lunes, 3 de marzo de 2014


¿De qué hablamos cuando hablamos de integrar?

Empecé a darle vueltas a este tema hace un par de semanas. Era sábado por la noche. T, L y yo estábamos sentados en la calle de la Madamme. El pub y la calle estaban abarrotados, en su mayor parte por modernillos livianos y vacuos pero vestidos muy a la moda. Yo no vi la escena directamente porque estaba de espaldas, pero según me contó T, en un momento dado doblaron la esquina tres marroquíes de unos 16 años, dos hombres y una mujer. Ninguno de los tres estaban preparados para lo que vieron. Se detuvieron bruscamente al observar a las decenas de hipsters tomando combinados y charlando encantados de haberse conocido. Hubo un momento de indecisión entre los marroquíes. Luego, tras unos segundos, los dos chicos atravesaron la calle sacando pecho como gallitos con un móvil en el que sonaba música étnica a todo trapo. La chica, como corresponde a una mujer musulmana bien educada, lo siguió un par de metros por detrás con la mirada fija en el suelo. Al llegar al final de la calle, lejos ya del espacio dominado por los hipsters occidentales, los dos muchachos se volvieron para mirar si la chica los seguía.

-¿Cómo cojones se van a integrar si parecen recién salidos de la tribu? –dijo T.

Yo, que conozco a mi amigo, en ningún momento interpreté su comentario como racista. Era simplemente la expresión de su indignación por la marginación de la mujer. En el momento entendí esta explosión de irritación. A mí tampoco me gusta que traten a las mujeres como a un burro o un camello. Pero, al mismo tiempo, traté de interpretar la escena desde los ojos de los marroquíes. Eran dos adolescentes que con toda seguridad no llevaban demasiado tiempo en España. Asimismo, dudo que sus padres disfruten de nóminas mensuales de tres o cuatro mil euros, sino que con toda seguridad subsistirán malamente gracias a la economía informal. Tampoco creo que sean estudiantes excepcionales. Más bien estarán en agrupamientos especiales, en diversificación curricular o cualquiera de esos grupos que se hace para atender académicamente a los malos estudiantes. No es muy difícil deducir que una pandilla de hipsters hiperoccidentalizados haciendo cosas que ellos no entienden los intimiden, además de que estoy seguro de que les provoca cierto sentimiento de inferioridad. Y de ahí esa reacción de afirmación de su identidad étnica. Frente a la amenaza de lo desconocido y el desprecio de las clases poderosas, ellos se reafirman en sus valores culturales como forma de defensa.

Esta interpretación apenas si aporta nada. Es una conclusión a la que puede llegar cualquiera y en mi mente estaba a hacer un pequeño artículo de costumbres cómico como los que hago contándoos historias de mi vida. Normalmente escribo estos artículos en un par de horas porque se trata hacer un par de chistes fáciles combinados con una explicación cultural superficial. Pero aquí tuve un problema: aunque me gusta ser políticamente incorrecto, era muy fácil caer en un artículo racista, cuando yo no creo serlo en absoluto. Podría pasarme como a T si alguien escuchase su comentario sin conocerlo y fuera de contexto. Entonces empecé a darle vueltas a la conclusión y surgió la pregunta que me hago con el título de este artículo: ¿de qué hablamos cuando hablamos de integrar?

Y ahí va la respuesta:

Esa idea del viejo funcionalismo de que las sociedades son un todo homogéneo y perfectamente estructurado donde cada parte contribuye al perfecto funcionamiento del todo está más que superado. De forma sucinta, el problema fundamental de estas explicaciones es que su argumentación es siempre tautológica. Se parte de la idea de que cualquier fenómeno cultural contribuye al mantenimiento del sistema. Y así se explica todo. Por ejemplo, Marvin Harris explica que los hindúes no coman vaca porque el hecho de no comerla les aporta más calorías que comerlas. Tal vez esto sea cierto, pero nada impide que los hindúes adopten un sistema de producción agropecuario masivo y puedan así comer todas las vacas que les dé la gana.

En algún que otro artículo anterior ya he dicho que las sociedades se componen de diferentes facciones, cada una con sus intereses propios y sus propios discursos, habitus, representaciones colectivas, categorías y patrones de conducta o como les queramos llamar. En muchos aspectos las diferentes facciones no entran en conflicto. Por ejemplo, el hecho de que los musulmanes que conviven con nosotros en Coruña, coman o no cerdo nos importa un pito, más allá de lo que pueda afectarles a las industrias cárnicas. Pero hay otros aspectos que sí. Tratar a la mujer como un individuo de segunda subordinado al varón nos repugna. Y ahí es cuando los roces provocados por la convivencia de diferentes facciones trascienden lo local y llegan incluso hasta los medios de comunicación. ¿Qué hacemos con las niñas que se nos presentan en clase con la cabeza cubierta con un pañuelo?

 No me resisto a recoger tres respuestas a esta pregunta:

a)         L Antonio de Villena. Poeta, intelectual, homosexual y un tipo muy inteligente. Su respuesta es perfectamente coherente con su condición. Según él, se debe prohibir la entrada en las escuelas a niñas con la cabeza cubierta con un velo. El velo es un símbolo de subordinación de la mujer. El Islam considera que el cabello de la mujer es un símbolo sexual que incita al hombre al pecado. El hombre es bueno por naturaleza y sólo cae en el pecado de la carne por culpa de la pérfida hembra. Por eso la mujer debe ocultar todo lo que recuerde su feminidad y que pueda, aunque sea remotamente, hacer caer al hombre en el pecado de lujuria. Los occidentales, que creemos en la libertad y la igualdad, en ningún caso debemos permitir símbolos como el velo, porque los símbolos configuran la realidad. Lo mismo sucede con las tocas de monja. Si a alguna loca ultra católica se le ocurriese presentarse en clase con una, tampoco se la dejaría entrar.

b)         Iolanda, una compañera que tuve en un instituto hace ocho años, superfeminista y ultranacionalista. Como soy un cabrón, le planteé el dilema del velo, a ver qué pesaba más en su imaginario, si el feminismo o el nacionalismo. A la pobre señora se le mudó el rostro y me pidió unos días para reflexionar  -mucho me temo que para preguntarle a su marido-. Al final, Iolanda resultó ser más nacionalista que feminista. Dijo que la libertad cultural estaba por encima de todo y que había que respetar cualquier forma de expresión.

c)         Mi amigo X. Según él, hay que dejar que las niñas vayan con velo y, si se ponen, también con burka, porque él estuvo 15 días de vacaciones en Turquía, lo que le permitió tener un conocimiento profundo de la sociedad turca y observó que las chicas turcas se ponían el velo como un complemento más de la moda. Las había que se ponían velos de tela de tigre, velos de colorines y hasta velos Nike. Entonces el velo no es en absoluto un símbolo de sumisión de la mujer, sino una forma de ponerse “cachonditas” -la expresión es suya-. Por supuesto, ni se le pasó por la cabeza que el capitalismo, y en este caso la industria textil, incorpora al sistema de producción y consumo lo que sea, incluso las formas de discriminación sexual.

Como decía, las sociedades están compuestas por diferentes facciones. Estas facciones pueden ser de muy diversa condición. Hay facciones por orientación política –izquierdas y derechas-, hay facciones por sentimientos de filiación étnica –diferentes nacionalismos-, hay facciones por el lugar geográfico de procedencia –autóctonos e inmigrantes, y dentro de los inmigrantes, ecuatorianos, senegaleses, marroquíes,…-, etc… Cada una de las facciones tiene sus propias categorías culturales y sus programas de conducta asociados a ellas. Un individuo no pertenece a una única facción, sino que su identidad cultural surge de la superposición de todas a las que se adscribe. Me pongo a mí como ejemplo:

-          Nací y me crié en Coruña, lo que, en cierta manera, ha determinado la forma que tengo de entender el mundo y de comportarme. Mi infancia, mi adolescencia y mi juventud transcurrió en una ciudad media de provincias, lo que me diferencia, por ejemplo, de mis alumnos de Vimianzo. Significativo a este respecto es el hecho de que me escandalizara que, de los 600 alumnos del centro, ninguno quisiese ir en verano con todos los gastos pagados a pasar un mes en Canadá porque coincidía con el día del patrón del pueblo. No podía entender que sacrificasen la experiencia de conocer otro continente sólo por cogerse un colocón espantoso y echar un polvo en un pajar. Sin embargo, cuando se lo conté a un colega de Ribeira, me dijo que lo entendía perfectamente porque puedes hacer muchas más cosas en la noche del feirón que en todo un mes en Canadá. Éste es un ejemplo un poco chorra, pero creo que ejemplifica bastante bien cómo cambia la percepción del mundo en función del lugar en el que uno se ha criado.

-          También fui criado por unos los intelectuales de izquierdas. Mi padre es un científico bastante significado políticamente. Trabaja para el Estado haciendo investigaciones agrarias. Esta educación no me marcó sólo políticamente, sino que llega hasta el punto de que cuando se me planteó por primera vez en mi vida la necesidad de buscar trabajo fui absolutamente incapaz de montar un negocio, sino que seguí los pasos de mis padres y acabé estudiando unas oposiciones. Asimismo, he interiorizado una concepción del mundo en la que yo creo que todos los seres humanos son iguales y que las diferencias entre ellos son el resultado de un reparto injusto de bienes. Muy al contrario, un familiar de mi mujer al que estimo bastante, es el hijo de un deportista de élite y de una familia de alcurnia. Como es de esperar, este familiar desprecia todo lo que tenga que ver, aunque sea remotamente, con la Administración Pública y está absolutamente convencido de que las diferencias entre los seres humanos se deben a una cuestión de mérito. Cada uno ocupa la posición social que se merece. Hace unos días hablando con su mujer precisamente de este tema me di cuenta de hasta qué punto sus categorías culturales y las mías eran radicalmente diferentes. Su discurso y el mío eran, en todo el sentido de la palabra, inconmensurables. Podíamos estar una semana hablando que de ninguna manera hubiésemos llegado a una solución de consenso. Los esquemas de pensamiento sobre los que construíamos los razonamientos eran distintos, de modo que nuestros discursos no se tocaban en ningún punto.

-          Supongo que también soy lo que se considera un producto típico de la clase media alta. Esto permitió a mis padres mandarme a un colegio privado -no se lo reprocho, ellos pensaron que era lo mejor-, lo que os aseguro que me marcó realmente. Tiendo llevarme bien con todo el mundo, pero no podéis imaginaros lo fuera de lugar que me encontraba a veces cuando con colegas del barrio, hijos de padres trabajadores manuales. Yo era afable con ellos y nos reíamos y lo pasábamos bien, pero todos éramos conscientes de que las conversaciones adolecían de naturalidad. Para que veáis hasta qué punto determinan nuestras categorías culturales y los patrones de conducta la clase social a la que pertenecemos podéis leeros un libro que está bastante bien de Oscar Lewis que se llama La cultura de la pobreza. En este libro Oscar Lewis sostiene que la cultura de la pobreza suele perpetuarse pasando de padres a hijos, con lo cual las nuevas generaciones no están psicológicamente preparadas para aprovechar todas las oportunidades de progreso que puedan aparecer en el transcurso de sus vidas. Los aspectos básicos, según el estudio de Lewis, de lo que él llamo la cultura de la pobreza, son el odio a la policía y gobierno, desconfianza del gobierno, cinismo frente a la iglesia, fuerte orientación hacia vivir el presente, temprana iniciación de las prácticas sexuales, poca tendencia a seguir las leyes y escasa o nula planificación del futuro.

Podría seguir así desglosando mi vida, pero creo que con estos tres ejemplos ya basta.

Como dije, las diferentes facciones entran a veces en conflicto por imponer sus propios intereses al conjunto de la sociedad. El número de facciones al que pertenece cada individuo es relativamente alto, aunque por cuestiones históricas hay dos que se han priorizado ante todo: la clase social y la etnia -lo cual resulta bastante curioso, porque no sé de nadie que haya planteado que en la sociedad actual se priorizan los intereses de los individuos de la ciudad frente a los del campo, a los que se despoja de toda su producción para ser comercializada en el mercado alimenticio-.

De la lucha entre facciones de clase tengo poco que decir en este artículo y como ejemplo de choque de intereses entre estas facciones están la revolución francesa, la revolución rusa y todo el sistema político que se viene formando en occidente desde la desaparición del sistema colonial tradicional.

De la segunda es de la que tratamos en este artículo:

El discurso popular tiende a identificar la cultura con la etnia y pasa por alto el resto de condicionantes como si nuestra cosmovisión dependiese única y exclusivamente de la endoculturación en una etnia determinada, cuando la cultura es un concepto mucho más amplio. Esta concepción de la cultura nace con la superstición romántica de Herder y compañía de que un determinado espacio geográfico se identifica con una cultura particular que, a su vez, moldea a los individuos que pertenecen a ella hasta hacerlos compartir una cosmovisión común. No quiero extenderme demasiado aquí para rebatir esta idea porque podría desviarnos del tema central de este artículo y extendernos más allá de lo necesario. Sin embargo, creo que debo dejar claro un par de cosas. Para los nacionalistas, la cultura ya no es una construcción artificial, sino un producto natural de la tierra. Según Herder, cada pueblo tiene su propio espíritu. El Volksgeist determina la forma de entender el mundo de los miembros de cada cultura y los hace semejantes entre sí. Es en esa semejanza de cosmovisiones en lo que se fundamenta la existencia de las diferentes naciones y pueblos. Los alemanes se asocian con los alemanes, los franceses con los franceses y lo gallegos con los gallegos porque son semejantes entre ellos y diferentes de un ruso o un español. Una ley o una costumbre no es buena porque mejore nuestra forma de vida, sino sólo por ser ancestral. Cuanto más cercana esté al origen, menos contaminada estará y más Volksgeist será. De ahí que en su origen los nacionalismos estuviesen ligados a partidos políticos conservadores.

 Cuando pensamos en conflictos entre facciones étnicas a todos nos vienen a la cabeza Hitler y Stalin. Y también los dos marroquíes que pasaron pavoneándose como pavos reales con la chica 2 m por detrás.

El discurso del multiculturalismo ofrece, a grandes rasgos, dos soluciones al conflicto entre facciones étnicas en el seno de una misma sociedad:

a)      La convivencia pacífica y armómica de ambas culturas étnicas, respetando las características específicas de cada una y creando espacios de diálogo.

b)      La creación de una cultura híbrida, que surja como resultado de la mixtificación de las diferentes culturas étnicas que conviven en una sociedad determinada.

Desgraciadamente, ambas soluciones, son una quimera. La primera de ellas, porque, como he repetido hasta la saciedad, cada facción tiene una serie determinada de categorías culturales que ordenan el mundo y unos patrones de conducta asociados a ellas, es decir, que cada facción ofrece un modo de ordenar la sociedad y de comportarse. El discurso es poder, como decía Foucault, de ahí que las facciones, ya sean de clase, ya sean étnicas, luchan por convertir su discurso en el discurso del poder. Siempre habrá un discurso hegemónico.

Consciente de lo que acabo de enunciar, el discurso multicultural optó por crear un discurso híbrido e identificar este discurso con el poder. Era una solución mucho más coherente con los mecanismos de la sociedad, y así funcionó en algunos lugares, pero desgraciadamente, el poder no gusta de ser compartido. Estos discursos multiculturales fueron, en el mejor de los casos, inestables, como lo fue la socialdemocracia como discurso híbrido entre las facciones de clases.  

Y así llego a lo que comúnmente se entiende por integración cuando hablamos de integrar. Dado que el discurso es poder, siempre habrá uno hegemónico. Cuando el ciudadano medio convive con otros ciudadanos pertenecientes a facciones étnicas minoritarias y experimenta un determinado conflicto como puede ser el velo y la subordinación de la mujer se postula en torno a dos opciones:

a)      Ignora estas cuestiones siempre y cuando se hagan lejos de él. Es lo que todos conocemos como ghettos. Nos trae al pairo lo que hagan, con tal de que lo hagan lejos. Es lo que llevamos haciendo siglos con los gitanos y hay que tener cojones para llamar a esta opción tolerancia.

b)      Asumir que hay un discurso hegemónico. Y asumir, también, que ese es el nuestro. Si los inmigrantes quieren vivir en nuestra sociedad en igualdad de condiciones, deben asumir nuestro discurso, pues es imposible como he demostrado la convivencia armónica. Esto supone de facto el abandono de su cultura étnica y la adopción de nuestras categorías culturales y nuestros patrones de conducta. Esta segunda opción quizá sea menos tolerante, pero desde luego es menos hipócrita, sobre todo si estamos convencidos, como es el caso de T, de que hay ciertas categorías y comportamientos que son intrínsecamente buenos, como la igualdad sexual.

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