Estamos
en Francia. Ha terminado la Primera Guerra Mundial. Hay cientos de
miles de desaparecidos y de cadáveres aún por identificar. Y
también hay un coronel desencantado con la guerra que se encarga de
hacer lo que puede y la nuera de un Ministro que busca su marido y
una maestra de escuela rural que espera a su novio y sobrevive como
puede.
Con
este argumento, Tavernier hace un duro alegato antibelicista que
repetirá después en Capitan Conan. Sin embargo, en La
vida y nada más, Tavernier no construye su discurso yendo a las
trincheras llenas de hombres aterrorizados, enfermos, heridos y
mutilados de por vida. Va a lo que sucede después, porque los
terrores de la guerra no terminan con el armisticio. La guerra
absurda ha dejado un millón y medio de muertos y trescientos
cincuenta mil desaparecidos y, sobre todo, innumerables familias
desoladas por la pérdida. Este cambio en el enfoque es el primer
argumento a favor de la película.
El
segundo es que La vida y nada más, en tanto que
alegato antibelicista, debería haber sido una película trágica.
Así son la mayoría de los filmes que denuncian esta insensatez
humana. Se incide en el dolor, en el miedo, en la angustia y, en
definitiva, en todo lo que provoque el horror en el espectador. Sin
embargo, Tavernier no cae en el tópico. La vida y nada más
es una película lírica, muy poética, que se detiene en la belleza
del sufrimiento, enmarcado siempre en imágenes brumosas, sombrías y
grises azulados. Sólo los grandes pueden extraer belleza del
sufrimiento. Lo hicieron los grandes trágicos griegos, Esquilo,
Sófocles y Eurípides. También lo consiguió Shakespeare y así lo
hace Tavernier. Con esto no quiero decir que La vida y nada más
esté al nivel de Rey Lear. No lo está, para empezar porque
son géneros distintos. Lo que me propongo es resaltar la capacidad
para encontrar lirismo en el dolor humano como segundo argumento a
favor de esta película.
La
tercera razón para ver La vida y nada más es que, al margen
de las innovaciones o la facultad para sacar belleza de la
estulticia, es que su discurso está muy bien construido. Que
Tavernier le dé un toque poético, no quiere decir que sus
argumentos pierdan un ápice de fuerza. Los poderosos, movidos por
intereses espúreos, han llevado a Europa a la desolación. No
contentos con esto, tratan de borrar el rastro del dolor enterrando
como sea a los muertos para olvidarlos cuanto antes. Y si para ello
tienen que pasar por encima de las familias que buscan a sus hijos
que murieron por Francia, no tienen reparos en ello. Como tampoco
tienen reparo en crear una rígida burocracia administrativa que
tritura cualquier movimiento, ni lo tienen en buscar un soldado sin
identificar, sea el que sea, para hacer una estatua al soldado
desconocido con la que seguir manipulando a las masas, ni en pactar
con el enemigo si con eso ganan un franco. Palabras como patria,
honor o gloria se convierten es excusas, sólo palabras con las que
manipular a la gente para que mate y se deje matar por los intereses
de otros y que ni siquiera conocen. La estatua al soldado desconocido
en el Arco del Triunfo se erige como la metáfora de ese gobierno
corrupto que trata de tapar la desolación con grandes palabras. Y en
este mundo navega el comandante, tratando de hacer lo correcto
y de paliar algo de dolor. Su búsqueda quijotesca de los cadáveres
es la voz de la conciencia contra esos poderosos que han utilizado la
guerra en beneficio propio.
A
diferencia de Capitan Conan, su otra película sobre la
Primera Guerra Mundial, en La vida y nada más hay espacio
para el amor. Casi todos los personajes de esta película parecen
mantenerse a flote gracias a este sentimiento, aunque sea subyugado
por los terrores de la guerra. Hay amor entre el comandante y la
nuera del ministro, hay amor entre la nuera del ministro y el
recuerdo de su marido, hay amor entre la maestra y su novio perdido
y, sobre todo, hay amor de las familias por sus seres queridos
desaparecidos. Tavernier confronta sin complejos el amor, fuente de
la vida, con la guerra y la muerte. Vida y muerte, las dos pulsiones
que han movido el arte humano desde El poema de Gilgamesh, se
confunden en la obra de Tavernier.
Conclusión:
es una película que hay que ver.
Es que Capitán Conan tiene mucho de crepuscular, viejos pistoleros que necesitan encontrarse y verse, porque comparten algo de lo que no necesitan hablar ni quieren hacerlo.
ResponderEliminarHay otra peli, "el pabellón de los oficiales", bastante interesante con la Primera Guerra Mundial de telón de fondo, con el defecto de tratar un tema sensible, que condiciona su recepción, pero que se ve con agrado