Son tres novelas que cuentan la vida de un godo de Suecia que se educa en un monasterio, se hace templario y va a Tierra Santa, se hace amigo de Saladino y vuelve para ser una de las piedras angulares de la formación del reino de Suecia.
Acostumbro a intercalar una novela densa, de esas que te hacen ver el mundo a través de los ojos del autor durante un tiempo, y una obra ligera. No puedo leer novelones uno detrás de otro porque necesito unos días de descompresión entre obra maestra y obra maestra. Si no lo hago así, no las digiero ni las disfruto. Es como si las desperdiciara. La trilogía de las cruzadas es una de esas novelas de transición. Es una novela histórica con todos los tópicos del género. Hay aventuras, un esquema clásico construido sobre el viaje iniciático, amores y amoríos, batallitas, figuras históricas convertidas en personajes de novela y todo eso. No está mal. Tampoco es para tirar cohetes, pero es entretenida.
Generalmente, encuentro varios defectos en lo que solemos llamar novela histórica:
En primer lugar, me molesta soberanamente que aprovechen una historia más o menos interesante para colocarme una lección de historia. Pongamos, por ejemplo, que un personaje llega a una ciudad sumeria. Entonces, sin venir a cuento, el autor aprovecha para contarnos con todo detalle lo que ve el personaje paseando por las calles, aunque esto carezca por completo de importancia para el desarrollo de la trama. Cuando leemos novelas contemporáneas y un personaje llega a una ciudad, el autor no empieza a contarnos que había semáforos, que los coches se paraban cuando el semáforo se ponía en rojo, que la gente camina como yendo a lo suyo con unos plastiquitos en los oídos que emitían música y que se llaman ipads, etc... No lo hacen porque es innecesario, retarda un montón la narración y se hace pesada. Pues lo mismo sucede con la novela histórica. Evidentemente, hay que darle más datos al lector porque no conocemos las geografías y los modos de vida del pasado como los de hoy en día. Pero no hay que demorarse más de lo necesario porque, como digo, resulta muy pesado. Jan Guillou incurre en este defecto algunas veces, como cuando nos cuenta cómo monta su castillo o cómo luchaban en Tierra Santa. Pero lo cierto es que estos pasajes descriptivos los lleva bastante bien y no abusa demasiado.
Con frecuencia he comentado con una amiga que es profesora de historia esta tendencia del escritor de novela histórica a colarnos de rondón una leccioncilla de historia. A ella la llevan los demonios porque es buena lectora y además sabe historia. Siempre me dice que son datos históricos del todo banales y que, como dije antes, no hacen avanzar la trama, sino que la retardan. Ella cree que, si el lector quiere aprender ese tipo de chucherías de la historia, es mejor que se compre una de esas revistas de divulgación histórica que venden en los quioscos porque, con los veinte minutos que te lleva leerte un artículo, tienes tanta historia como en las cuatrocientas páginas de la novela.
Esta última idea me lleva a la que considero una de las razones por las que triunfa tanto hoy en día la novela histórica. Desde hace tiempo se considera la lectura como un alto placer intelectual. Se ha extendido entre la gente como una verdad evidente que leer te enseña cosas y, por tanto, te hace una persona mejor. Sin embargo, la mayoría de la gente que sostiene este tipo de afirmaciones, no sabe muy bien por qué o qué es lo que tiene que aprender de un libro. A este tipo de gente, yo le diría que leer es un alto placer intelectual dependiendo de qué lees. Si lees El Código Da Vinci, no sólo no aprendes nada, sino que involucionas. Hay novelas que te muestran el alma humana y novelas que te confunden. Además, había altos cargos de las SS que eran gente muy culta y eran unos hijos de puta.
Volviendo al tema de la novela histórica, estoy convencido de que triunfa tanto porque toda esa gente que cree que leer es bueno porque aprendes cosas ve algo concreto que le enseña la novela. "Al tiempo que lees una novela, aprendes historia", dicen. "Es un dos por uno". A esto habría que objetarles tres cosas:
a) Uno lee porque disfruta. A aprender se va a la escuela, o te lees un ensayo, que se aprende más porque está todo más concentrado.
b) La historia que se aprende en una novela de estas características es mínima. Entre otras cosas porque está escrita desde la sensibilidad moderna.
c) Pierre Bordieu, en Sobre el gusto, sostiene que el gusto popular se diferencia del gusto de las élites en que es utilitario. Las masas disfrutan de las cosas que creen que les sirven para algo. De ahí que cuando se gastan una pasta en una camiseta o un jersey, quieren que tenga la marca bien visible para que todo el mundo se entere de lo ricachón que es. Pues la novela histórica es lo mismo. Gusta porque creemos que sirve para algo.
Volviendo a la novela de Guillou, he de prevenir a aquellos que les gustan novelas con conspiraciones paranoicas de sectas secretísimas que gobiernan el mundo de que no les va a gustar. En este sentido, y aunque el protagonista sea un caballero templario, se mantiene bastante comedido y es de agradecer. Una vez cogí por curiosidad una novela de Matilde Asensi y casi me vuelo la cabeza del espanto.
Y poco más tengo que contar de esta Trilogía de las Cruzadas. Una novela histórica correcta, con una trama que se lee bien, buen ritmo, contenida en sus defectos y pocas virtudes. Una novela para desconectar, porque no va a estar uno toda la vida viviendo en el mundo del espíritu. El cerebro también necesita vacaciones de vez en cuando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario