los que llegan a la formación profesional son los trabajadores especializados, la inmensa mayoría de la fuerza de trabajo en occidente. Finalmente, los del Bachillerato se supone que van a ir a la Universidad. Son los trabajadores más cualificados, pero los más escasos. Pocos dan órdenes y muchos las acatan. De ahí que al ministro Werth le haya parecido una idea genial potenciar la formación profesional. No lo hizo pensando en los alumnos, sino en el mercado de trabajo. Si hubiese pensado en ellos, hubiese querido que todos llegasen a la Universidad, porque se supone que cuanto más formado estén, mejor y más plenamente vivirán. Pero el bienestar de las personas al capitalismo le importa un pito. Para eso ya hizo centros comerciales en los que se nos vende un sucedáneo de felicidad (cfr. Bauman). La educación no está para darnos una vida mejor, sino para seleccionar a los trabajadores y asegurarse de que las necesidades del mercado de trabajo son cubiertas. 

En medio de todo esto estoy yo, un peón de este departamento de recursos humanos estatal. Y mis cinco alumnas de más de veintidós años, que han vuelto a estudiar, por muy humillante que sea compartir el instituto con mocosos de doce, porque han intuido todo eso y saben por experiencia que la vida que espera a los que el sistema ha seleccionado para estar en la parte baja de la pirámide social es una puta mierda. 


   

domingo, 28 de septiembre de 2014

Ocio III: Bertrand Russel y El elogio de la ociosidad


   Bertrand Russell escribió El elogio de la ociosidad en 1932. En él plantea su famosa distinción entre ociosidad negativa y ociosidad positiva. La negativa es la de los terratenientes que viven del trabajo de los demás. Lógicamente, no le gusta. Cuando Russell elogia la ociosidad, se está refiriendo a la ociosidad positiva, que es la del trabajador que, una vez cumplida su obligación, puede dedicarse a cultivar sus aficiones y atender a su familia. 
     Según Russell el ocio, entendido como el tiempo libre propio de la ociosidad positiva, es fundamental para la civilización humana. Sin él, el hombre no hubiese podido progresar, ni material, ni espiritualmente. 
      Russell entiende que la técnica moderna podría permitir que el tiempo de ocio positivo aumentase exponencialmente, y así dsitribuir el ocio sin menoscabo para la civilización. Estima que la la técnica permitiría extender una jornada de cuatro horas diarias a la totalidad de la población, siempre y cuando, claro está, se distribuyese el trabajo de forma equitativa -esto lo dice en 1932, si hubiese visto los avances técnicos y tecnológicos de hoy en día puede que pensase que con tres cuartos de hora llegaba-. Como digo, Russell cree que si se distribuye de forma equitativa la carga de trabajo, tendríamos muchísimo más tiempo para dedicarnos al ocio positivo, el cultivo de nuestra mente y nuestra familia.
      Russell aboga por un socialismo democrático, una socialdemocracia construida en torno a un estado con el suficiente poder como para planificar la economía y establecer como su prioridad el bienestar de sus ciudadanos. 
       Con más tiempo libre, las personas podríamos dedicarnos a mejorar nuestra formación y participaríamos más en la democracia. Evidentemente, hay quien usaría su tiempo libre para embrutecerse, pero eso ya es una decisión individual, y el estado no puede interferir hasta ese punto en la libertad del ciudadano. Sin embargo, este estado sí debe garantizar al menos la libertad de elección. Si uno decide embrutecerse, que sea porque así lo decide, y no porque no es quien de cultivar su espíritu. Por eso Russell defiende una educación general para formar a la población de modo que esta sea capaz de disfrutar del placer intelectual y de la utilidad directa del conocimiento técnico. 
       Luego, en el libro, se mete a explicar lo que él consideraría la arquitectura ideal de las casas de los trabajadores y a darle palos al comunismo y al fascismo, pero esta parte no es tan interesante. A pesar de que los años le hayan acabado dando la razón en lo que se refiere a los regímenes políticos totalitarios.
        Si alguien lee hoy en día El elogio de la ociosidad puede llegar a pensar que es un libro un tanto inocente. Nos han bombardeado tanto con propaganda capitalista que hemos acabado por no entender nada de lo que nos rodea. No sé si era Nietzsche o Heidegger el que decía que las verdades más evidentes son las más difíciles de ver. Con la crisis económica hemos asistido al discurso más irraciónal que uno puede escuchar y, sin embargo, todos tragábamos y decíamos que sí, que tenían razón, que las cosas eran así y que no había otra opción. Con este discurso me estoy refiriendo en concreto a lo que se nos decía con respecto a la distribución de la carga de trabajo. Al tiempo que crecía de manera terrorífica el número de desempleados, los pocos que tenían empleo veían como sus horas de trabajo aumentaban. Tal vez una solución para el desempleo hubiese sido repartir el trabajo. Pero claro, a eso no estaban dispuestas las empresas, que en lo único que estaban interesadas era en aumentar sus márgenes de beneficios pagando lo mismo o menos por más horas de trabajo.
     Y crisis aparte, la sociedad de consumo acabará ella sola por darle la razón a Russell, aunque mucho me temo que ya será demasiado tarde. Para mantener a tanta gente ocupada, hay que consumir a lo bestia. Pero ni aún así somos capaces de dar salida a la ingente cantidad de producto que sale al mercado. Por no hablar del deterioro del medioambiente. Como ya dije antes, las verdades más evidentes son las más difíciles de ver. ¿No sería más racional trabajar menos y consumir sólo lo necesario? Quizá a muchos les resulte una pregunta un poco naif, pero, pese a su inocencia, es simple sentido común.

sábado, 27 de septiembre de 2014

Crónicas diplomáticas (Bertrand Tavernier)



    Tavernier es un director como la copa de un pino. Tiene altibajos, como todo el mundo, pero si contemplamos su carrera en perspectiva, es más que sobresaliente. La vida y nada más, Capitan Conan, Hoy empieza todo, y otras muchas más que bien merecen el par de horas que duran. 
     Crónicas diplomáticas está basado en un cómic que escribió un tipo que trabajó en el gabinete de Dominique de Villepin. Es una sátira de este mundillo que te deja la sensación de que estamos gobernados por un atajo de inútiles vanidosos. Pero no te agobias, sino que te ríes porque tiene puntos muy buenos.
     Como digo, la película es una sátira. Aristóteles en su poética dice que la risa surge por un alejamiento del punto medio. Se extrae un rasgo de carácter del personaje y se exagera, bien presentándolo por defecto, bien por exceso. En lo que se refiere a la virtud de la autoestima, el defecto sería la inseguridad personal y el exceso la vanidad. En la virtud de la inteligencia, el defecto es la estupidez. Los personajes de Crónicas diplomáticas se mueven siempre por dos únicos rasgos de carácter: la vanidad y la estupidez.  
     Tal y como lo plantea Aristóteles, la comedia tiende a presentar unos personajes planos, porque para hacer reír es necesario aislar uno o dos rasgos y exagerarlos. Muy pocas son las excepciones a esta regla. El Quijote es un personaje redondo, pero Quijotes sólo hay uno. Crónicas diplomáticas es una película bastante plana, pero no creo que eso sea un defecto tan grave como sostienen sus detractores. ¿Qué no es Dies Irae? Pues claro que no, pero tampoco se lo propone. La mayor virtud de Crónicas diplomáticas es que no es pretenciosa. Quiere ser una película liviana, divertida, que te haga pasar un par de horas con una sonrisa en la boca. Y lo consigue, sin la necesidad de ser chavacana ni de enlazar un chiste cada cinco segundos como las sitcom. No emociona porque no se lo propone. Hace reír, que es lo que busca.
      La técnica narrativa es la propia para una comedia de este estilo: movimientos rápidos de cámara para una acción acelerada. 
        Una película más que correcta con un deliberado tono menor.

Winter´s bone (Debra Granik)



     Estamos en la América profunda. Una chica de diecisiete años cuida a sus dos hermanitos pequeños y a su madre loca. Un buen día se presenta un policía en su casa. Su padre estaba en libertad condicional. Para ello había puesto la casa familiar como fianza. Pero no se ha presentado a firmar. Si no lo hace en una semana, los echarán de la casa. Entonces la chica de diecisiete años empieza la búsqueda por el pueblo, un submundo asqueroso donde impera la ley del silencio.
     Si vais por ahí y leéis las críticas de Winter´s bone encontraréis que todas ellas hablan de un thriller duro, áspero, sórdido, que nos enseña las entrañas de la América oscura. También leeréis que se inserta en la corriente de cine independiente modernillo, que siente una especial predilección por el lado oscuro del ser humano y los pasajes desolados y depauperados. Todo ello con un talonaje, una textura, una fotografía y unos escenarios que provocan una continua sensación de frío e inquietud al espectador. Y, por supuesto, una banda sonora muy molona, muy chic y muy moderna. Pero no moderna porque creen nuevos sonidos, sino porque recuperan los viejos, pero dándole una nueva estética para que sean cool. True Detective es el ejemplo más famoso. 
     A mí no me mata este nuevo cine. Pero tengo que reconocer que Winter´s bone tiene cosas bastante interesantes y se deja ver bastante bien. Quizá sea porque, pese a toda esa apariencia de cine moderno, está construida sobre los esquemas de toda la vida. 
      Si hacemos un análisis estructuralista del filme -aunque el estructuralismo no sea moderno ni cool- observaremos con curiosidad y sin sorpresa que está construido en torno al esquema del viaje iniciático que describió Joseph Campbell en El héroe de las mil caras y que aparece desde la Biblia hasta La Guerra de las Galaxias o El Señor de los Anillos. La trama empieza en un pueblo aislado, alejado del gran mundo -es lo que Campbell llama "el ombligo del mundo". En ese mundo hay una carencia -en este caso, un padre que se fugó y una casa a punto de perder-. Aparece un personaje que llama al héroe a la aventura -el policía que le dice que como el padre no aparezca en una semana, se quedan sin casa-. En un principio, el protagonista se niega, pero al final tiene que aceptar la llamada de la aventura. Y entonces empiezan una serie de pruebas que la preparan para la gran prueba final. Aparece un personaje benéfico que lo ayuda -aquí es la figura del tío-. Y termina superando esa gran prueba final para volver a su casa mejorada como persona y solventada la carencia inicial. 
      Además de este clasicismo en la estructura, Winter´s Bone es género negro de toda la vida, aunque ahora le quieran llamar neonoir o indienoir o neologismos por el estilo. Como en cualquier trama de cine o literatura negra, hay un crimen o una desaparición que resolver. El protagonista comienza su búsqueda y poco a poco se va acercando hasta que acaba resolviendo el misterio. Debra Granik sigue punto por punto estos tópicos, aunque les da una pátina moderna haciendo que la protagonista sea una niña de diecisiete años que tampoco es especialmente lista. 
      Pero tampoco quiero poner a parir la película, porque la verdad es que se ve bien y es entretenida. Tiene, para empezar, lo que más me interesa del género negro. No hay una trama que encaja como los engranajes de un reloj suizo. Para nada. En este punto es hasta un poco chapucera. La trama no avanza por encadenamiento -unas pruebas llevan a otras-, como suele pasar en las obras negras que se centran mucho en la acción. Aquí la trama avanza más bien por acumulación, por la insistencia de la niña en preguntar una y otra vez a los vecinos y familiares dónde está su padre. Pero, si dejas un poco de lado la trama, es porque te vas a centrar en los personajes, Y así lo hace Debra Granik. Lo que le importa en Winter´s bone es crear y recrear unos personajes y unos ambientes. Y la verdad es que le sale bien, porque el cuadro final es más que interesante. Por supuesto, ayudada en este aspecto con un par de actuaciones más que aceptables -Jennifer Lawrence y John Hawkes-. 
      En definitiva, una película entretenida para esos días en los que no te apetece romperte la cabeza demasiado. Pero no te dejes camelar por ese aura de cine independiente y modernillo. Es lo de siempre, pero bien hecho.

    P.D. No me he leído la novela en la que está basada, así que no puedo comparar. Pero mi amigo J me dijo que la novela está muy bien para los alumnos.

     

El precio del poder (Brian De Palma)





   Es un remake de la película de Howard Hawks de 1932, aunque no se parecen demasiado. 
    El argumento es sencillo: un refugiado político cubano llega a Estados Unidos dispuesto a cumplir el sueño americano: medrar, ser su propio jefe y hacerse rico. Pero para los cubanos sólo hay la cara b de este sueño, su versión oscura. El mundo de Tony Montana no es el del empresario emprendedor, los hijos rubios y la casita unifamiliar. Es el mundo de la mafia, de la delincuencia, de la droga y la violencia. Y Tony Montana es el hombre indicado para abrirse paso allí. Es violento, duro y sin escrúpulos.
    Como se deduce del argumento, el tema de la película es la ambición. Tony ha llegado a EEUU con la intención de medrar y hace lo que sea para ello. El mensaje es el de siempre: para medrar no vale todo y la ambición desmedida es perniciosa. 
    El guión -de Oliver Stone- está construido en torno al esquema típico de auge y caída. Tony medra y cae convertido en un loco paranoico. A pesar de que el metraje es bastante extenso, tiene bastantes fallos y hasta me atrevería a decir que es un poco flojo. Hay vacíos que no se entienden bien, lagunas que el espectador llena porque sabe -o intuye- este esquema clásico de auge y caída. Pero hubiese sido conveniente dejar atados todos los cabos, porque hay momentos en los que puedes llegar a perderte. El paso de Tony Montana de sicario a capo de la droga no se nos cuenta, más allá de esa memorable frase en la que le planta cara a su jefe con esa frase gloriosa que ha pasado a la historia:
     -Lo único que da órdenes son los cojones. ¿Tú los tienes?
    Cuando vi a Tony Montana convertido en capo de repente, me volví hacia mi mujer sin entender bien.
    -¿Pero ahora Tony es el jefe? -le pregunté.
    
     Aparte de estos defectos del guión, De Palma comete algunos errores de direccción. La película es demasiado efectista -la escena de Al Pacino con toda la cara embadurnada de cocaína es demasiado-, hay cámaras lentas fuera de lugar, movimientos de cámara excesivos y alguna que otra cosa de la que ahora no me acuerdo.
     Sin embargo, sería injusto utilizar estas objeciones para descalificar la película en su conjunto. Decir alegremente que De Palma es un mal director y nominarlo como lo hicieron a los premios Razzie como peor director es una columpiada de carrallo. El precio del poder está de puta madre por muchas razones:
     En primer lugar, la colección de imágenes de los inmigrante cubanos huyendo de la isla con la que empieza la pelicula es bestial. En un tono documental, De Palma nos coloca una serie de imágenes de lo que fue la emigración cubana en busca del sueño americano que enmarca perfectamente el contexto sociohistórico en el que enmarca la trama.
     En segundo lugar, las actuaciones son colosales. Poco puedo decir de Pacino que no se haya dicho ya. Y Michelle Pfeiffer y Steven Baner y hasta le último secundario. Las actuaciones impresionantes suplen con crecen los pequeños fallos de guión.
     En tercer lugar, está el tratamiento de la violencia, que es la razón por la que decidí volver a ver esta película tanto tiempo después. Desde que hace meses hablé con mi cuñado de la violencia en el cine, es un tema que me obsesiona. Me repugnan las películas de Tarantino, en las que puedes ver sin inmutarte cómo le machacan la cabeza a un tío con tal de que la música esté chachi. Pierre Legendre ve en esta hiperexposición a la violencia una forma de controlar a las masas. Las atiborras con imágenes de violencia, pero que no transmiten "ningún saber sobre esta violencia". Nos volvemos insensibles ante ella porque carece de sentido (en este sentido es muy interesante la entrevista que le hace mi cuñado a Vicente Ponce en La zancadilla y lo que responde él en referencia a Funny Games de Haneke).
     Brian de Palma no cae en absoluto en la banalización de la violencia a la que se ha entregado el cine actual. El precio del poder es una película violenta. Mucho. Tanto que hasta parece recrearse en ella. Sin embargo, aquí la violencia sí tiene un sentido. De Palma quiere que veamos lo que es la mafia de verdad. Nada de esas versiones estilizadas de Scorsese o Coppola, tan idealizadas que hasta parece que se un gangster. En El precio del poder De Palma se detiene en las escenas de violencia para que caigamos en la cuenta de lo que realmente significa se un mafioso. Es como una ducha fría de realidad. No en vano Stone se metió en el mundo de la mafia latinoamericana para documentarse para el guión.
    Sin embargo, limitarse a una exposición a la violencia para que el espectador tome conciencia hubiese corrido el riesgo de hacer una película demasiado moralista. Es necesario que el espectador sienta cierta simpatía por los protagonistas, aunque estos sean una encarnación del mal, para identificarse con él y, así, emocionarse con sus avatares. Así lo hace Patricia Highsmith con Ripley. Y también lo hace así De Palma. Tony Montana puede ser ultraviolento, pero tienen palabra. A su manera, es un hombre de honor. Y a través de este rasgo de carácter es como De Palma engancha al espectador y consigue que participe de las emociones de su protagonista. 

martes, 23 de septiembre de 2014

George Lakoff: No pienses en un elefante


    No pienses en un elefante es una reflexión sobre por qué ganan elecciones los republicanos de EEUU, si llevan a la práctica políticas que perjudican a la mayoría de la población -por no hablar de las mentiras y los muertos de la guerra de Irak-. Este reflexión, en principio local, puede aplicarse a cualquier país democrático del mundo. ¿Cómo es posible que votemos en contra de nuestros intereses?
      Lakoff es uno de los mayores especialistas en lingüística cognitiva del mundo. Su teoría es que el cerebro humano se ordena en torno a marcos conceptuales. Estos marcos son estructuras mentales que conforman nuestra forma de entender el mundo. En este sentido, Lakoff no se aleja mucho de ciertos antropólogos como Durkheim o Mary Douglas, que hablaban de “representaciones colectivas”. Para estos, la cosmovisión de los seres humanos se construye a partir de ideas aprendidas en el seno de la cultura y sobre las que no reflexionamos porque las consideramos evidentes. Estas representaciones colectivas funcionan a modo de cimientos sobre las que construimos nuestro pensamiento, entendiendo por pensamiento no sólo los conceptos, sino también los valores y las actitudes. Lakoff expresa esta misma idea, con la salvedad de que lo hace con un lenguaje científico más moderno.
      Lakoff sigue con las ideas de Mary Douglas en Pureza y peligro, no sé porque se lo leyó y le convenció, o porque llegó a las mismas conclusiones por otro camino. Según Lakoff y Douglas, cambiar esos marcos conceptuales es extremadamente difícil, porque operan a nivel inconsciente. Por eso, cuando nos encontramos con un fenómeno que no encaja en esos marcos, o rechazamos inmediatamente.
      La respuesta de Lakoff a por qué votamos a partidos que actúan en contra de nuestros intereses es sencilla: porque apelan a esos marcos conceptuales/ representaciones colectivas. Así las cosas, el voto es una cuestión más inconsciente que consciente.
      La argumentación de Lakoff se centra en concreto en dos marcos conceptuales. Según él, la cultura norteamericana inculca desde niños a sus miembros dos marcos: el del padre estricto y el del padre protector. El padre estricto es ese padre autoritario que disciplina a sus hijos y los educa para luchar en un mundo competitivo en el que triunfarán si son fuertes, seguros y disciplinados. Por el contrario, el marco del padre protector cree que la educación es una tarea cooperativa entre padre y madre, que estos deben comprender y apoyar a sus hijos y darles confianza para que trabajen en armonía con los demás.
        Los norteamericanos proyectan estos dos marcos conceptuales sobre los dos modeles posibles de estado: el estado conservador, autoritario, y el estado socialdemocráta, que protege a los ciudadanos más desfavorecidos.
    Los republicanos ganaron las elecciones porque consiguieron activar el marco conceptual del padre estricto en la mayoría de los votantes estadounidenses. George Bush, con su guerra y todo, era el padre autoritario, los impuestos una carga y no una reinversión en la sociedad, y el matrimonio homosexual una flagrante delito contra la familia.
     Esta parte del ensayo puede ser la más endeble. Pensar y entender el mundo en función de estas metáforas familiares quizá sea un poco rígida. Pero si ampliamos los conceptos de padre autoritario a la máxima grecolatina de que el hombre es un lobo para el hombre y el Leviatan de Hobbes, y al padre protector al buen salvaje rousseauniano, tenemos las dos concepciones del Hombre y la Naturaleza desde los orígenes de la humanidad.
      Lakoff tampoco es un cognitivista radical. No todo el voto se mueve en función de inclinaciones inconscientes. Evidentemente hay mucha gente que reflexiona y hace una elección racional de su voto. Pero hay otra mucha gente que no, y con demasiada frecuencia estos últimos son los que decantan las elecciones.


jueves, 18 de septiembre de 2014

Tetralogía de los parias contemporáneos IV: Oscar Lewis y La antropología de la pobreza




    Hace tiempo que empecé con esta tetralogía de los parias contemporáneos. Mi plan era liquidarlo en un mes, a razón de un post a la semana. Pero surgieron otras cosas, otros temas y lo fui dejando. No es conveniente que pase tanto tiempo, y por eso retomo hoy esta tetralogía para cerrarla de una vez por todas.
    Oscar Lewis es un autor muy, muy polémico. Se le ha acusado de todo. A la vista del resumen de sus ideas que hago aquí, vosotros juzgaréis. 
     La premisa fundamental de Lewis es que la pobreza es algo más que una situación de privación de bienes materiales. Según él, ser pobre no es sólo no tener las necesidades básicas cubiertas, sino que es una forma de vida, un modo de comportarse, de ahí que hable de "cultura de la pobreza". Oscar Lewis se dedicó a estudiar durante años las chabolas y los barrios marginales de grandes ciudades como México D.F., Nueva York o Lima, y llegó a la conclusión de que los pobres aprenden desde niños un modo particular de entender el mundo y, en consecuencia, de actuar. Por eso habla de "cultura de la pobreza", ya que la pobreza, además de un estado de privación, se aprende. Los seres humanos estamos sometidos desde el momento de nuestro nacimiento a modelos y estructuras mentales que determinan nuestro comportamiento. Estos modelos y estructuras es lo que comúnmente se conoce como cultura. La cultura tiende a perpetuarse, porque las personas tendemos a reproducir lo que hemos aprendido. La antropología tradicional vinculaba la cultura con el territorio, y por eso hablábamos de una cultura francesa, española, vasca, catalana, gallega o lo que se quiera. Sin embargo, ya los primeros estudios del siglo XX, sobre todo desde que la globalización económica emprendió su vertiginoso camino, demostraron que la cultura no podía limitarse a un territorio. Oscar Lewis se inserta en esta nueva corriente y vincula la cultura no ya a un territorio, sino a una clase social. En su opinión, más allá de las diferencias territoriales, existe una cultura que afecta a toda una clase social: los pobres. Desde niños, los pobres se ven sometidos a los modelos y estructuras mentales propios de su condición de masa privada de recursos económicos. En consecuencia, su modo de entender el mundo y su forma de comportarse es heredada y se perpetúa de generación en generación. Los comportamientos que aprenden y reproducen los pobres son:

   "(...) la lucha constante por la vida, periodos de desocupación y de subocupación, bajos salarios, una diversidad de ocupaciones no calificadas, trabajo infantil, ausencia de ahorros, una escasez crónica de dinero en efectivo, ausencia de reservas alimenticias en casa, el sistema de hacer compras frecuentes de pequeñas cantidades de productos alimenticios muchas veces al día a medida que se necesitan, el empeñar prendas personales, el pedir prestado a prestamistas locales a tasas usurarias de interés, servicios crediticios espontáneos e informales (tandas) organizados por vecinos, y el uso de ropas y muebles de segunda mano.
Algunas de las características sociales y psicológicas incluyen el vivir incómodos y apretados, falta de vida privada, sentido gregario, una alta incidencia de alcoholismo, el recurso frecuente a la violencia al zanjar dificultades, uso frecuente de la violencia física en la formación de los niños, el golpear a la esposa, temprana iniciación en la vida sexual, uniones libres o matrimonios no legalizados, una incidencia relativamente alta de abandono de madres e hijos, una tendencia hacia las familias centradas en la madre y un conocimiento mucho más amplio de los parientes maternales, predominio de la familia nuclear, una fuerte predisposición al autoritarismo y una gran insistencia en la solidaridad familiar, ideal que raras veces se alcanza. Otros rasgos incluyen una fuerte orientación hacia el tiempo presente con relativamente poca capacidad de posponer sus deseos y de planear para el futuro, un sentimiento de resignación y de fatalismo basado en las realidades de la difícil situación de su vida, una creencia en la superioridad masculina que alcanza su cristalización en el machismo, o sea el culto de la masculinidad, un correspondiente complejo de mártires entre las mujeres y, finalmente, una gran tolerancia hacia la patología psicológica de todas clases." (Oscar Lewis, Los hijos de Sánchez. "Introducción")

Y a estas características habría que añadirle el odio y la desconfianza hacia la policía y el gobierno y el cinismo frente a la iglesia.

Para Lewis la cultura de la pobreza no es algo peyorativo. Gracias a estos modelos de comportamiento los pobres pueden sobrevivir en un mundo hostil.

Muchos rasgos de la subcultura de la pobreza pueden considerarse como tentativas de soluciones locales a problemas que no resuelven las actuales agencias e instituciones, porque la gente no tiene derecho a sus beneficios, no puede pagarlos o sospecha de ellos. Por ejemplo, al no poder obtener crédito en los bancos, tiene que aprovechar sus propios recursos y organiza expedientes informales de crédito sin interés, o sea, las tandas. Incapaz de pagar un doctor, a quien se recurre sólo en emergencias lamentables, y recelosa de los hospitales «adonde sólo se va para morir», confía en hierbas y en otros remedios caseros y en curanderos y comadronas locales. Como critica a los sacerdotes, «que son humanos y por lo tanto pecadores como todos nosotros», raramente acude a la confesión o la misa y, en cambio, reza a las imágenes de santos que tiene en su propia casa y hace peregrinaciones a los santuarios populares. (Oscar Lewis. Los hijos de Sánchez. "Introducción".)

Las implicaciones de estas tesis son múltiples y por ellas le llovieron las críticas a Lewis:

En primer lugar, la pobreza así entendida no incluye a los pueblos primitivos cuyo retraso es el resultado de su aislamiento y de una tecnología no desarrollada, y cuya sociedad en su mayor parte no está estratificada en clases, porque tales pueblos tienen una cultura relativamente integrada, satisfactoria y autosuficiente.
En segundo lugar, pobreza no es sinónimo de clase trabajadora, asaliariado o explotado. La mayoría de los obreros occidentales estarían al margen de la pobreza. Son lo que Saskia Sassen llamaría aristocracia obrera. 
En tercer lugar, para combatir la pobreza, no basta con darle dinero a la gente. Hay que reeducarla. Aquí es donde más caña le han dado y yo creo que un poco injustamente. Es verdad que ciertos políticos republicanos americanos con muy pocos escrúpulos utilizaron las teorías de Lewis para justificar sus políticas. No había que repartir el dinero, La culpa que que los pobres fuesen pobres era exclusivamente suya. Lo único que había que hacer para solucionar su situación era reeducarlos. Pero que políticos con muy poca moral se aprovechasen de Lewis no quiere decir que no haya algo de cierto en lo que dijo. Basta con ver a Maradona para darse cuenta. No le bastó con ganar mucho dinero. Había un problema de fondo mayor. La necesidad de educación no implica que no sea necesario también un reparto justo de bienes. Que yo sepa, Lewis no dijo nada de esto. O por lo menos yo no lo he leído.
Y hasta aquí lo más interesante de Oscar Lewis. Vosotros lo juzgaréis.

La vida y nada más (Bertrand Tavernier)



Estamos en Francia. Ha terminado la Primera Guerra Mundial. Hay cientos de miles de desaparecidos y de cadáveres aún por identificar. Y también hay un coronel desencantado con la guerra que se encarga de hacer lo que puede y la nuera de un Ministro que busca su marido y una maestra de escuela rural que espera a su novio y sobrevive como puede.
Con este argumento, Tavernier hace un duro alegato antibelicista que repetirá después en Capitan Conan. Sin embargo, en La vida y nada más, Tavernier no construye su discurso yendo a las trincheras llenas de hombres aterrorizados, enfermos, heridos y mutilados de por vida. Va a lo que sucede después, porque los terrores de la guerra no terminan con el armisticio. La guerra absurda ha dejado un millón y medio de muertos y trescientos cincuenta mil desaparecidos y, sobre todo, innumerables familias desoladas por la pérdida. Este cambio en el enfoque es el primer argumento a favor de la película.
El segundo es que La vida y nada más, en tanto que alegato antibelicista, debería haber sido una película trágica. Así son la mayoría de los filmes que denuncian esta insensatez humana. Se incide en el dolor, en el miedo, en la angustia y, en definitiva, en todo lo que provoque el horror en el espectador. Sin embargo, Tavernier no cae en el tópico. La vida y nada más es una película lírica, muy poética, que se detiene en la belleza del sufrimiento, enmarcado siempre en imágenes brumosas, sombrías y grises azulados. Sólo los grandes pueden extraer belleza del sufrimiento. Lo hicieron los grandes trágicos griegos, Esquilo, Sófocles y Eurípides. También lo consiguió Shakespeare y así lo hace Tavernier. Con esto no quiero decir que La vida y nada más esté al nivel de Rey Lear. No lo está, para empezar porque son géneros distintos. Lo que me propongo es resaltar la capacidad para encontrar lirismo en el dolor humano como segundo argumento a favor de esta película.
La tercera razón para ver La vida y nada más es que, al margen de las innovaciones o la facultad para sacar belleza de la estulticia, es que su discurso está muy bien construido. Que Tavernier le dé un toque poético, no quiere decir que sus argumentos pierdan un ápice de fuerza. Los poderosos, movidos por intereses espúreos, han llevado a Europa a la desolación. No contentos con esto, tratan de borrar el rastro del dolor enterrando como sea a los muertos para olvidarlos cuanto antes. Y si para ello tienen que pasar por encima de las familias que buscan a sus hijos que murieron por Francia, no tienen reparos en ello. Como tampoco tienen reparo en crear una rígida burocracia administrativa que tritura cualquier movimiento, ni lo tienen en buscar un soldado sin identificar, sea el que sea, para hacer una estatua al soldado desconocido con la que seguir manipulando a las masas, ni en pactar con el enemigo si con eso ganan un franco. Palabras como patria, honor o gloria se convierten es excusas, sólo palabras con las que manipular a la gente para que mate y se deje matar por los intereses de otros y que ni siquiera conocen. La estatua al soldado desconocido en el Arco del Triunfo se erige como la metáfora de ese gobierno corrupto que trata de tapar la desolación con grandes palabras. Y en este mundo navega el comandante, tratando de hacer lo correcto y de paliar algo de dolor. Su búsqueda quijotesca de los cadáveres es la voz de la conciencia contra esos poderosos que han utilizado la guerra en beneficio propio.
A diferencia de Capitan Conan, su otra película sobre la Primera Guerra Mundial, en La vida y nada más hay espacio para el amor. Casi todos los personajes de esta película parecen mantenerse a flote gracias a este sentimiento, aunque sea subyugado por los terrores de la guerra. Hay amor entre el comandante y la nuera del ministro, hay amor entre la nuera del ministro y el recuerdo de su marido, hay amor entre la maestra y su novio perdido y, sobre todo, hay amor de las familias por sus seres queridos desaparecidos. Tavernier confronta sin complejos el amor, fuente de la vida, con la guerra y la muerte. Vida y muerte, las dos pulsiones que han movido el arte humano desde El poema de Gilgamesh, se confunden en la obra de Tavernier.

Conclusión: es una película que hay que ver.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

La venus de las pieles (Roman Polanski)


   Esta película está basada en una obra de teatro de David Ives, que, a su vez, era una adaptación un tanto libre de la novela Venus in furs de Leopold von Sacher-Masoch. Filmaffinity resume el argumento de la siguiente manera:

    Después de un día de audiciones a actrices para la obra que va a presentar, Thomas se lamenta de la mediocridad de las candidatas; ninguna tiene la talla necesaria para el papel principal. En ese momento llega Vanda, un torbellino de energía que encarna todo lo que Thomas detesta: es vulgar, atolondrada y no retrocedería ante nada para obtener el papel. Pero cuando Thomas la deja probar suerte, queda perplejo y cautivado por la metamorfosis que experimenta la mujer: comprende perfectamente el personaje y conoce el guión de memoria.

    En los últimos tiempos Polanski se acerca cada vez más al teatro, hasta el punto de que con La venus de las pieles uno tiene la sensación de estar ante una obra de teatro filmada, como aquellas que hacía televisión española en los años ochenta. Esto no se debe sólamente a que David Ives, el autor de la obra de teatro, colaborase en el guión. Ya su anterior película, Un Dios salvaje, tenía un aire indiscutible de teatro. Es que La venus de las pieles parece escrita con la Poética de Aristóteles en la mano. Dos únicos actores y un respeto escrupuloso de la regla de las tres unidades -unidad de acción: una sola trama sin subtramas secundarias, unidad de tiempo: se desarrolla en menos de un día, y unidad de lugar: un único escenario-. Inevitablemente, esta fidelidad al formato teatral, hace que la trama no avance tanto por lo que los personajes hacen, sino por sus diálogos, por lo que dicen. 
    Polanski no es el primero que hace una apuesta tan arriesgada. La huella de Mankiewickz es exactamente lo mismo. Pero si se quiere que algo así funcione en pantalla, es necesario que los actores estén a la altura, que encandilen al espectador con su presencia y su actuación. Por supuesto, ese era el caso de La huella. Lawrence Olivier y Michael Cane están gloriosos. Tal vez Mathieu Almaric y y Emmanuelle Seigner no estén al nivel de estos colosos del cine, pero desde luego están a la altura que requería la película. Especialmente ella. La actuación de Seigner, el modo en que cambia continuamente de registro sin transición, el magnetismo y el misterio que consigue imprimir a su personaje es fascinante. 
     En cuanto al contenido del filme, bucea en lo más recóndito del alma humana. Polanski, que ya no tiene nada que demostrar, se abre en canal y hace un ejercicio de auto piscoanálisis. La venus de las pieles es una reflexión acerca de la lucha de los sexos, el poder, la dominación, el sadomasoquismo, el machismo y todos esos temas de los que nos ha hablado durante tantos años. La identificación de Polanski con lo expresado en la película es tal, que la protagonista es su esposa y Almaric se parece tanto a él de joven que, cuando lo vi por primera vez en escena, exclamé: ¡Joder, ahí está Polanski!
     Esta introspección en el lado oscuro de las relaciones entre sexos se proyecta sobre la iluminación oscura y el ambiente enfermizo, que provocan en el espectador un potente sensación de claustrofobia. 
    Además de todo esto, de paso nos cuelan una reflexión sobre el acto de la creación, la recreación y la interpretación, jugando en todo momento con la permeabilidad entre la realidad y la ficción. Los dos personajes alternan diálogos en los que son ellos mismos con la audición que Thomas le está haciendo a Vanda. Al principio está muy claro en qué momento son ellos y en qué momento están representando, pero, a medida que avanza la película, se van fundiendo con los personajes que representan hasta un final abierto que no deja nada claro. Acabamos perdidos en este juego de espejos.
    Con todo esto que acabo de contar, supongo que no hará falta avisar de que es una película difícil. No es fácil entrar en ella y, además, requiere cierto nivel cultural por parte del espectador. 
     No soy un gran fan de Polanski. Me gusta mucho Chinatown, pero no todo lo que ha hecho. A veces me carga un poco y no me acaba de convencer esa exhibición de sus obsesiones a la que se entrega con frecuencia. No son las mías, así que algunas de sus películas me quedan un poco lejos. Aún así recomiendo ver La venus de las pieles. No para un día que llegues tarde y cansado de trabajar y te apetezca evadirte. Es más para cuando uno tenga tiempo y esté dispuesto a esforzarse con una película que no es simple entretenimiento.

martes, 16 de septiembre de 2014

La edad de la ignorancia (Denys Arcand)



    Tercera entrega de la trilogía, a la que anteceden La decadencia del imperio americano y Las invasiones bárbaras. Cuenta la vida de JeanMarc, un oscuro funcionario de un supuesto Quebec independiente. La existencia de Jean Marc es un absoluto desastre: su trabajo le aliena, su mujer, obsesionada con el éxito laboral, tiene un amante y sus hijas lo ignoran. Para poder sobrellevar esta situación, Jean Marc se evade en un mundo de fantasía, donde es lo que le hubiese gustado ser. Así, en la narración cinematográfica, se mezclan continuamente realidad y ficción.
    La edad de la ignorancia es, sin lugar a dudas, la peor de las tres películas que componen esta trilogía. En primer lugar, la película se articula en dos partes de calidad muy desigual. En la primera hora se nos introduce en el día a día del protagonista. Tiene puntos bastante buenos, Arcand mantiene su actitud de conciencia crítica del estado del bienestar y hay gags muy graciosos. Cuando Jean Marc sueña despierto, se crea un humor surrealista y absurdo que surge del choque entre realidad y ficción que tiene secuencias de esas que se te quedan en la memoria y recordarás mucho tiempo después cuando te veas en una situación similar. Sin embargo, la segunda hora baja mucho el nivel. Jean Marc toma las riendas de su vida y siento decir que es poco verosímil y la sucesión de buenos chistes pierde fuelle.
     En segundo lugar, la articulación de La edad de la ignorancia con sus predecesoras  es bastante vaga. A parte de la aparición fugaz de uno de los personajes y de mantener esa actitud crítica, no hay nada más que pueda unirlas. La edad de la ignorancia podría ser una película independiente perfectamente. Y la verdad es que nos hubiese gustado saber qué fue de los protagonistas de  La decadencia del imperio americano y Las invasiones bárbaras
     En tercer y último lugar, me ha acabado por cargar la ambigüedad moral de Arkand. Si analizamos una por una sus críticas nos encontramos con que no ha dejado títere con cabeza de los pilares de la sociedad del bienestar. Los protagonistas de las dos primeras partes son unos profesores snobs que se formaron por moda y que lo cierto es que su actividad docente deja bastante que desear -palo a la educación pública-. Son funcionarios acomodados, gente de clase media pseudoburguesa -palo a las clases medias-. En Las invasiones bárbaras se despacha a gusto con la sanidad pública, que no funciona una mierda, y con los sindicatos, que son un atajo de corruptos. El hijo del moribundo aparece y lo soluciona todo pagando aquí y allá. haciendo llamadas y, en definitiva, con métodos propios de la empresa privada. Y en La edad de la ignorancia se queda a gusto rajando del funcionariado y del Estado protector. Jean Marc trabaja en un estadio deportivo reconvertido en edificio público. Es una actividad estúpida y alienante muy a lo Max Weber y su jaula de hierro (si quieres saber un poco más de estas teorías las explico brevemente a propósito de Play Time). Pero, sobre todo, se ceba con los usuarios de esta oficina de atención al ciudadano. Los ciudadanos de este ficticio Quebec independiente acuden a esta oficina a que el Estado solucione sus problemas. Por supuesto, la burocracia estatal no sólo no puede hacer nada por ellos, sino que con frecuencia es la causante de los males de la ciudadanía. Todo un alegato a favor del individualismo y un bombazo en la línea de flotación de en esa concepción socialdemócrata del Estado como una asociación de hombres libres cuya finalidad es ayudarles por medio de un reparto justo de bienes (si os interesa el discurso del estado protector podéis leer No pienses en un elefante de Lakoff. Es un ensayo fácil y ligerito).  
     Esta conciencia tan crítica con la sociedad del bienestar, que tanto recuerda a Houellebecq, se contesta fácilmente con la crisis actual, ¿A Arcand -o a Houellebecq-, que tan preocupados parecían con aquella sociedad decadente, les gusta más esta? Sé que no. Y por eso me apena que tanto Arkand como Houebellecq hayan cargado de argumentos a los dirigentes neoliberales actuales para desmontar el Estado del Bienestar. 
     En cualquier caso, la película no es un desastre ni mucho menos. Hay momentos que me han hecho reír de verdad, como la comisión para el uso correcto del lenguaje o los pobres diablos a los que Jean Marc atiende en su escritorio. 










jueves, 11 de septiembre de 2014

Ocio II: Debord y el tiempo como mercancía.

Guy Debord


   Polanyi sostenía que el capitalismo convierte a la tierra y al trabajo en mercancía. Debord va aún más allá. El tiempo también es susceptible de ser transformado en mercancía. 
   Los pueblos primitivos tenían una concepción de la vida y el tiempo como algo cíclico. Las estaciones se repetían una tras otra inexorablemente. Las cosas apenas cambiaban porque todo tendía a regresar. Sin embargo, el capitalismo impuso una noción del tiempo y de la vida como avance continuo, un discurrir hacia delante como si hubiese un fin último que alcanzar. Sin embargo, bajo esta nueva noción del tiempo, subyace la vieja visión, pero ahora convertida en espectáculo, es decir, sin ser realmente verdadera. Nuestro tiempo se organiza en semanas y años, como lo hacían las sociedades primitivas. Sin embargo, en las sociedades primitivas las festividades de lo cíclico tenían un significado. Generalmente, las fiestas de la cosecha o de la primavera tenían lugar en relación al comienzo o a la recolección de los bienes del trabajo. Estos bienes y el propio trabajo pertenecían a los individuos. Sin embargo, en el capitalismo, ni bienes ni trabajo pertenecen al individuo. Trabajamos para otro que recoge los bienes para sí mismo y sólo nos da un porcentaje despreciable de los beneficios. Las fiestas, es decir, los días de ocio, en la sociedad moderna no son más que espectáculo, una representación de una fiesta, no una fiesta real. Las fiestas actuales sólo sirven para marcar en el calendario el día o los días en los que descansamos, pero el trabajo no se acaba como se acababa en las sociedades primitivas con la cosecha. El lunes o el uno de Septiembre volvemos al trabajo para retomarlo exactamente donde lo habíamos dejado. La fiesta no supone el fin de un ciclo ni un cambio de estado. Ese tiempo abstracto de la producción sigue adelante sin detenerse nunca. 
    Por supuesto, el capitalismo del espectáculo, en el que nada es real, no podía dejar escapar el ocio de los individuos sin convertirlo en una mercancía. Nuestro tiempo de ocio es nuestro tiempo para gastar. Esta perversión alcanza el máximo en el fenómeno del turismo, en el que tiempo y espacio se convierten en mercancía. Viajamos a espacios urbanos que se han convertido en un producto que vender. No en vano el turismo es la segunda industria del planeta. 

martes, 9 de septiembre de 2014

Las invasiones bárbaras (Denys Arcand)



     Segunda parte de la trilogía formada por La decadencia del imperio americano, Las invasiones bárbaras y La edad de la ignorancia.
   Un profesor universitario tiene cáncer. Se está pudriendo esperando la muerte en un hospital de la Seguridad Social. Su vida egoísta, entregada en los últimos años al hedonismo, lo ha distanciado de su exesposa y, sobre todo, de sus hijos. Su hijo recibe una llamada de su madre anunciándole la próxima muerte de su padre. El hijo, que está forrado, prepara todo para que los últimos días de su padre sean lo mejor posible. Soborna a quien hay que sobornar y le consigue heroína a su padre para que no sufra. En torno a esto último, Arcand reflexiona sobre el tema de la eutanasia.
    Esta película, en lo que se refiere a la técnica, es exactamente igual a su antecesora. Acción escasa -no tanto como en La decadencia del imperio americano-, y muchos diálogos a partir de los que se construyen los personajes y se resuelve el conflicto que mueve la acción. 
       Las invasiones bárbaras tiene dos núcleos temáticos muy claros y separados. En primer lugar incide en la crítica a la sociedad que Arcand había planteado en La decadencia del imperio americano. Habla de una generación que se ha formado intelectualmente por modas y que, cínicos y desencantados, ya sólo les queda el hedonismo. En este sentido, hay un diálogo maravilloso, cuando uno de los personajes dice que fueron marxistas cuando había que ser marxistas, luego leyeron a Soljenitsin y se hicieron estructuralistas. Luego leyeron a .... Pero ahora que han pasado unos quince o veinte años desde La decadencia americana, Arcand tiene el suficiente arco temporal para incluir dentro de su crítica a los hijos de esta generación a la que se le ha pasado el arroz. Hay una hija yonki que representa a los inadaptados, víctimas de ese mundo lleno de ideas que no eran más que una fachada, una moda, y hay un hijo muy rico, un depredador económico en bolsa, símbolo de un capitalismo sin valores. Y sacar a los protagonistas de su casa y llevarlos a un hospital de la Seguridad Social le permite llevar la crítica hasta la sanidad pública y los sindicatos, la primera que se desmorona y los segundos totalmente corruptos, todo como consecuencia de una generación que convierte en mierda todo lo que toca. Familia, hijos, Estado. Lo que sea.
    En segundo lugar, Arcand toca el tema de la eutanasia. El protagonista se muere de un cáncer doloroso y su hijo, a través de la yonki, le proporciona heroína para hacerle lo poco que le queda de vida lo menos dolorosa posible y para darle la opción de morir como y cuándo quiere. 
     Esta dicotomía temática hace que la película pueda parecer un tanto ambigua desde un punto de vista moral. Mientras que Arcand critica salvajemente a la sociedad del bienestar, hace una apología de la eutanasia con un tono bastante sensiblero. Esto, siento decirlo, despista un poco al espectador. ¿De qué habla esta película? ¿Crítica social o alegato en favor de la eutanasia? Pues de las dos cosas, lo que, en mi opinión, nunca se debe hacer. Si uno tiene una idea, debe centrarse en ella. Si no, sucede como aquí, que el espectador se despista. Mucho más cuando los dos temas tratados son tan diferentes. Es como el agua y el aceite. No se mezclan.
    En cualquier caso, Las invasiones bárbaras es una muy buena película. A pesar de lo que acabo de decir de la ambigüedad, y de que no resulta demasiado verosímil encontrar una yonki tan guapa, el filme en su conjunto se mantiene fiel al estilo Arcand, lo que es mucho decir. Diálogos inteligentes, crítica ácida. 
    P.D. Aunque es una acción muy secundaria en la película, la tensión sexual entre la yonki y el hijo capitalista que lleva una vida aburrida al lado de una prometida insulsa, es más que interesante. 

La decadencia del Imperio Americano (Denys Arcand)



     Primera parte de una trilogía formada por La decadencia del imperio americano, Las invasiones bárbaras y La edad de la ignorancia.
    Una pandilla de intelectuales cuarentones charlan de sus cosas, especialmente de sexo, mientras cocinan. Paralelamente, sus mujeres hacen lo mismo en el gimnasio. Luego se reúnen y cenan todos juntos. 
    Hasta aquí el resumen de la película que, por lo que se ve, no es una superproducción de Hollywood con acción trepidante y actores guapísimos que te llevan millones de personas al cine sólo por su presencia. Nada de eso. El cine de Arcand es lo más opuesto al star sistem de Hollywood que uno pueda imaginar -y eso que con la segunda parte de esta trilogía, Las invasiones bárbaras, le dieron el Oscar a la mejor película extranjera-. La película, por momentos, es casi teatro. No hay acción, sólo diálogos que desarrollan la trama. Los personajes se construyen a partir de lo que dicen más que de lo que hacen. 
     Esta reunión de profesores universitarios le sirve a Arcand para reflejar la decadencia de nuestra sociedad. Para ello, se centra en las clases medias, a los que retrata, a través de sus diálogos, como una pandilla de snobs que se formaron intelectualmente en función del pensamiento que estuviese de moda en cada momento, y que acabaron entregándose a un hedonismo vacío. Arcand es la conciencia crítica de la sociedad del bienestar. El tema de los diálogos de estos intelectuales decadentes es el sexo, especialmente las infidelidades matrimoniales a las que se entregaron durante años y a las que siguen dejándose arrastrar de vez en cuando. Los hombres dicen unas cosas y las mujeres otras, y así Arkand construye una guerra entre sexos que acaba reflejando el desmoronamiento de la familia, el pilar sobre el que sostiene la sociedad occidental. El imperio americano, lo que conocemos como cultura occidental, se desmorona. Arcand parte del sexo, para pasar por la familia y abarcar al final toda una cultura que se viene a pique. 
     Es una película muy recomendable para todos aquellos a los que les guste el cine pausado que invita a reflexionar. Para los adolescentes y jóvenes que quieran explosiones y una tía cachonda como premio a las proezas físicas del protagonista, sin duda no.

Rush (Ron Howard)



    Narra la rivalidad que en su época mantuvieron dos grandes pilotos de Fórmula 1, el británico James Hunt y el austriaco Niki Lauda, sobre todo en la temporada automovilística de 1976, en la que este último sufrió un gravísimo accidente que casi le costó la vida. (Filmaffinity)

    Yo tenía muchos prejuicios con esta película. No me gustan nada los coches, ni ver las carreras que ponen por la tele, ni conducir mi monovolumen. Las películas de coches me aburren soberanamente. No veo nada interesante en unos tipos acelerando a tope y quemando rueda, y desgraciadamente la inmensa mayoría de las películas sobre coches suelen ser una excusa para colarnos un montón de escenas trepidantes de rugidos de motos y ruedas que chirrían. Rush no es de estas películas. Por eso me gustó y creo que es interesante que cualquiera la vea.
    Como dice el resumen del argumento de Filmaffinity, Rush cuanta la rivalidad que mantuvieron en su época Niki Lauda y James Hunt. Con esta excusa, el guionista y el director recurren a una dicotomía que lleva obsesionando a los hombres desde Platón. ¿Qué es más importante, el arte o el genio? James Hunt encarna al genio. Al hombre que tiene un don especial para hacer algo. No le hace falta trabajar en ella. Sale de forma natural y eso le hace sobresalir por encima de los demás. Es un elegido por las musas. Por el contrario, Niki Lauda trabaja como una hormiguita. Estudia de forma obsesiva los motores de los coches, los trazados de la carretera, lo que le lleva a convertirse en campeón. Trabajo contra inspiración. Una dicotomía que obsesionaba ya al mundo clásico. ¿Gens o arte? Cada época ha dado sus propias respuestas. Hoy en día, herederos ideológicos como somos del Romanticismo, tendemos a inclinarnos hacia el genio. Sin embargo, parte de la grandeza del filme es que no se inclina hacia ninguno de los lados. Como Horacio, parece que la excelencia nace del equilibrio entre ambos polos.
    Es muy interesante que el debate entre genio y arte sea aplicado al deporte. En la literatura o la pintura o la música hay inevitablemente un componente subjetivo en el juicio. Pese a los innumerables esfuerzos que se han hecho para ello, ninguna escuela crítica ha conseguido establecer unos criterios por los que Shakespeare es mejor que El Canto del Loco. Sin embargo, en los coches sí existe ese criterio objetivo: el cronómetro. Y los ganan.

Serpico (Sidney Lumet)

    
    Pese a lo que se puede leer por ahí, Serpico no es una película policíaca, sino de denuncia social. Serpico cuenta la historia de un policía íntegro que no se deja corromper, pese a que absolutamente todo a su alrededor lo invita a ello. A partir de la vida de este hombre que existió en la realidad, Lumet refleja el mundo mezquino y corrupto de las fuerzas del orden público de Nueva York.
    En un momento determinado del filme, Lumet cita El Quijote. En su protagonista, hay mucho del héroe de Cervantes. Serpico es un hombre fiel a sí mismo. Todos sus allegados, sus compañeros, lo consideran un loco, un imbécil peligroso que lucha contra ruedas de molinos. Como en El Quijote, la sensación que tiene el espectador es que tal vez el loco no sea Serpico, sino el mundo corrupto que lo rodea. Teníamos todo para hacer de la sociedad un paraíso. Bastaba con ser honestos los unos con los otros, ayudarse y, en definitiva, pensar en los demás y no sólo en uno mismo y en nuestro beneficio inmediato. Sin embargo, no lo hemos hecho. Hemos creado un mundo en el que personajes como el Quijote o Serpico son tachados de locos por comportarse como se espera que cualquiera debería hacerlo. ¿Quién es el loco? ¿El hombre que hace el bien incluso aunque ello le perjudique, o los que contribuyen a crear un infierno aquí en la tierra con sus prácticas violentas, corruptas y malvadas? 
    Lo interesante del personaje de Serpico y del Quijote es que, narrando su vida, Lumet y Cervantes ponen el foco sobre nosotros mismos. En el caso de Cervantes, nos reímos de su protagonista. Somos así cómplices de un mundo injusto que se ríe de alguien que trata de hacer el bien. De ahí que la risa en el Quijote siempre tenga un tinte amargo. En lo que se refiere a Serpico no debemos engañarnos. Serpico es un chivato, un tipo que va a su aire. En la vida real, cualquiera de nosotros marginaríamos a alguien así. En las relaciones humanas uno no puede ser un tipo íntegro. Hay que amoldarse a los demás para ser aceptados y encajar. Es muy cómodo ver la película e identificarnos con el personaje y no ir más allá, pero esta sería una visión pasiva y limitada. El mensaje de la película, como el de El Quijote, es que el cambio social empieza por uno mismo. Es muy fácil criticar a nuestros políticos y demás autoridades y no aplicarse el cuento. Todos, de alguna manera, contribuimos a este mundo corrupto, somos cómplices. A lo mejor defraudamos, cogemos pequeños sobornos o robamos algo a alguna administración pública. Todo cosas pequeñas que pensamos que no hacen daño a nadie. Pues no. La corrupción se instala en el país cuando se convierte en una práctica generalizada. Sólo se trata de diferentes niveles.
    En cuanto a la narración, Serpico puede llegar a ser monótona. No tiene giros inesperados, ni intriga -sabes cómo acaba desde la primera escena-, y la trama avanza por acumulación. Vamos viendo cómo se desarrolla la vida del protagonista, que es más o menos siempre lo mismo. Se enfrenta a diferentes situaciones de corrupción sin caer en la tentación, lo que indefectiblemente le acarrea la desconfianza y la antipatía de sus compañeros. Tiene cierto tono documental que al público actual, acostumbrado a ser sorprendido continuamente con innumerables peripecias, se le puede hacer un poco pesado. En cualquier caso, es una grandísima película que merece la pena ser vista. 

lunes, 8 de septiembre de 2014

Una breve reflexión sobre la democracia de masas




    Leyendo a Bertrand Russell me encontré con un comentario que me dejó sorprendido. Russell cuenta que Hitler decía que, cuanto mayor es el número de personas al que te diriges, menor ha de ser la racionalidad del lenguaje y mayor el contenido pasional -no son estas las palabras exactas, pero lo dicho es más o menos lo mismo-. Russell explica esta afirmación aduciendo que, a la hora de llegar al consenso, es necesario que las dos partes
partan de unos presupuestos comunes a partir de los que construir la argumentación. Y que estos presupuestos comunes difícilmente se pueden tener con millones de personas.

    Cuando estudié pragmática hace muchos años, leí algo similar. Creo que era Oomen la que hablaba de la necesidad de un conocimiento compartido por parte de los hablantes para que la comunicación tenga lugar. Este conocimiento compartido, además de una lengua en particular, incluye un consenso acerca de cómo es el mundo. Pongamos un ejemplo extremo: 
     Se trata de mí mismo en clase de segundo B (trece años). Me preguntan qué opino de la ley Werth. Por norma yo no hablo de política en clase porque los críos son fácilmente manipulables, así que les digo que me guardo mi opinión. Ellos insisten mucho en que les diga qué pienso. Son buenos chicos a los que aprecio, así que al final les digo que me parece un disparate. Ellos me preguntan por qué y yo les cuento que combinar la libre elección de centro con la financiación de los mismos sólo llevará a la creación de ghettos. Ellos me miran flipados y no entienden nada. No hay conocimiento compartido. Ellos no saben ni lo que es la circunscripción única, ni los ghettos, ni la financiación. Si quería convencerlos de que la ley Werth es una mierda, hubiese sido mucho más eficaz decirles que los del PP son unos fachas que odian a todos los gallegos.
    Lo mismo sostienen muchos antropólogos. Durkheim se refería a las representaciones colectivas como los conocimientos que una cultura comparte y que se considera que no necesitan razonamiento porque son de sentido común (si te interesa esto lee el comienzo de este artículo). Aquí, en Europa, todos creemos que la violencia es mala. Si dos personas discuten, basta con que una de ellas recurra a la violencia para que el resto de la comunidad se ponga en su contra. No sucede lo mismo con los Yanomamo, unos indígenas del Amazonas a los que la comunidad antropológica considera la cultura más violenta del mundo. Estos indígenas lo resuelven todo a palos y no hay nada que respeten más que una buena pelea. Por ello, si dos personas discuten y una de ellas recurre a la violencia mientras que la otra recibe los golpes sin responder, toda la tribu se pondrá de parte del agresor por considerar al agredido un cobarde. 
    Para que haya comunicación, es necesario que las representaciones colectivas sean comunes. Si estoy hablando con un yanomamo de una tercera persona y le digo que es una persona violenta, lo estoy diciendo como un atributo negativo, mientras que él lo interpretará como algo positivo.
    Volviendo al tema de antes, Hitler decía que cuando se habla con las masas, hay que usar un lenguaje lo menos racional posible, y Russell lo interpretaba como que, cuanta más
gente hay, menos posibilidades hay de que el conocimiento compartido del mundo sea el mismo. Tratar de persuadir a millones de personas con los mismos razonamientos es extremadamente complicado porque cada uno de los interlocutores tendrá su propia visión del mundo, Si un gobernante dice que hay que acabar con la dictadura del capital, difícilmente podrá convencer a todos los grandes y pequeños empresarios de este país. Por eso Hitler, cuando se proponía persuadir a Alemania entera, apelaba al sentimiento. Halagaba a sus interlocutores diciéndole que eran alemanes, que los alemanes eran una raza pura y que la culpa de todo la tenían los judíos. Y así conseguía crear esos estados de enajenación colectiva que lo llevaron a liderar Alemania durante unos cuantos años. Nada de razonamiento. Sólo pasión y sentimiento.
     Hasta aquí es una reflexión evidente que muchos han hecho antes que yo. Lo que me gustaría comentar en este post es el modo en que funcionan las democracias contemporáneas a este respecto. Los medios de comunicación de masas ponen en contacto a millones de personas con los políticos. Y estos, conscientes de que no pueden convencer a tanta gente por tratarse de una masa muy heterogénea, apelan a los sentimientos, repitiendo eslóganes una y otra vez, pero sin la más mínima reflexión al respecto. Anteyer sin ir más lejos, en Radio Nacional, entrevistaron a Mari Luz Rodríguez, la secretaria de empleo del PSOE. La señora soltó su soflama durante media hora y luego los tres periodistas ultraneoliberales que tiene a sueldo el PP en la emisora pública le hicieron sus preguntas. Todas ellas estaban encaminadas a poner en evidencia a la socialista. Esto está muy mal porque la radio pública se supone que tiene que ser imparcial, pero el caso es que eran preguntas concretas. Una de ellas decía:
    -¿En qué se basa usted para decir que la reforma laboral ha generado desempleo y qué haría usted para crear empleo?
     Se me ocurren un millón de respuestas a estas dos preguntas, y quiero creer que a la entrevistada también, porque se le supone una inteligencia mínima. Sin embargo, en lugar de decir que una reforma que prácticamente subvenciona el despido es difícilmente un freno al desempleo, dijo que "La derecha está al servicio de los intereses del grandes empresarios. El PSOE es el partido que defiende a los trabajadores y bla... bla... bla...". Es decir, que no razonó un pimiento. Se limitó a apelar al sentimiento de trabajador que tenemos la inmensa mayoría de los españoles, que somos empleados por cuenta ajena.

Mari Luz Rodríguez en Las Mañanas de RNE
     Lo mismo sucede con Podemos y esa idiotez de acusarlos de etarras. En Trece TV y demás cadenas ultras no paran de repetir que Podemos es ETA y el argumento que utilizan para sustentar esta tesis es que Pablo Iglesias dijo que el conflicto vasco era político. Cualquiera con dos dedos de frente, si se para a analizar el argumento, se da cuenta de que no se sostiene. Es evidente que el conflicto vasco es político. Unos quieren la independencia y otros no. Entonces unos matan. Pero matan por política. Que yo sepa, ETA no mata porque esté enamorada, ni porque se sienta traicionada por un amigo. La independencia es una cuestión política. Sin embargo, en las cadenas de televisión repiten una y otra vez que Podemos es ETA porque no apelan al razonamiento, sino al sentimiento de aversión que provoca una banda terrorista. 



        Y así podríamos analizar el caso Pujol, la independencia de Cataluña y un montón de temas de actualidad en los que lo único que se dice es que "España nos roba" o que "los catalanes son unos cabrones", pero esto es un post, no un ensayo.
      Ortega decía que en el mundo moderno uno se afilia a un partido político como escoge un equipo de fútbol, por una cuestión pasional. Y en cierta manera no le faltaba razón. Que quede claro que no creo que el PP sea el partido NAZI ni nada de eso. Pero esto no implica que el método sea distinto. Ante un público potencial de millones de personas, la publicidad política mueve las pasiones, no los intelectos, porque esta segunda opción es infinitamente menos efectiva. Encontrar un discurso que encaje y sea capaz de persuadir a tantas visiones del mundo como espectadores hay, es mucho más difícil que apelar a sus sentimientos más irracionales. 
      Ayer comenté estas cuestiones con un par de amigos y me hicieron ver que esta reflexión mía acaba llevando a la negación de la democracia. La demagogia es inevitable porque es algo inherente a la comunicación con las masas. Por supuesto yo no quiero un gobierno oligárquico ni tecnocrático estilo Japón. Nada de eso. Si he contado esto es porque quería llegar a dos conclusiones:
     a) Con esta forma de comunicación política podría parecer que la población es idiota y se deja manipular con mensajes demagógicos y eso no es cierto. Como estamos viendo actualmente, la población ha percibido que entre los soflamas pro clase trabajadora del PSOE y sus actuaciones concretas había un abismo. De ahí el pinchazo electoral del PSOE al que le auguro muchos, muchos años de malos resultados en las urnas. 
        b) Como me dijo uno de esos amigos, el problema de la democracia no es que haya demagogia. El problema de la democracia es cuando los políticos no desenmascaran esta forma de razonamiento en sus adversarios. En España hay una suerte de pacto tácito por la cual unos y otros pueden soltar argumentos demagógicos sin que sus contrincantes digan nada. Es como un pacto de no agresión que lleva al mantenimiento de lo que Pablo Iglesias llama una casta. Ver esta semana a Felipe González, a quien se suponía un referente del socialismo, diciendo que no cree que Pujol haya robado, sino que trata de encubrir a sus hijos, es alucinante. Y oír decir a Pedro Sánchez que está dispuesto a negociar la reforma de la elección de alcaldes del PP, pero después de las elecciones, es para que nadie vuelva a votar al PSOE nunca jamás.