Un parapléjico millonario aristócrata contrata a un expresidiario del extrarradio de París para que le cuide. Poco a poco surge la amistad entre estos dos individuos tan diferentes.
Intocable no plantea nada nuevo. El conflicto sobre el que construye la acción ha sido repetido una y mil veces. Dos personajes, representantes cada uno de un modo de vida opuesto, coinciden. Por debajo de las posiciones y las clases sociales está la naturaleza humana, las personas de carne y hueso, de ahí que estas dos personas a priori irreconciliables se acaben acercando. El mensaje es claro: más allá de las clases sociales están las personas.
Pese a que la película está basada en una historia real, es más que discutible que esta premisa sea cierta. Puede que haya sucedido en un caso, pero cada día las personas percibimos la frontera de las clases sociales y sufrimos el no poder acceder a espacios y posiciones reservadas para las clases dominantes. La historia de Intocables es la excepción que confirma la norma: las fronteras sociales aíslan a los individuos, más allá de las psicologías y las inclinaciones individuales. En este sentido, el mensaje de Intocables no sólo es falso, sino que es tremendamente conservador, ya que da la sensación de que vivimos en un mundo maravilloso en el que, al final, se imponen el amor y la armonía. Con esto no quiero decir que haya que juzgar a una película por cuestiones políticas. Nada más lejos de mi intención. Pero sí que, cuando planteas un mensaje como el de Intocables, hay que tener un poquito de cuidado y no ser tan naif.
Para que esta estructura narrativa funcione es necesario estereotipar a los personajes. El espectador debe reconocerlos enseguida como símbolos o representantes de una clase social. Esto, evidentemente, le resta profundidad psicológica, de modo que los dos protagonistas de este filme son bastante planos.
Y sin embargo Intocables es muy agradable de ver. Es un ejemplo claro de que en el arte la forma es tanto o más importante que el contenido. Tiene ritmo narrativo y, aunque sabemos de sobra cómo va a acabar, disfrutamos con todos y cada uno de los gags cómicos y hasta le acabamos cogiendo cariño a los personajes. Es una película perfecta para esas noches en las que, cansado después de un día de trabajo, no te apetece romperte la cabeza con El séptimo sello. Permite desconectar, disfrutar y pasar un buen rato. Eso sí, siendo conscientes qué visión del mundo nos está transmitiendo.
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