miércoles, 30 de abril de 2014

La verdad sobre el caso Harry Quebert. Jöel Dicker.

La verdad sobre el caso Harry Quebert. Jöel Dicker.



                Hace tiempo que había oído hablar de esta novela. Un par de premios importantes, más de ochocientos mil ejemplares vendidos en Francia y millones de comentarios en la red. Olía a Best Seller a kilómetros. Y para más inri, es una novela negra. Lo tenía todo en su contra. No tenía ni la más mínima intención de perder mi tiempo en leerla. Luego, una amiga –esa que me invita a comer los Miércoles- me dijo que la estaba leyendo y no habló mal de ella. Yo dije “ah” y no volvimos a comentar nada. Hasta la semana pasada. El Miércoles, al marcharme de su casa, además de gorronearle la comida, me llevé cuatro libros: Antología poética de Pessoa, La sala de profesores de Markus Orths, La fórmula preferida del profesor de Yoko Ogawa y La verdad sobre el caso Harry Quebert. Sabe Dios por qué empecé por esta última.
                La verdad sobre el caso Harry Quebert es una colección de todos los tópicos de la novela negra: un pueblo aislado de costa, casi idílico, donde todo aparenta felicidad sana, pero que, si escarbamos un poco como David Lynch en Terciopelo azul, todos sus habitantes tienen algo que esconder; el escritor huraño que vive solo en su casa aislada; el millonario excéntrico; el joven escritor aprendiz que lleva a cabo la investigación con la técnica del despistado; la joven camarera enamorada del escritor; el amor que roza la pederastia, muy cerca de la Lolita de Nabokov; la madre castrante; y otras muchas cosas más que se me habrán pasado por alto. 
                Un amigo me dijo una vez que le cargan los escritores de género, porque siempre están tratando de demostrar que no son sólo escritores de género, sino que quieren convencernos de que saben escribir de verdad. Sin embargo, hay géneros que no dan más de sí. Por mucho que quieras, la fantasía épica no tiene más que un héroe en una aldea aislada, que la abandona para llevar a cabo una serie de aventuras y todo lo que hemos visto en El señor de los anillos. Los dragones y los elfos no sirven para ponerse místico. Y lo mismo sucede con la novela negra. Un crimen, un detective y unos sospechosos. Punto. Reflexionar sobre lo humano y lo divino a partir de esto es casi imposible. Salvo que seas Sciascia, suele quedar un pegote y resulta pretencioso. Aún así, los escritores de novela negra insisten en demostrarnos lo grandes artistas que son. Jöel Dicker no es una excepción. No le bastaba su detective, su crimen y sus sospechosos. En primer lugar, llena la obra de referencias metaliterarias, sobre el proceso de escribir. ¡Cuánto daño hicieron Cortázar y Rayuela! Pero Jöel Dicker no es un crítico ni un teórico de la literatura. Es más, me atrevería a decir que no tiene ni puta idea de estas dos disciplinas. Las conversaciones del viejo escritor reconvertido en profesor universitario Harry Quebert y su discípulo y joven talento Marcus Goldman son de dos pesetas. Los paralelismos entre el boxeo, la vida y el proceso de la escritura son para echarse a reír. En segundo lugar, la novela es un juego de perspectivas continuo. Lo que el lector lee es La verdad sobre el caso Harry Quebert, una novela que escribió el protagonista, Marcus Goldman, para enmendar una novela anterior escrita por él sobre el mismo caso y en la que nos cuenta lo que le sucedió durante la investigación, al tiempo que cede la voz a los personajes para que reconstruyan los hechos del pasado. Con frecuencia, esta reconstrucción no se hace en estilo directo, sino que es el propio Goldman el que recrea lo sucedido. Y, por si no fuese suficiente, el tiempo de la historia se desarrolla en cuatro planos diferentes: 30 de Agosto de 1975, cuando Deborah Cooper llama a la policía para avisar de que ha visto a un hombre persiguiendo a una chica ensangrentada y unas horas después, la anciana es asesinada y la joven desaparece sin dejar rastro; 1998, cuando el protagonista, Marcus Goldman, entra en la universidad y entabla amistad con el famoso novelista Harry Quebert; 2006, cuando Marcus Goldman publica su primera novela y se convierte en un escritor de éxito; y 2008, cuando Marcus Goldman, que no encuentra inspiración para su segunda novela, va en busca de su viejo profesor para que lo ayude y, casualmente, aparece el cadáver de la joven asesinada en 1975 en el jardín. Jöel Dicker no podía ser un buen escritor de novela negra; tenía que demostrar que dominaba la técnica del perspectivismo y el juego entre la realidad y la ficción como Borges o Cervantes.
                Hasta aquí la primera crítica que le había hecho a la novela. A la que habría que añadirle que la resolución del crimen está un poco traída por los pelos, lo que defraudará sin duda a los lectores más ortodoxos del género negro. Pero ayer, después de clase, me quedé hablando con un par de compañeros de un tema que me obsesiona: la pérdida de la inocencia lectora. De niño, y casi diría que hasta los veinte años, yo tenía una facilidad asombrosa para disfrutar de la literatura. Me lo pasé pipa con bodrios horribles de Noah Gordon o Peter Berling. Todo colaba y con todo disfrutaba. Ahora, veinte primaveras después y después de ese mismo periodo de tiempo en la universidad estudiando literatura y unos cuantos años enseñándola en el instituto, me cuesta muchísimo encontrar algo moderno que realmente me guste. Todo me suena a ya contado, enseguida encuentro las referencias o los plagios, las estructuras me rechinan y los comentarios, si no están muy bien traídos, me echan de la lectura. En pocas palabras, dejé de ser un lector para convertirme en un crítico. Y eso es leer mal, porque es el primer paso para aburrirse con la literatura. Hace unas semanas, alguien me habló de un tipo, profesor de arte, que viste todo de negro y lleva jerséis de cuello vuelto, en plan existencialista. De todo opina y a todo le encuentra un pero, hasta a Picasso. No se compromete con nada, como si esa actitud lo pusiese por encima de artistas como Goya o Velázquez. A mí ese tío me parece un gilipollas y no quiero ser así. Además, hoy, antes de escribir esta reseña, me metí en una página web de esas que frecuentan hipsters la mar de modernos. Y la despellejaban. Los comentarios eran de lo más elitistas y, además, injustos.  
                Yo me leí La verdad sobre el caso de Harry Quebert en un fin de semana –y eso que es un tocho de carallo-.
                ¿Que no cuenta nada nuevo? Qué más da. Garcilaso de la Vega también es un refrito de Petrarca y no por eso deja de ser maravilloso. La originalidad es un prejuicio romántico. Y, por si no se habían enterado, esos hipsters que se permitían el lujo de poner podre esta novela porque ya vieron el argumento en Twin Peaks –esta bobada la leí tal cual-, ellos van exactamente igual vestidos todos, lo que tampoco es muy original.
                ¿Las reflexiones metaliterarias son cutres? Sí. Pero, al mismo tiempo, lo que cuenta en el capítulo dos, cuando su editor le dice que la literatura actual es como cualquier otro producto de consumo, que hay que darle al público lo que quiere y que, si no lo haces, vendrá otro y se forrará por ti, es una verdad como la copa de un pino. No importa la calidad, lo que importa es tener un producto nuevo que ofrecer al mercado lector, que devorará y olvidará con la misma rapidez. Esto es una novela, no un tratado de teoría de la literatura.
                ¿El juego de perspectivas es excesivo? Tal vez, pero, como sucede en La verdad sobre el caso Sabolta, sirve para generar intriga, y este es el ingrediente fundamental de una novela policiaca.
                ¿Qué resuelve la trama mal? Me da igual. A mí lo que me gustan son las novelas de personajes y ambientes. En general, la acción me parece intrascendente. Las novelas basadas en una acción trepidante son novelas de consumo, que, como dice el editor de Marcus Goldman, se leen y se olvidan. Lo importante son los personajes y los ambientes. Y los personajes de La verdad sobre el caso Harry Quebert no son planos. Puede que haya alguno que no sea del todo verosímil, pero Jöel Dicker construye personajes con aristas que se van abriendo a medida que avanza la lectura. Y es una novela que, por momentos, recrea unos ambientes y unas vidas poéticamente tristes.
                En conclusión, me lo pasé bien leyéndola. Si me pongo exquisito, puedo encontrarle muchos defectos, pero, si alguien quiere pasarlo bien, que no dude en leer La verdad sobre el caso Harry Quebert, porque seguro que lo hará.  


                P. D. Después de lo que acabo de decir, tengo que revisar mi crítica a True Detective(true detective)

jueves, 24 de abril de 2014

Tetralogía de los parias contemporáneos: Zygmunt Bauman

Tetralogía de los parias contemporáneos II: Zygmunt Bauman.





    Zygmunt Bauman tiene una idea: la modernidad líquida. Y escribe tropecientos ensayos sobre lo mismo. Resulta curioso que uno de los bastiones intelectuales contra el capitalismo de mercado saque cada año un ensayo en el que repite una y otra vez lo que ya contó hace veinte años. Eso sí, con un título distinto, letra gorda, bien espaciada, para llegar a las doscientas páginas y poder colocarlo todas las Navidades en las estanterías de la FNAC. Esto no quita que tenga una visión muy lúcida de nuestra realidad contemporánea. Lo que critico es que nos venda lo mismo con distintos envoltorios para mantenerse en la pomada mediática y, de paso, forrarse.
     En lo que a esta tetralogía respecta, Bauman explica por qué surgen sectores de población como los chavs de los que hablaba Owen Jones y el modo en que estos son percibidos por el resto de la sociedad (owen jones. Chavs). Según Bauman, el capitalismo del siglo XIX se basaba en la producción. En las fábricas se producían cosas que luego se vendían. Y para ello hacía falta mano de obra que, como siempre, eran los pobres. El problema con el que se encuentra el capitalismo decimonónico es que hay que convencer a los pobres de que vayan a trabajar a las fábricas en unas condiciones infrahumanas. Surge así la ética del trabajo, que se acaba convirtiendo en la moral de la clase trabajadora. Trabajar es bueno, te convierte en una persona virtuosa. Es un rollo un poco calvinista, como lo que explicaba Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo, aunque Bauman no antepone la ideología a la construcción de un nuevo sistema, sino más bien al contrario. El capitalismo necesita una justificación ética que lleve a las masas obreras a trabajar en las fábricas y, para ello, aparece la moral del trabajo.
     Como dije, la sociedad decimonónica se basaba en la producción. Si un individuo no trabaja, no produce, es decir, no contribuye en nada al mantenimiento del sistema, de ahí que se le estigmatice como paria, vago, parásito social.
     Pero esto cambia. En EEUU surge una nueva ética del trabajo. El trabajo ya no dignifica por sí mismo, sino que pasa a considerarse un modo de medro social. Los trabajadores pueden intercambiar su fuerza de trabajo por salarios. Estos salarios, a su vez, sirven para comprar cosas que te hagan feliz y subir de estatus. Es una nueva moral individualista y materialista del trabajo. Trabajar en bueno sólo en el sentido de que sea bien remunerado. Ya no se valora el trabajo, sino sus frutos, el salario.
      Paralelamente, la sociedad basada en la producción va convirtiéndose en una sociedad basada en el consumo. La revolución tecnológica hace que ya no se necesiten grandes masas de trabajadores en fábricas. Se sustituye la mano de obra humana por máquinas. Hace nada pusieron en la Sexta un documental sobre cruasáns. El documental, como todos los de la Sexta, era de un sensacionalismo insoportable, pero me llamó la atención un dato: en la fábrica de cruasáns más grande de Europa, que inunda de bollitos los mercados de España y media Francia, sólo trabajan siete personas. El resto lo hacen unas máquinas muy bien programadas que cuestan mucho menos y no se sindican. Y a esto hay que sumarle la deslocalización que permite la globalización. Las empresas, si les interesa, pueden llevarse las fábricas a cualquier país del tercer mundo donde la legislación laboral permite tener empleados en régimen de semiesclavitud y las leyes 
 mediambientales te permiten acabar con el último oso panda si con ello ganas un euro más. 
     El problema del capitalismo del siglo XXI ya no es la producción. Puede producirse a lo bestia y con un bajo coste, como demuestra el ejemplo de la fábrica de cruasáns. El problema ahora es vender ese producto. El mercado está saturado. Ahora los que contribuyen al mantenimiento del sistema ya no son los trabajadores, sino los que compran los productos que salen de las fábricas. Esto, lógicamente, tiene que estar sustentado por una nueva moral, no ya del trabajo, sino del consumo. Es la manida frase del "tanto tienes, tanto vales". Se identifica la calidad moral de la persona con la capacidad que tenga para consumir, es decir, por el dinero que tenga. Dicho con otras palabras, eres guay si tienes pasta; si eres un tirado, eres un pringao. Nuestra sociedad eleva al altar de héroes mundiales a personajes cuyo único mérito en la vida es acumular una gran cantidad de dinero y que tampoco tienen una actividad muy definida, como los Beckham, Paris Hilton o Kim Kardashian. Los chavs y, en general los pobres, son considerados parias porque no contribuyen en nada al nuevo sistema de consumo. No tienen pasta - no consumen - no sirven para nada - son unos parásitos, es el nuevo razonamiento.
     Quizá una de las aportaciones más interesantes de Bauman es interpretación psicológica del consumo. Parte de una concepción un poco schopenhaueriana de la naturaleza humana. La vida oscila entre el dolor que provoca el deseo insatisfecho y el tedio que llega cuando hemos satisfecho ese dolor. Sufro porque no tengo algo -una novia, un puesto de trabajo, o lo que sea- y, cuando lo consigo, al poco tiempo paso a considerar la nueva situación como normal y me aburro. Para evitar caer en un tedio indefinido, me busco otra meta que me mantiene insatisfecho mientras no la alcanzo. Y así desde que nacemos hasta que nos morimos. Según Bauman, el consumismo ha superado este círculo vicioso. Por medio de la publicidad nos provoca el deseo insatisfecho de poseer ciertas cosas. Pero satisfaccerlas es increíblemente fácil. Basta con ir al centro comercial y pasar la tarde. La expectativa de satisfaccer ese deseo insatisfecho ya basta para hacernos felices. Es como si insatisfacción y deseo se juntasen en una nueva experiencia agradable. Por eso, cuando nos deprimimos, vamos de compras. Comprar es el mejor antidepresivo del siglo XXI, mucho mejor que el Prozac. Pero esta nueva forma de felicidad sólo la tienen los ricos, que son los que pueden consumir. Los pobres sin posibilidad de consumir, los nuevos parias del siglo XXI, se mantienen en una insatisfacción, en una infelicidad perpetua. Y por eso creo yo que los chavs, cuando salieron a saquear Inglaterra, robaron iphones y zapatillas molonas, todos objetos de consumo.

     P.D. De Bauman, en castellano, hay decenas de obras publicadas. Todas son más o menos iguales. Si os interesa, yo os recomiendo La sociedad sitiada, que es fácil de leer y explica todo esto que acabo de contar.

miércoles, 23 de abril de 2014

John Mortimer: Trilogía de Titmuss

John Mortimer: Trilogía de Titmuss

John Mortimer

      El mundo de la literatura, como todo lo demás, es víctima de la sociedad de consumo. Hay que comprar y vender y para ello es necesario estar sacando continuamente cosas nuevas. Por desgracia, el mercado editorial se parece más al mundo de la moda y la costura que a lo que debería ser. Estadísticamente, es imposible que surjan tantos autores de calidad al año, de modo que el noventa por ciento de las novedades que encontramos en las estanterías de las librerías es absolutamente prescindible. Best sellers, literatura de consumo, autores que se les consagra con una primera obra que tan sólo promete y poco más. Afortunadamente, de vez en cuando, hay algunas editoriales que, en vez de entregarse a esta vorágine desesperada de búsqueda de la novedad, recuperan viejos autores cuyo único pecado era no habar escrito la última novela totalmente nueva y rompedora en el último año, y, en consecuencia, habían caído en el olvido. Con frecuencia, estos autores injustamente olvidados por culpa de la exaltación de la novedad de la sociedad de consumo, tienen más calidad en una sola de sus líneas que todo el mercado editorial actual junto. Tal es el caso de John Mortimer, recuperado ahora por Libros del Asteroide.
         ¿John Mortimer era el mejor escritor del mundo? No, pero era un escritor más que correcto.
         En España, por ahora, sólo podemos conseguir las dos primeras entregas de la Trilogía de Titmuss, Un paraíso inalcanzable y El regreso de Titmuss. Espero ansioso la aparción de la tercera y, quién sabe, tal vez algo de la saga de Rumpole.
          Un paraíso inalcazable es una novela coral ambientada en el apacible pueblo inglés de Rapstone Fanner. El párroco del pueblo, el reverendo izquieridista Simcox ha muerto. Para sorpresa de todos, el reverendo deja toda su fortuna en herencia al ambicioso político tory Leslie Titmuss. Y así empieza una narración que se abre a la vida de la coleeción de personajes que pueblan Rapstone Fanner. La segunda parte de la trilogía, El regreso de Titmuss, se centra en el personaje de Titmuss, su nueva esposa y Fred, el hijo menor del reverendo Simcox. 
             Ninguna de las dos novelas tiene ese aire pretencioso que tanto nos encontramos en la literatura actual. John Mortimer es un escritor inglés de los pies a la cabeza. No hace nada nuevo. Por momentos uno recuerda la fina ironía de Thomas Hardy e incluso del gran Thackeray. Dos historias menores de vidas casi cotidianas, pero perfectamente contadas. Una visión irónica, casi cómica, que deforma lo justo los personajes y su mundo para que reconozcamos los vicios de la sociedad inglesa, desde el tatcherismo a los neolaboristas de Tony Blair. Y, al mismo tiempo, una historia que trasciende lo local y en la que el lector reconocerá sus propios vicios y virtudes. 
             Como todas las grandes novelas, no necesita recurrir a un cliff hunger en el primer capítulo para tenernos enganchados hasta el final. La novela se desarrolla apaciblemente, tan apacible como la vida del pequeño pueblo de Rapstone Fanner y su fábrica de cerveza. La tensión, que llega, lo hace hacia el final de las obras y se resuelve elegantemente. No le hacen falta crímenes truculentos ni conspiraciones mundiales. Son las propias pasiones de los personajes las que nos envuelven. Kayser decía que hay tres tipos de novela: las de ambiente, las de acción y las de personaje. Un paraíso inalcanzable y El regreso de Titmuss son novelas de ambiente y de personajes. Y esas son las que me gustan de verdad, las que no supeditan la historia a la ansiedad de saber cómo demonios acaba eso.
               Repito una vez más que John Mortimer no es el mejor escritor del mundo, pero merece la pena de verdad leerlo. Titmuss, el ambicioso, tal vez no sea Julian Sorel, pero es un retrato perfecto del ansia de medro y del resquemor social.
          

martes, 22 de abril de 2014

Paul Auster



Paul Auster




                Hace una semana recibí una llamada de un buen amigo. Él, su mujer y yo tenemos un proyecto entre manos de itinerarios lectores para nuestros alumnos de instituto. Acababa de releer Brooklyn Follies para este proyecto. Estaba indignado.
                -Quiero un post sobre Paul Auster en tu blog ya. –dijo.
              Teniendo en cuenta que es mi amigo, que él y su mujer se portan muy bien conmigo, que me invitan a comer todos los  Miércoles y un montón de razones más, no puedo negarme. Ahí va.
               
                P: ¿R, te gusta Paul Auster?
                R: No me vuelve loco.
                P: ¿Crees que la gente debería leerlo?
                R: Sí, aunque sólo sea para saber un poco por dónde van los tiros de la literatura contemporánea.
                P: Pero si es un autor de los años ochenta…
                R: El mundo no cambia tan rápidamente. Eso de escribir algo completamente nuevo es pura propaganda de la sociedad de consumo.
                P: ¿Me gustará?
                R: Normalmente sí.
                P: ¿Y a ti no?
                R: Ya he dicho que no me vuelve loco.
                P: ¿Pero me lo recomiendas?
                R: Sí. Creo que a todo el mundo al que se lo he recomendado le ha gustado.
                P: ¿Por qué?
                R: Es una respuesta larga.
               P: Pues esto es un blog. No puedes contar nada que lleve leerlo más de dos minutos. Internet es el mundo del instante.
                R: Está bien. Voy a intentarlo.
                Paul Auster conoce muy bien el oficio de escritor. Y al público.
              En cuanto a lo primero, tengo que decir que sus libros están muy bien escritos. No hay demasiadas estridencias y, aunque a veces corta un poco la narración, se leen muy bien. Es una prosa sencilla y rápida que gustará a cualquiera. En el aspecto lúdico, de puro entretenimiento, Auster no falla. En general, son buenas historias. Es muy entretenido y eso siempre es de agradecer.
                En cuanto a lo segundo, Paul Auster escribe para el público medio, el sector de la población a los que les gusta leer, que sienten que en la literatura hay algo más que simple diversión y que saben que ese “más” no lo van a encontrar en la literatura de consumo de masas –El código da Vinci, Las sombras de Grey, La catedral del Mar, El tiempo entre costuras y cosas por el estilo-. Pero, al mismo tiempo, ese público no está para meterse entre pecho y espalda autores difíciles como Proust o Faulkner. Y ahí entra Paul Auster. Lo lees, te gusta y sientes que has disfrutado con una actividad de alta cultura. Eso está muy bien, porque te sientes la mar de culto, y no ha hecho falta abrirte en canal como requiere la literatura con mayúsculas, desde Homero a Cormac McCarthy.
                Paul Auster escribe de y para el hombre contemporáneo. Gracias a la revolución tecnológica hemos cubierto nuestras necesidades vitales básicas. En Occidente ya nadie se muere de hambre y casi todos tenemos un techo bajo el que cobijarnos –aunque eso ya lo solucionarán los dirigentes ultraneoliberales que tenemos, pero eso es otro tema-. Asegurada la supervivencia, ahora toca el siguiente paso: darle sentido a la vida. Desgraciadamente la ciencia no ha dado solución a eso y así se ha convertido el hombre moderno en un ser perdido en el mundo, en busca continua de algo que no sabemos qué es. El final de El Palacio de la luna, con el protagonista que llega a la playa y mira la luna es una metáfora que encarna perfectamente el mundo austeriano.
                -Profe, es una mierda de libro porque no acaba. –me decían mis alumnos.
            -No. Sois unos burros porque no lo entendéis. –les respondía yo- El protagonista lleva toda la novela buscando algo que le dé sentido a su vida. No lo encuentra y no lo encontrará jamás. Pero no se rinde, porque está en la naturaleza humana buscarlo sin descanso, por eso acaba la novela mirando la luna, esa metáfora de los soñadores. La novela termina diciéndote que esa gente sensible nunca satisface sus inquietudes, pero no por eso dejará de intentarlo, porque la propia insatisfacción es lo que les mueve a la acción continua.
              -Ah. –decían ellos, que seguían sin entender nada.
              Al mismo tiempo, en un mundo en el que se exalta el individualismo, lo raro se considera una virtud. En casi toda la literatura contemporánea que intente serlo, tiene que haber personajes extraños, distintos. Hasta el cine y las series de televisión están llenos de estos personajes, que molan porque son un producto de época. Woody Allen, True Detective, Big Bang Theory y un larguísimo etcétera. Todo lleno de gente extraña. Y Paul Auster no es menos. Incluso diría más: es uno de los primeros en hacerlo, porque no olvidemos que Auster escribe, sobre todo, en los años ochenta.
                El hombre medieval empleaba todas sus fuerzas psíquicas en pensar qué comería al día siguiente, cómo sobreviviría a las enfermedades que lo acosaban o se desvelaba rezando para que una mala cosecha o una epidemia de peste diezmase la población. Eso, afortunadamente, se ha superado. Pero nuestra enorme energía psíquica no desaparece. Hay que redirigirla hacia alguna parte. Y así surgen las obsesiones, las neuras, las hipocondrías y demás enfermedades mentales modernas que no son más que una total y absoluta falta de estímulos externos. Nuestra mente funciona como una alergia. Sin agentes externos contra los que defendernos –pestes, guerra, hambre… -, se ataca a sí misma. La enfermedad, la hipocondría y, en general, las enfermedades mentales son un tema central de nuestra literatura moderna. También en Paul Auster, que una y otra vez bucea en la caída en la locura. El protagonista de El palacio de la luna viviendo en Central Park como un mendigo o el de La Trilogía de Nueva York viviendo en un cubo de basura presa de su propia obsesión son ejemplos claros de ello. Lo bueno de Paul Auster y que lo pone por encima de otros autores contemporáneos, como por ejemplo Beiggbedder, que se limitan a poner de protagonista a un pirado y ya está, es que Auster refleja el modo en que la pérdida de referentes estables de la realidad es lo que nos arrastra a la locura, es decir, que explica los caminos que nos llevan hasta ella.
            Y podría decir muchas más cosas de Paul Auster, como que es un esteticista de la cultura americana, pero, si lo hago, este post quedará muy largo y nadie se lo leerá.
                P: ¿Entonces nos recomiendas a Paul Auster?
                R: Sí. Y, si te ha gustado A dos metros bajo tierra, te encantará.
                P: ¿Por qué?
                R: Porque son exactamente lo mismo.
                P: ¿Algo más?
             R: Que de todos los libros de Paul Auster yo me quedaría con El Palacio de la Luna y con la Trilogía de Nueva York.

domingo, 20 de abril de 2014

Tetralogía de parias contemporáneos I: Owen Jones. Chavs: La demonización de la clase obrera.

Tetralogía de parias contemporáneos I:
Owen Jones. Chavs: La demonización de la clase obrera.







                Owen Jones es un periodista, no un antropólogo, filósofo o sociólogo. Si uno espera encontrar en este libro grandes teorías, acabará defraudado. Pero sin duda merece la pena
Owen Jones. Ojo a su cara de buen chico.
leerlo porque, aunque no diga nada que no hayamos oído ya, sistematiza el pensamiento político de lo que debería ser la izquierda contemporánea y argumenta con datos. Además, está muy bien escrito.
                Chav es un término que se utiliza en inglés para referirse a jóvenes de clase baja, violentos, con tendencias delictivas, semianalfabetos, borrachos, aficionados a las drogas, desempleados y sin intención de buscar trabajo, beneficiarios de lo poco que queda del estado del bienestar. En España hay muchos términos para referirnos a nuestra versión autóctona de los chavs: canis, quillos, malotes, garrulos, ninis... Los hay en prácticamente todos los países de la Europa occidental, cada cual con sus diferentes nombres y pequeñas variantes propias.


chavs

                Owen Jones comienza el libro contando una anécdota en la que un grupo de universitarios hacen comentarios despectivos sobre los chavs. Él se sorprende y piensa que, si alguien hubiese hecho un chiste sobre negros, judíos, gitanos, musulmanes o mujeres, se hubiese encontrado con una respuesta airada e inmediatamente lo hubiesen tachado de racista o machista. Sin embargo, nadie hace ningún comentario sobre un chiste que encubre un profundo desprecio de clase. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? Owen Jones sostiene que es el resultado de una campaña por parte de los poderosos que tratan de culpabilizar por su precaria situación a las víctimas de un sistema injusto. Es una respuesta arriesgada, porque todos nosotros –o nuestros hijos- hemos sido intimidados por canis en la discoteca, nos han atracado o tenemos que aguantarlos fumando porros y montando lío en el parque que hay delante de nuestra casa. Owen Jones no se arredra. Y da argumentos.
                Empieza analizando el papel de los medios de comunicación. La prensa, la televisión y la publicidad difunden una imagen de los chavs como si fuesen hordas alcoholizadas de delincuentes. Compara el caso de Madeleine MaCann y el de otra niña de clase baja que desapareció en 2008. Como era de esperar, la familia pobre no recibió ni la décima parte de atención que los McCann de clase media. Analiza series como Shameless o
Shameless
Little Britain, donde se caricaturiza a los chavs y le trasmiten de forma subliminal al espectador la idea de que son gente que bebe demasiado, fuma demasiado, come compulsivamente, se pelea, son racistas, tienen hijos siendo aún adolescentes y, en definitiva, son total y absolutamente irresponsables. Al mismo tiempo, todos los días nos levantamos con un crimen o delito protagonizado por alguien de clase baja, pero, dado que los pobres son millones de personas, estos no dejan de ser episodios aislados y, sin embargo, los medios, cada vez que tiene lugar un episodio de de este tipo, lo airean y lo repiten una y otra vez hasta hacer pasar un episodio aislado por norma. Y así se provoca el odio hacia los chavs.
                A continuación, da la razón por la cual Gran Bretaña ha llegado a esto: once años de tacherismo, el neolaborismo de Tony Blair y el actual gobierno conservador de David Cameron. Margaret Tatcher privatizó el país, acabó con los sindicatos e impuso una moral individualista que anulaba cualquier sentimiento de clase -creo recordar aquella frase suya de que la sociedad no existe, que lo único que hay son individuos y familias-. El laborista Tony Blair y su tercera vía, lejos de reconducir la política británica, ahondó en las diferencias de clase y la demonización de la clase obrera con su discurso de la meritocracia y de que las desigualdades reflejan las diferentes capacidades individuales. Todo esto es falso, por supuesto, y, si no me detengo a citar todos los argumentos en contra que da Jones, como, por ejemplo, las diferentes posibilidades de acceso a la educación, es porque son tan evidentes que no merecen la pena. El gobierno tory de David Cameron hereda encantado esta situación y añade leña al fuego difundiendo la idea de que la pobreza nos el resultado de un sistema injusto, sino de la mala educación. Un argumento más para demonizar a los pobres: si lo son, es porque no saben educar a sus hijos.

Foto que saqué de una página inglesa sobre chavs. Como se ve, no escogieron para hablar de ellos una estampa de una agradable comida familiar.

                ¿Y todo esto para qué? Pues para lo que sabemos todos: bajarle los impuestos a los ricos, subírselos a los pobres vía impuestos indirectos, acabar con lo poco que queda del estado del bienestar, privatizar y, en definitiva, hacer una auténtica y verdadera política de clase. En este caso, para defender los intereses y privilegios de la clase dominante.  
               Y ahí queda eso.
               Pero no quiero acabar sin comentar lo que dice en el Epílogo acerca de los disturbios que tuvieron lugar en Inglaterra cuando millares de chavs salieron a la calle a robar, quemar y saquear. Me llamó muchísimo la atención que los chavs sólo robaban zapatillas deportivas, iphones y cosas así. Nadie trató de saquear tiendas de muebles de diseño o tiendas de electrodomésticos, donde, sin duda, hubiesen podido obtener un botín de más dinero. La respuesta de Owen Jones, que creo que es acertada, es que vivimos en una sociedad consumista. Los artículos de prestigio social son la ropa y los teléfonos móviles. Los chavs ni se plantearon qué podrían hacer con una encimera Silestone.

             Y para terminar, una reflexión personal sobre estos disturbios. En mi opinión, son el equivalente de las huelgas salvajes de finales del siglo XIX y principios del veinte. En aquellos tiempos, el capitalismo era un capitalismo productivo. Lo que se producía se vendía y hacía falta gente que trabajase en las fábricas. Cuando la clase obrera se sublevaba, lo hacía para reivindicar mejoras en lo que la sociedad consideraba útil, en aquel momento el trabajo. Hoy en día el capitalismo no es productivo, sino financiero. La tecnología y la deslocalización de la producción al tercer mundo han expulsado a los trabajadores occidentales de las fábricas. Lo importante ahora no es producir, sino vender. Es decir, consumir. Y cuando los chavs se sublevan en Inglaterra, reivindican lo que la sociedad considera útil: roban artículos de consumo. Huelgas y saqueos no son más que diferentes expresiones del descontento social. Hablaré más sobre este tema en la segunda parte de esta tetralogía cuando comente a Bauman. (Bauman. Parias

sábado, 12 de abril de 2014

Jared Diamond: 
Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen.



          Jared Diamond es al ensayo lo que Ken Follet a la literatura. 

     Desde que lo leí por primera vez, tuve la sensación de que este hombre buscaba convertirse en el best seller del ensayo. Esto puede hacerse de dos maneras: apelar al gusto popular por lo ostentoso  -El Código da Vinci Las sombras de Grey-, o disimular un poco y vender lo mismo con una pátina de venerabilidad cultural, es decir, que el lector se trague el mismo bodrio, pero que tenga la sensación de estar haciendo algo elevado, que sienta que está aprendiendo porque tiene entre las manos un libro serio. Este es el caso de la inmensa mayoría de las novelas históricas: la trama es igual de mierda que El Código da Vinci, pero el lector tiene la sensación de estar ante Arte con mayúsculas porque la trama está ambientada en épocas remotas y al mismo tiempo está convencido de que está aprendiendo historia. Todo falso, por supuesto, pero ya dedicaré otro post al best seller novelesco. Volviendo al tema de éste -el ensayo-, John Gray apela a lo primero -todavía no me puedo quitar de la cabeza sus memeces de los marcianos y las venusinas-, y Jared Diamond a lo segundo. 
   
     Hay que reconocerle a Diamond la habilidad para ponerle título a los libros. El ensayo con el que ganó el Pulitzer también tenía un título muy sugerente: Armas, gérmenes y acero. Y el ensayo que me leí hace tiempo sobre sexo también prometía:  Por qué es divertido el sexo: La evolución de la sexualidad humana. Pero no debemos dejarnos engañar. Estos títulos tan rimbombantes son un ejercicio de publicidad. Como la supuesta calidad literaria de Los Pilares de la Tierra. Yo ya había leído dos libros de Diamond y sabía de qué pie cojeaba. En Por qué es divertido el sexo había tratado de seguir la estela de Desmond Morris y El mono desnudo, a ver si encontraba un nicho comercial en la sociobiología. Tuvo algo de suerte, pero no tanta como Richard Dawkins y su gen egoísta. En Armas, gérmenes y acero recurre a una suerte de ecología cultural un poco matizada al estilo Marvin Harris, el antropólogo que más ha hecho por hacer llegar la antropología al gran público. Aquí sí que tuvo más suerte y ganó el premio Pulitzer. Y como esto tuvo éxito, siguió por esta línea. Yo ya me imaginaba algo así, pero ya he dicho que Diamond es un maestro en el arte de engañar al posible lector con el título. ¿Por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen?, leí. Joder, pensé, la pregunta es interesante. Y piqué. Me leí el libro. 
         
       La teoría de Diamond es que las sociedades se colapsan cuando se rompe el equilibrio con el medio ambiente y se les agotan los recursos. Fin de la historia. No es broma. Escribió un ensayo de 768 páginas con esa obviedad. No queda comida y te mueres. Esa es toda su teoría. Y, por si no fuese suficiente, ya en el prólogo te avisa de que hay sociedades que se colapsaron por otras razones, por ejemplo, la U.R.S.S. Y te dice que en realidad su ensayo debería haberse llamado Por qué algunas sociedades se colapsan cuando se rompe el equilibrio con el medio ambiente. Pero claro, este título no molaba tanto y no engañaría a pringados como yo.

           A continuación pasa a analizar unas cuantas sociedades, todas muy bien escogidas para captar la atención del público de imaginación fácil: la Isla de Pascua, los anasazi, los maya, los vikingos, el Japón de la época Tokugawa... -sólo faltan los templarios para tener una serie de documentales de Canal Historia- y Montana porque veranea ahí.

              Y cierra el libro alertándonos de los peligros del cambio climático.
        
              La culpa es mía por no haberlo dejado en la página veinte.


Jared Diamond haciendo turismo cultural.

viernes, 11 de abril de 2014

sherlock



Sherlock




            Por fin he visto la tercera temporada de Sherlock. Me gustó, me gusta la serie en su conjunto y me alegra saber que habrá, al menos, una temporada más.
            Los argumentos a favor de esta serie son muchos.
            Para empezar, me parece una adaptación genial de las novelas de Conan Doyle. Creo que mantiene el espíritu de las novelas originales, pero trasladándolo a nuestros días. Si los personajes de Sherlock y Watson fuesen creados hoy, estoy seguro de que Conan Doyle los hubiese imaginado exactamente igual a cómo lo han hecho lo Steven Moffat y Mark Gatiss, los creadores de la serie. Sherlock es vanidoso, ególatra, brillante y, como le sucede a todos los genios, torpe en las relaciones sociales. Brusco, consciente de su superioridad intelectual, no duda en utilizar a las personas con las que se cruza en función de sus intereses. Y Watson es Watson, el contrapunto humano y emocional de la fría razón práctica de su compañero de aventuras.
            Las comparaciones con la versión americana son inevitables. Elementary es calamitosa. Hacer de Sherlock Holmes un hipster tatuado y de Watson una china-americana –Lucy Liu- experta en rehabilitación de yonkis es intolerable. Por no hablar de Moriarty, que resulta ser la exnovia de Sherlock Holmes, cuya fingida desaparición sume al detective en el pozo de la heroína. Puede parecer una chorrada, pero la inevitable comparación con la chapuza de Elementary hace que Sherlock brille con más fuerza.
            Como sucede en las novelas de Conan Doyle, la trama, con frecuencia, se soluciona de forma un poco chapucera. Hay demasiadas casualidades para que todo acabe coincidiendo y Sherlock pueda atar cabos. Da igual. Porque lo que importa en esta serie son los personajes, los ambientes, y no una trama sorprendente. No todos los días se puede hacer Sospechosos Habituales. Los guionistas deben elegir: o primar a los personajes, o primar la acción. No hay espacio para ambas cosas. Y a mí siempre me han interesado mucho más las personas que las peripecias. En el post anterior comentaba de pasada este hecho. True Detective, con ese crimen tan truculento, con ecos de vudú y con las altas esferas involucradas, hace que la atención del espectador se centre más en la acción que los personajes –por lo menos al principio, luego eso cambia y, cuando la serie acaba, el asesino importa un pito-. Que en Sherlock no encaje todo como el mecanismo de un reloj suizo carece de valor. Lo que queremos es ver a Sherlock, da igual lo que haga, por lo que no es conveniente plantear una trama demasiado impactante que atraiga la atención del espectador y la desvíe de lo que realmente importa, que son los personajes y los ambientes. Además, es una serie de detectives de toda la vida. Ya está todo contado en este género. Es imposible darle más vueltas a las tramas. Sólo queda hacer buenos personajes.
            La comparación con True Detective, me lleva a otro de los argumentos a favor de Sherlock. La serie no es nada pretenciosa. Sólo se plantea contar una historia de detectives y punto. Entretener al espectador, sin enredarse en conversaciones metafísicas sobre el sentido de la vida y la existencia. Es una
Moriarty
narración cien por cien lúdica. Y lo consigue. Porque nos tiene los ochenta minutos que dura cada capítulo encantados delante del televisor sin la necesidad de cerrar los episodios con un cliffhanger para asegurarse de que estaremos ahí la próxima semana. Son episodios autoconclusivos. Si vemos el siguiente es porque queremos saber más de la vida de Sherlock y Watson, no por la necesidad imperiosa de saber cómo termina -es cierto que la introducción de Moriarty en la serie altera un poco la estructura autoconclusiva, pero Moriarty no aparece siempre-.
            Centrándonos en la tercera temporada, hay algunos cambios que puede que no sean del gusto del espectador más ortodoxo. El primero y más evidente es que los sentimientos de los protagonistas pasan a primer plano, tanto, que la resolución de los crímenes por momentos queda relegada a una simple anécdota -especialmente en el segundo capítulo.
             De la mano de la primacía de los sentimientos, la serie cobra tintes humorísticos. Todo lo que rodea la boda de Watson es graciosísimo y reconozco sin ambajes haberme descojonado con el discurso de Sherlock como padrino de boda y eso de que el cura siempre es el tonto de la familia. Continúan las alusiones a la relación homosexual entre los dos protagonistas -esto no es nada nuevo; recuerdo una sucesión de gags hilarantes sobre este tema en La vida privada de Sherlock Holmes de Billy Wilder-. pero es curioso que esta vez sean los propios personajes los que se ríen de sí mismos. El comentario de Watson cuando Sherlock le está enseñando a bailar el vals es de una ironía muy fina.
            Puestos a ponerle algún pero, quizá la serie abuse de los efectos visuales como las sobreimpresiones en 3D o los giros vertiginosos de cámara. A mí estas cosas tienden a echarme de la serie, sobre todo cuando no vienen a cuento. No le veo ningún sentido al virtuosismo técnico por el virtuosismo técnico, más allá de fardar de las cosas tan molonas que sabe hacer equipo de efectos especiales. Pero este pequeño defecto no puede empañar una serie maravillosa.

miércoles, 9 de abril de 2014

John Gray. No hay Venus sin Marte… ni Marte sin Venus.





                John Gray nos amenaza con su enésima chorrada sobre hombres y mujeres. No lo juzgaré por estirar todo lo que puede las tonterías que nos contó en Los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus –yo dejé de contar a los diez libros publicados-. 

                Tampoco lo juzgaré porque sus teorías son un disparate se mire por dónde se mire. No me hace falta citar los millones de estudios de antropología de
John Gray
género en los que se demuestra con una cantidad abrumadora de pruebas que los roles de género son aprendidos, es decir, culturales.

         Tampoco diré nada de que sus libros son horriblemente conservadores. Difunden una idea de que las mujeres son naturalmente pasivas, seres que buscan empatía y darle al pico todo el día para sentirse realizadas; y que los hombres somos seres activos, competitivos, que necesitamos alcanzar objetivos para darle sentido a nuestras vidas. 

         Ni diré nada de que la experiencia cotidiana nos dice que las grotescas generalizaciones de John Gray son eso, grotescas generalizaciones. Según este autor, cuando tu mujer te dice que ya no la sacas nunca a bailar, no está diciendo eso, sino que te está mandando el mensaje cifrado de que te quiere mucho, que aprecia muchísimo lo que haces por ella, lo mucho que la atiendes y la tienes en cuenta y que esa noche le apetecería salir a bailar. Pues yo no sé cómo será la comunicación en clave del matrimonio de Gray, pero cuando mi mujer Ana me dice "no me sacas nunca a bailar", me quiere decir exactamente eso: que no la saco nunca jamás a bailar, porque no me gusta dar piruetas como un subnormal al ritmo de una música que odio. Tal y como lo plantea este chamarilero, la comunicación entre hombres y mujeres es un juego de símbolos, alusiones veladas, dobles sentidos e intenciones ocultas digno de un diplomático decimonónico. Si todo esto fuese cierto, la convivencia sería absolutamente imposible, además de generar una tensión insoportable en la pareja. Yo no sé a vosotros, a pero a mí pensar que cada vez que Ana y yo hablamos es como una partida de ajedrez, me agobia bastante.

         Esta falta abrumadora de rigor intelectual puede disculparse si atendemos a la extensa y profunda formación de este pensador, abalada por las instituciones más prestigiosas:

              1) Fue unos años a la Universidad de Santo Tomás y a la de Texas, donde no consiguió ningún título.

                     2) Vivió ocho años como un monje hindú en Suiza.

                3) Títulos de BA y Maestro en “Inteligencia Creativa” de la Universidad Maharishi Europeo de la Investigación –creo que esto es un título de yoga o algo así-.

               4) En 1997 obtuvo el doctorado en la Columbia Pacific University, institución no acreditada para la educación a distancia y que tuvo que cerrar por dicho motivo en 2001, cuando el juzgado dictaminó que esta escuela concedía excesivo crédito a estudiantes que no cumplen con los requisitos para obtener un título. 

                (La fuente de este currículum es la Wikipedia)
                
                 Lo que no tolero es que nos vuelva a bombardear con cursilerías como:

                “Para experimentar satisfacción debe comenzar a vivir su vida estimulado por el amor. El hecho de sentirse inspirado para dar en forma libre y desinteresada lo libera de la inercia de la autogratificación, desprovista de la atención de los demás. Aunque aún necesita recibir amor, su mayor necesidad es dar amor.
                La mayoría de los hombres no solo están deseosos de dar amor sino que tienen sed de él. Su mayor problema es que no saben lo que se están perdiendo. Pocas veces vieron a sus padres lograr satisfacer a sus madres. Como resultado, no saben que una gran fuente de satisfacción para un hombre puede surgir del hecho de dar.”
(Las hombres son de Marte y las mujeres son de Venus)


                Si a mi mujer se le ocurriese, aunque sólo fuese por un momento, comportarse de acuerdo a las directrices de este mentecato, juro que le pido el divorcio en el acto.  

                   Y lo peor de todo es que es tipo se ha forrado a lo bestia con cosas como esta. Me corroen a partes iguales la envidia y la indignación.

domingo, 6 de abril de 2014

True Detective




     Es una de las series de moda.
        No tengo nada en contra de las modas, siempre que el producto sea de calidad.
        True detective es una serie más que correcta que tiene varias argumentos a su favor:
    1. La música es maravillosa. Para mí lo mejor de la serie son los títulos de crédito, que podría estar viendo una y otra vez.
     2. Técnicamente es impecable. Los planos, las texturas, todo está cuidado y filmado con naturalidad, sin estridencias que descuelguen al espectador.
       3. Aunque sea lo que está de moda ahora, ofrece una visión de la Lousiana profunda inquietante. Seres humanos bestializados viviendo en caravanas en medio del monte, pobreza, degradación, violencia... Y todo ello conviviendo con los lujos propios del imperio del capitalismo y, sobre todo, con el fanatismo religioso y prácticas de vudú que todavía sobreviven por aquella zona. 
       4. Matthew McConauhey demuestra que no era sólo un cuerpo espectacular. Hace un gran papel, encarnando al mismo tiempo al detective insomne y obseso que sigue el caso en la década de los noventa como a la piltrafa humana que es investigada quince años después.
      5. Maggie Hart, la esposa de Woody Harrelson, es un personaje más que interesante.
      6. La trama está bien llevada, sobre todo con ese doble juego entre el tiempo del crimen y los quince años después en los que los dos detectives negros reabren el caso.
      Y seguro que hay más razones que ahora no recuerdo. Por estas y por las que acabo de citar merece la pena perder las ocho horas que dura la primera temporada.

      Sin embargo, no me encuentro entre la legión de fans incondicionales de la serie porque me parece un poco pretenciosa. True Detective es la historia de siempre de detectives y nos coloca uno detrás de otro una sucesión de tópicos. Están bien puestos eso sí -ya he dicho que merece la pena verla-, pero no deja de ser lo de siempre. 
        Para empezar, el personaje de Rust -Matthew McConauhey- está más visto que el tebeo. En un mundo donde se ensalza el individualismo, lo raro se considera una virtud. Un detective rarito -o raro de cojones, como es el caso- es la tónica general en cualquier serie policiaca. Hasta el detestable Horatio de CSI era un tío raro. Y los dos personajes que abren el género policiaco, Sherlock Holmes y Dupin, también son personajes extraños. La preculiaridad del protagonista es un tópico imprescindible en cualquier narración de detectives. En True detective le dan una vuelta a esta rareza con el pasado de Rust como infiltrado en un cartel de la droga, pero no deja de ser exagerar un poco el tópico que ya estaba ahí.
            En segundo lugar, una vida familiar destrozada porque la horrorosa realidad del trabajo del policía irrumpe en su vida cotidiana y familiar al no saber mantener las fronteras es un topicazo como un castillo. Y siento decir que Martin Hart no es Andy Sipowickz. 
          Y en tercer lugar, la trama, con el crimen truculento e inquietante es más de lo mismo. En este sentido prefiero diez mil veces Forbrydelsen, con un crimen normalito, la desaparición de una niña, que no oculta bajo la espectacularidad del delito las personalidades de los personajes. 
      Hay quien ha criticado el final -tranquilos, no se lo voy a estropear al que no la haya visto-, pero a mí me parece que es de lo más coherente con todo lo que nos habían contado hasta el momento.
       En cualquier caso, merece la pena ver esta serie que se deja ver bien.
       Por si a alguien le interesa, os cuelgo un enlace para que escuchéis la canción que abre la serie: https://www.youtube.com/watch?v=p4zluA60hjs