En contra de la superstición de la cultura como deber del ciudadano.
Después
de releer el artículo “De qué hablamos cuando hablamos de integrar”, me quedé
un poco preocupado por si pudiese interpretarse como un canto a las excelencias
de nuestro discurso cultural occidental. Por eso he decidido dejar un par de
cosas claras:
Primero:
Que
siempre haya un discurso hegemónico no quiere decir que ese discurso sea monolítico e inamovible. Si eso fuese así,
seguiríamos viviendo como en la Edad Media. Ya he repetido hasta la saciedad
que las sociedades son entes heterogéneos en los que conviven diferentes
facciones culturales tratando de imponer su discurso. Incluso el discurso de
una facción sufre variaciones a lo largo del tiempo fruto de las presiones y de
cambios externos como pueden ser, por ejemplo, avances tecnológicos o nuevos
descubrimientos. Nuestro deber como ciudadanos es tratar de que el discurso
hegemónico se adecúe lo más posible a esos valores éticos universales a los que
he aludido veladamente en repetidas ocasiones. La libertad, la tolerancia, la
no violencia, etc… son valores universales que están más allá de las culturas. Cualquier
antropólogo relativista me dirá que la libertad, la tolerancia y la no
violencia son valores culturales y que considerarlos como universales es
etnocéntrico, por lo que hay que respetar cualquier manifestación cultural
porque yo no puedo juzgar el significado de esa práctica desde fuera de su
cultura. Le reconozco ciertas cuotas de verdad a estos argumentos. Ya he sacado
a colación en repetidas ocasiones a los yanomamo, una etnia indígena que vive
desperdigada por el Amazonas, entre lo que hoy en día es Venezuela y Brasil, considerada
como uno de los grupos étnicos más belicosos de la historia. Entre los yanomamo
la no violencia no sólo no es un valor ético positivo sino, muy al contrario,
cualquier gesto en ese sentido es severamente reprendido como cobardía, lo que
nos lleva a concluir que la no violencia no es un valor ético universal, sino
que está determinado por la cultura. Cierto. Pero esto no quiere decir que la
no violencia no sea deseable. Desde finales del siglo XIX, con el auge de los
nacionalismos, se ha dado una hipervaloración de lo cultural, como si cualquier
fenómeno, sólo por el hecho de ser cultural, fuese respetable. Esto es una
superchería de lo más perniciosa. Como todo en la vida, hay prácticas
culturales buenas y prácticas culturales malas. Buenas son aquellas que le
hacen el bien a nuestros semejantes y malas son aquellas que acarrean el mal.
Lo siento mucho por los yanomamo, pero por mucho que los relativistas insistan
en ello, no veo en qué beneficia a sus congéneres ser atacados por una aldea
vecina, asesinados los hombres y las mujeres raptadas como botín de guerra. Me
importa un pito que sea una práctica cultural. Es una práctica cultural
negativa y por eso debe erradicarse. Lo mismo sucede con la ablación femenina.
Esta práctica cultural, que se da en ciertos territorios musulmanes a pesar de
que está prohibida por el Islam, consiste exactamente en la mutilación genital
femenina. Esta mutilación puede darse de diversas formas y va desde la
amputación del prepucio del clítoris a la circuncisión faraónica, que llega
hasta la extirpación del clítoris, los labios menores y mayores y un posterior
cosido de la zona hasta dejar un orificio minúsculo para la evacuación de la
sangre y la orina. Aunque la fuente sea la Wikipedia, al loro con la
descripción de esta práctica que hace Amnistía Internacional:
Sientan a la niña desnuda, en un
taburete bajo, inmovilizada al menos por tres mujeres. Una de ellas le rodea
fuertemente el pecho con los brazos; las otras dos la obligan a mantener los
muslos separados, para que la vulva quede completamente expuesta. Entonces, la
anciana toma la navaja de afeitar y extirpa el clítoris. A continuación viene
la infibulación: la anciana practica un corte a lo largo del labio menor y
luego elimina, raspando, la carne del interior del labio mayor. La operación se
repite al otro lado de la vulva. La niña grita y se retuerce de dolor, pero
siguen sujetándola. La anciana enjuga la sangre de la herida y la madre, así
como las otras mujeres, "verifica" su trabajo, algunas veces introduciendo
los dedos. La cantidad de carne raspada de los labios mayores depende de la
habilidad "técnica" de quien opera. La abertura que queda para la
orina y el flujo menstrual es minúscula. Luego, la anciana aplica una pasta y
asegura la unión de los labios mayores mediante espinas de acacia, que perforan
el labio y se clavan en el otro. Coloca tres o cuatro a lo largo de la vulva.
Estas espigas se fijan con hilo de coser o crin de caballo. Pero todo esto no
basta para asegurar la soldadura de los labios; por eso, a la niña la atan
desde la pelvis hasta los pies. Le inmovilizan las piernas con tiras de tela.
Esto
está mal porque provoca serios perjuicios a la niña.
Podíamos
seguir con la lista de prácticas culturales nocivas. Podríamos, por ejemplo,
hablar de los sacrificios humanos entre los aztecas o del canibalismo de los
indios caribes, que atacaban a sus vecinos arawak para conseguir botín y, de
paso, capturaban a sus niños, los castraban y los criaban para comérselos
luego, como si de bueyes cebones se tratase. Pero creo que con los casos
extremos de la ultraviolencia entre los yanomamo y la ablación de clítoris ya
es suficiente.
Que
todos los ejemplos analizados hasta aquí sean de culturas diferentes a la
nuestra es sólo por claridad expositiva. Si hubiese escogido prácticas
culturales nuestras no nos hubiesen parecido aberraciones porque hemos
convivido tanto tiempo con ellas que han acabado por parecernos normales. Pero
pensad, por ejemplo, en una costumbre tan occidental como la de vivir hacinados
en monstruosas urbes. Como consecuencia de la Revolución Industrial, el campo se
despuebla de trabajadores que acuden a las ciudades en busca de empleo en las
nuevas fábricas. Este movimiento se acentúa desde mediados del siglo XX con la
revolución de las nuevas tecnologías y hoy en día tenemos a millones de
personas viviendo en capitales. Como somos muchos y no hay espacio para todos,
el precio del suelo se dispara. Los trabajadores menos asalariados –que son la
inmensa mayoría- no pueden pagarse una vivienda cerca de su puesto de trabajo y
tienen que desperdiciar horas diarias desplazándose para trabajar, con la
considerable merma del tiempo que pueden disponer para sí mismos y para su
realización personal. A esta nefasta práctica que atenta contra la felicidad
del individuo –difícilmente uno puede alcanzar la felicidad levantándose a las
seis de la mañana para pasar una hora encerrado en el metro hasta llegar a un
trabajo alienante en el que pasa entre ocho y nueve horas para volverse a meter
al final de la jornada otra hora de metro y llegar a casa lo suficientemente
cansado para no pensar que el día de hoy ha sido exactamente igual al de ayer,
al de mañana y al de los próximos treinta años- hay que sumarle el desperdicio
de energía en coches, metros y trenes, lo que nos obliga a hacer un uso abusivo
de las energías fósiles que amenaza con destruir el planeta.
En otro
artículo hablé o hablaré de la economía en el sistema de capitalismo de
consumo. La economía, como la política o la religión, forma parte de la
cultura. Y no se me ocurre un ejemplo más claro de una práctica cultural nociva
que la organización económica que surgió de la cultura capitalista occidental,
que deja un porcentaje despreciable por ínfimo de ricos, que condena a ingentes
masas de población a la pobreza y que a aquellos que tenemos la suerte de tener un trabajo se nos
requiere que pasemos cuarenta horas semanales –la mayor parte de nuestra vida-
realizando un trabajo alienante a cambio de un sueldo que nos permite malamente
pagar la vivienda, la manutención y, si hay suerte, un mes de vacaciones en
alguna localidad costera. Eso, por no hablar de un sistema que requiere
continuamente de nosotros que compremos cosas que no necesitamos sólo para que
la cadena de producción consumo siga funcionando.
Volviendo
al origen de esta argumentación, nuestro deber como ciudadanos pasa por luchar
para que el discurso hegemónico se acerque lo máximo posible a esos valores
universales que nos hacen la vida mejor a todos los seres humanos. Para ello,
en numerosas ocasiones, habremos de enfrentarnos a determinadas prácticas
culturales que atentan contra este bienestar y que chocarán contra los
paladines del relativismo que, apelando paradógicamente a otro valor universal,
el respeto, tratarán de preservar cualquier práctica cultural,
independientemente de su naturaleza.
Segundo:
Las
cosas no son siempre blancas o negras. Que luchemos por imponer un discurso
hegémonico no quiere decir que deseemos que todos los ciudadanos sean
uniformes, fotocopias unos de otros. Precisamente, uno de los valores
universales de ese discurso hegemónico es el respeto por las diferencias y la
libertad individual, siempre y cuando uno no se le haga daño a los demás. Si la
expresión de esas diferencias es inocua para la sociedad, esta debe velar
porque puedan ser expresadas, ya que el respeto y la libertad son valores
universales de ese discurso hegemónico al que debemos aspirar. Que un individuo
hable en gallego, castellano, catalán o euskera no afecta en principio a la
libertad de los demás, siempre y cuando se respete el derecho del otro a hablar
en lo que le dé la gana. Una afirmación como esta, tan genérica, estoy seguro
de que satisfará a todo el mundo, tanto a aquellos posicionados dentro del
llamado nacionalismo periférico, como al nacionalismo españolista. El problema
viene cuando la sociedad se plantea el medio por el cual alcanzar esa libertad
lingüística. Por eso digo que las cosas no son siempre blancas o negras. Es muy
fácil posicionarse con casos extremos como lo que cité antes de la ablación o
el canibalismo. Pero una vez que hemos acordado que todos tenemos derecho a hablar
en la lengua que nos venga en gana, surge el problema de cómo conseguirlo. En
este sentido puedo contar una anécdota que creo que es muy significativa:
Hará
cosa de un par de años me encontré con una antigua alumna en la Universidad de
Coruña. Esta alumna procedía del medio rural y yo le di clase en un instituto
en el que no se oía una sola palabra en español. No era una opción política,
sino que su lengua materna era el gallego y los alumnos no se sentían cómodos
hablando en castellano. Repito que no era una cuestión política. En alguna
ocasión, como soy profesor de lengua castellana, les pedía que intentasen
hablar en castellano, aunque fuese sólo durante la hora de clase. La respuesta
era unánime e inamovible: No. Sin embargo, repito que no era una opción
política. Cuando hace años, tuve que dar la clase de tutoría en gallego, ellos
mismos me pidieron que lo hiciese en castellano, aunque ello contraviniese la
ley, porque era evidente que mi expresión en gallego resultaba forzada. Pues
bien, años después, me encontré a una de estas alumnas en la Universidad, en
Coruña, donde el castellano es la lengua dominante. Y cuál sería mi sorpresa
cuando esta chiquita, en presencia de todos sus nuevos compañeros de clase, se
dirigió a mí en castellano. Es evidente que no eligió en libertad. Las
presiones sociales y los prejuicios la coartaron. Lo lógico, por tanto, sería
implementar políticas de discriminación positiva para que los gallego hablantes
no vean coartada su libertad porque, como es lógico deducir, la libertad no se
ve menoscabada sólo por la prohibición o la represión directa, sino que, con
mucha más frecuencia, es la ley no escrita la que rige nuestros comportamientos.
Sin embargo, estas políticas de discriminación positiva que llevaron a cabo los
miembros del gobierno bipartito que estuvo al mando de Galicia desde 2005 a
2009 hicieron que un alto porcentaje de la población urbana gallega se sintiese
agredida en sus derechos de castellano hablantes. Prueba de ello es que el
partido conservador recuperó la mayoría en las capitales de provincia,
tradicionalmente castellano hablantes, con una única propuesta electoral: que
dejaría escoger a los padres el idioma en que se educaría a los niños en las
escuelas. Apenas se habló de economía, el medio agrario o política marítima,
tan importantes para Galicia. El tema se centró única y exclusivamente en la
lengua. El partido conservador excitó a las masas urbanas que se sentían
discriminadas en su condición de hablantes de castellano y ganó con una mayoría
absoluta arrolladora. Por supuesto, el partido conservador no cumplió su
promesa electoral. Se limitó a pasar una encuesta a los padres y siguió con una
educación uniforme para todos los alumnos, eso sí, disminuyendo el número de
horas impartidas en gallego en favor del castellano y el inglés. Pero ese es
otro tema. El caso es que las políticas de discriminación positiva para
preservar los derechos de los gallego hablantes hicieron que gran parte de la
población se sintiese descontenta.
La
solución a un problema como el que acabo de enunciar y a otros similares, como
podría ser la libertad de culto o el acceso al trabajo de las poblaciones de
origen inmigrante pasa, como es lógico, porque los poderes públicos ejerzan con
responsabilidad, dialoguen y todos cedan para llegar a un acuerdo.
Desgraciadamente, en el sucedáneo de democracia que tenemos a los partidos les
importa bastante antes detentar el poder que el gobierno responsable de los
ciudadanos y no dudan en hacer campañas manipuladoras, llenas de medias
verdades, cuando no de mentiras flagrantes, para ganar las elecciones.
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