La verdad sobre el caso Harry
Quebert. Jöel Dicker.
Hace tiempo que había
oído hablar de esta novela. Un par de premios importantes, más de ochocientos
mil ejemplares vendidos en Francia y millones de comentarios en la red. Olía a
Best Seller a kilómetros. Y para más inri, es una novela negra. Lo tenía todo
en su contra. No tenía ni la más mínima intención de perder mi tiempo en
leerla. Luego, una amiga –esa que me invita a comer los Miércoles- me dijo que
la estaba leyendo y no habló mal de ella. Yo dije “ah” y no volvimos a comentar
nada. Hasta la semana pasada. El Miércoles, al marcharme de su casa, además de
gorronearle la comida, me llevé cuatro libros: Antología poética de Pessoa, La
sala de profesores de Markus Orths, La
fórmula preferida del profesor de Yoko Ogawa y La verdad sobre el caso Harry Quebert. Sabe Dios por qué empecé por
esta última.
La verdad sobre el caso Harry Quebert es una colección de todos los
tópicos de la novela negra: un pueblo aislado de costa, casi idílico, donde
todo aparenta felicidad sana, pero que, si escarbamos un poco como David Lynch
en Terciopelo azul, todos sus
habitantes tienen algo que esconder; el escritor huraño que vive solo en su
casa aislada; el millonario excéntrico; el joven escritor aprendiz que lleva a
cabo la investigación con la técnica del despistado; la joven camarera
enamorada del escritor; el amor que roza la pederastia, muy cerca de la Lolita de Nabokov; la madre castrante; y
otras muchas cosas más que se me habrán pasado por alto.
Un amigo me dijo una
vez que le cargan los escritores de género, porque siempre están tratando de
demostrar que no son sólo escritores de género, sino que quieren convencernos
de que saben escribir de verdad. Sin embargo, hay géneros que no dan más de sí.
Por mucho que quieras, la fantasía épica no tiene más que un héroe en una aldea
aislada, que la abandona para llevar a cabo una serie de aventuras y todo lo
que hemos visto en El señor de los
anillos. Los dragones y los elfos no sirven para ponerse místico. Y lo
mismo sucede con la novela negra. Un crimen, un detective y unos sospechosos.
Punto. Reflexionar sobre lo humano y lo divino a partir de esto es casi
imposible. Salvo que seas Sciascia, suele quedar un pegote y resulta
pretencioso. Aún así, los escritores de novela negra insisten en demostrarnos
lo grandes artistas que son. Jöel Dicker no es una excepción. No le bastaba su
detective, su crimen y sus sospechosos. En primer lugar, llena la obra de
referencias metaliterarias, sobre el proceso de escribir. ¡Cuánto daño hicieron
Cortázar y Rayuela! Pero Jöel Dicker
no es un crítico ni un teórico de la literatura. Es más, me atrevería a decir
que no tiene ni puta idea de estas dos disciplinas. Las conversaciones del
viejo escritor reconvertido en profesor universitario Harry Quebert y su
discípulo y joven talento Marcus Goldman son de dos pesetas. Los paralelismos
entre el boxeo, la vida y el proceso de la escritura son para echarse a reír.
En segundo lugar, la novela es un juego de perspectivas continuo. Lo que el
lector lee es La verdad sobre el caso
Harry Quebert, una novela que escribió el protagonista, Marcus Goldman,
para enmendar una novela anterior escrita por él sobre el mismo caso y en la
que nos cuenta lo que le sucedió durante la investigación, al tiempo que cede
la voz a los personajes para que reconstruyan los hechos del pasado. Con
frecuencia, esta reconstrucción no se hace en estilo directo, sino que es el
propio Goldman el que recrea lo sucedido. Y, por si no fuese suficiente, el
tiempo de la historia se desarrolla en cuatro planos diferentes: 30 de Agosto
de 1975, cuando Deborah Cooper llama a la policía para avisar de que ha visto a
un hombre persiguiendo a una chica ensangrentada y unas horas después, la
anciana es asesinada y la joven desaparece sin dejar rastro; 1998, cuando el
protagonista, Marcus Goldman, entra en la universidad y entabla amistad con el
famoso novelista Harry Quebert; 2006, cuando Marcus Goldman publica su primera
novela y se convierte en un escritor de éxito; y 2008, cuando Marcus Goldman,
que no encuentra inspiración para su segunda novela, va en busca de su viejo
profesor para que lo ayude y, casualmente, aparece el cadáver de la joven
asesinada en 1975 en el jardín. Jöel Dicker no podía ser un buen escritor de
novela negra; tenía que demostrar que dominaba la técnica del perspectivismo y
el juego entre la realidad y la ficción como Borges o Cervantes.
Hasta aquí la primera
crítica que le había hecho a la novela. A la que habría que añadirle que la
resolución del crimen está un poco traída por los pelos, lo que defraudará sin
duda a los lectores más ortodoxos del género negro. Pero ayer, después de
clase, me quedé hablando con un par de compañeros de un tema que me obsesiona:
la pérdida de la inocencia lectora. De niño, y casi diría que hasta los veinte
años, yo tenía una facilidad asombrosa para disfrutar de la literatura. Me lo
pasé pipa con bodrios horribles de Noah Gordon o Peter Berling. Todo colaba y
con todo disfrutaba. Ahora, veinte primaveras después y después de ese mismo
periodo de tiempo en la universidad estudiando literatura y unos cuantos años
enseñándola en el instituto, me cuesta muchísimo encontrar algo moderno que
realmente me guste. Todo me suena a ya contado, enseguida encuentro las
referencias o los plagios, las estructuras me rechinan y los comentarios, si no
están muy bien traídos, me echan de la lectura. En pocas palabras, dejé de ser
un lector para convertirme en un crítico. Y eso es leer mal, porque es el
primer paso para aburrirse con la literatura. Hace unas semanas, alguien me
habló de un tipo, profesor de arte, que viste todo de negro y lleva jerséis de
cuello vuelto, en plan existencialista. De todo opina y a todo le encuentra un
pero, hasta a Picasso. No se compromete con nada, como si esa actitud lo
pusiese por encima de artistas como Goya o Velázquez. A mí ese tío me parece un
gilipollas y no quiero ser así. Además, hoy, antes de escribir esta reseña, me
metí en una página web de esas que frecuentan hipsters la mar de modernos. Y la
despellejaban. Los comentarios eran de lo más elitistas y, además, injustos.
Yo me leí La verdad sobre el caso de Harry Quebert en
un fin de semana –y eso que es un tocho de carallo-.
¿Que no cuenta nada
nuevo? Qué más da. Garcilaso de la Vega también es un refrito de Petrarca y no
por eso deja de ser maravilloso. La originalidad es un prejuicio romántico. Y,
por si no se habían enterado, esos hipsters que se permitían el lujo de poner
podre esta novela porque ya vieron el argumento en Twin Peaks –esta bobada la leí tal cual-, ellos van exactamente
igual vestidos todos, lo que tampoco es muy original.
¿Las reflexiones
metaliterarias son cutres? Sí. Pero, al mismo tiempo, lo que cuenta en el
capítulo dos, cuando su editor le dice que la literatura actual es como
cualquier otro producto de consumo, que hay que darle al público lo que quiere
y que, si no lo haces, vendrá otro y se forrará por ti, es una verdad como la
copa de un pino. No importa la calidad, lo que importa es tener un producto
nuevo que ofrecer al mercado lector, que devorará y olvidará con la misma
rapidez. Esto es una novela, no un tratado de teoría de la literatura.
¿El juego de
perspectivas es excesivo? Tal vez, pero, como sucede en La verdad sobre el caso Sabolta, sirve para generar intriga, y este
es el ingrediente fundamental de una novela policiaca.
¿Qué resuelve la trama
mal? Me da igual. A mí lo que me gustan son las novelas de personajes y
ambientes. En general, la acción me parece intrascendente. Las novelas basadas
en una acción trepidante son novelas de consumo, que, como dice el editor de
Marcus Goldman, se leen y se olvidan. Lo importante son los personajes y los
ambientes. Y los personajes de La verdad
sobre el caso Harry Quebert no son planos. Puede que haya alguno que no sea
del todo verosímil, pero Jöel Dicker construye personajes con aristas que se
van abriendo a medida que avanza la lectura. Y es una novela que, por momentos,
recrea unos ambientes y unas vidas poéticamente tristes.
En conclusión, me lo
pasé bien leyéndola. Si me pongo exquisito, puedo encontrarle muchos defectos,
pero, si alguien quiere pasarlo bien, que no dude en leer La verdad sobre el caso Harry Quebert, porque seguro que lo hará.
P. D. Después de lo
que acabo de decir, tengo que revisar mi crítica a True Detective. (true detective)