La idea que mueve este post es explicarles a mis alumnas que lo que cada cultura entiende por la muerte determina la actitud hacia ella, y, a continuación, trazar una breve historia de cómo hemos llegado nosotros hoy en día a enfrentarnos a ella como lo hacemos. Para lo primero bastaba con citar casos distintos a nosotros, por ejemplo, en México, el Día de Todos los Santos y en muchas otras culturas la gente hace chistes, se ríen y hacen bromas durante el entierro y demás. Y para lo segundo también basta con remitirme al libro de Philippe Àries, El hombre ante la muerte, en el que hace exactamente el segundo de mis objetivos.
A lo dicho por Aries, yo añadiría que la revolución científica ha llevado a nuestra sociedad a lo que me gusta llamar la ceguera de la muerte.
En Occidente hemos perdido la fe en el más allá -no todo el mundo, pero sí es una tendencia general la laicización de las sociedades-. Esto nos lleva concebir la muerte como el final del camino, a pensar que te mueres y se acabó, que no hay nada más. Sin embargo, no hemos conseguido superar el miedo a la muerte. Salvo algunas personas en circunstancias excepcionales -enfermedades crónicas dolorosísimas, depresión profunda, etc...-, nadie se quiere morir.
Paralelamente, la ciencia, y su hija menor la medicina, nos han permitido alimentarnos sin problemas y superar enfermedades que hasta hace bien poco eran mortales. Ya no nos mata una gripe. Ni siquiera una tuberculosis. Y no tenemos que temer que una mala cosecha diezme la población. Nuestra calidad y esperanza de vida han aumentado notablemente. En este sentido, la ciencia y la medicina se erigieron en nuestras armas contra la enfermedad y la muerte.
La conciencia de la nada tras la muerte y los avances científicos y médicos han creado una sociedad que rinde culto a la salud y la vida. Nos esforzamos denodadamente por apartar de nosotros cualquier cosa que pueda siquiera recordarnos esas dos desagradables verdades que son la enfermedad y la muerte. Así, a bote pronto, se me ocurren un montón de ejemplos:
1- Operaciones estéticas que estiran la piel o inyectan veneno botulítico con la única finalidad de parecer joven.
2- Viejos obsesionados con llevar estilos de vida joven.
3- Culto al cuerpo en los gimnasios, cuyo objetivo es mostrar a los demás cuerpos aparentemente sanos.
4- Estilos de vida saludables, como practicar deporte o llevar un control exhaustivo de la alimentación, para que nuestro cuerpo-máquina no falle y nos arroje al abismo de la muerte.
5- El ideal de belleza es juvenil. No hay viejos ni viejas guapos.
6- Vas al supermercado y todos los productos son bio, tienen bifidus, vitaminas a, b, c y e, o cualquier otra cosa que te ayuda a vivir mucho más y mejor.
Y cuando la muerte aparece, cuando se nos recuerda que hemos fracasado en nuestro empeño titánico de vencerla, hacemos como si no existiese o tratamos de minimizarla.
1- Cuando se muere un familiar o cualquier otro ser querido, tomamos drogas o vamos al psicólogo para superar cuanto antes el trauma.
2- Es de mal gusto la ostentación de dolor en público. Comparad nuestras muertes contenidas con las imágenes que salen en el telediario cuando muere alguien en Oriente Medio: las madres gritan, se mesan los cabellos, lloran, se autogolpean...
3- No hablamos del tema. Nos hace sentir incómodos. Si se ha muerto un familiar, aparte de con los profesionales de la muerte -médicos y psicólogos-, solo hablamos de ello dentro de los círculos más íntimos. Y fijaos que digo íntimos, porque en la intimidad es el único espacio en el que uno puede hacer las cosas que le avergüenzan. Casi como no defecamos en público o no nos masturbamos en público, ocultamos nuestro dolor a los demás. La muerte ha caído en el espacio de la intimidad y la vergüenza.
Podría seguir con una larguísima lista de ejemplos, pero creo que ha quedado suficientemente ejemplificada nuestra ceguera voluntaria hacia la muerte.
Sin embargo, hoy me vais a permitir ponerme pedante y citar a Gil de Biedma:
... la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.
Por mucho que nos esforcemos en negar que la muerte existe, está ahí y forma parte de la vida tanto como el propio nacimiento.
Esta ceguera voluntaria ante la muerte tiene una serie de consecuencias negativas en nuestras existencias:
En primer lugar, nos hurta el duelo tras la muerte de alguien querido, lo que lo hace mucho más traumático.
En segundo lugar, no sabemos relacionarnos con la enfermedad. Tratamos de negarla, de borrarla de nuestro cuerpo, y, si no lo conseguimos, sufrimos horriblemente.
En tercer lugar, lo que le da sentido a nuestras vidas es precisamente que son finitas. Hoy, que estoy muy pedante, voy a volver a citar a otro escritor y a un filósofo. El primero es Borges y su cuento El inmortal. En la ciudad de los inmortales, nadie hace nada, nadie siente ninguna motivación por nada porque, al vivir eternamente, todo ha de repetirse infinitas veces. ¿Qué sentido tienen entonces las cosas? Y el segundo es Schopenhauer: ¿os imáginais toda la eternidad siendo vosotros mismos?
Y en último lugar, nos aterroriza envejecer y morir. ¿Qué sentido tiene tener una relación tan traumática con algo que ha de ocurrir inevitablemente?
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