La vejez es la edad que comprende entre la adultez y la muerte. De forma general, se define por la pérdida de algunos derechos y deberes como consecuencia del desgaste del cuerpo. Así, por ejemplo, los ancianos pierden el derecho a tener hijos y el deber de ir a la guerra.
La actitud hacia los ancianos es cultural. En sociedades tradicionales gozaban de muchísimo respeto. Se consideraba que habían acumulado sabiduría y, en consecuencia, su voz era escuchada siempre que la comunidad tenía que decidir acerca de cuestiones importantes. Esta actitud solía darse en tribus cultivadoras sedentarias, que eran muy estables y que podían permitirse el lujo de mantener a individuos que no contribuían con su trabajo a la supervivencia de la comunidad. Muy distinta es la actitud de los cazadores recolectores del Ártico que L. Simmons describe en The role of the aged in primitive society. La vida entre los esquimales era muy dura y difícilmente podían permitirse el lujo de cargar con individuos que no participaban en el proceso productivo de la tribu. Los ancianos eran una carga que no podían permitirse. En consecuencia, el senilicidio era una práctica corriente. O bien se encerraba al anciano en una choza de hielo y se les abandonaba allí al frío y la inanición, o bien se les daba muerte violenta cuando ellos lo pedían, o bien se les abandonaba y se les exponía a los elementos naturales para acelerar su muerte.
En nuestra sociedad occidental actual la actitud hacia los ancianos es bien distinta a estas descritas. Grosso modo no se puede decir que los ancianos gocen del respeto de las culturas tradicionales de cultivadores. Ello es debido a varias razones:
a) El Romanticismo de los siglos XVIII y XIX por un lado, y por otro la revolución científica ha creado una sociedad que rinde culto a la juventud y la salud. El sentido de la vida ya no es el más allá después de la muerte, como sucedía, por ejemplo, en la Edad Media. Ahora lo que importa es la vida, hay que disfrutar aquí y ahora. La medicina nos promete el paraíso en la Tierra libres de enfermedades y dolores, eternamente jóvenes. La vejez y la enfermedad son un recuerdo constante de esa muerte que trata de negar la medicina.
b) David Le Breton en Antropología del cuerpo y modernidad estudia la actual concepción del cuerpo. Según él, vivimos la época del saber biomédico, en la que entendemos el cuerpo como un elemento extraño sobre el que podemos actuar desde fuera usando la ciencia.
Como el cuerpo no es más el centro desde el que se irradia el ser, se convierte en un obstáculo, en un soporte molesto. La sociedad occidental está basada en el borramiento del cuerpo, de ahí todos los ritos de evitamiento: no tocar al otro salvo en circunstancias particulares de familiaridad; no mostrar el cuerpo total o parcialmente desnudos salvo en ciertas circunstancias precisas; la existencia de reglas del contacto físico (dar la mano, abrazarse, distancia entre los rostros y los cuerpos…); disimular todo lo que tenga que ver con los olores corporales por medio de perfumes, jabones, etcétera; y ocultar todo lo que tiene que ver con el funcionamiento corporal, como los mocos, la orina, los excrementos, la sangre menstrual, la saliva, etc. Del mismo modo en el ascensor o en el autobús hay que hacer ver como si el otro se hubiese vuelto transparente, como si no tuviese cuerpo.
Los cuerpos esculpidos de la publicidad son los cuerpos limpios, sanos, asépticos de la excepcionalidad. No son cuerpos cotidianos. En los gimnasios y en la publicidad, se da un ardid que consiste en hacernos pasar como liberación del cuerpo lo que sólo es elogio del cuerpo joven, sano, esbelto, es decir, un no-cuerpo. En este sentido, el éxito que parece tener el deporte en nuestros días hay que enmarcarlo en la negación del cuerpo de la sociedad occidental.
Y el cuerpo anciano es un recuerdo constante de que somos cuerpo.
A partir de los años 60 hay un cambio que revaloriza el cuerpo: jogging, deporte, culturismo, etcétera. Pero sigue habiendo dualismo cuerpo/alma. En los dos platillos de la balanza están el cuerpo despreciado y destituido por la tecnociencia y el cuerpo mimado de la sociedad de consumo. El cuerpo ahora es un objeto que se moldea al gusto. El imaginario contemporáneo subordina el cuerpo a la voluntad. Ahora el cuerpo es un alter ego, un objeto que hay que conquistar, una máquina que se debe trabajar. Es el objeto de todos los cuidados, atenciones e inversiones. Hay que mantener el capital salud. Hay que luchar contra el tiempo que deja huellas en el cuerpo. Hay que domesticar al cuerpo reticente para convertirlo en un compañero de ruta agradable. El narcisismo de hoy en día ya no es abandonarse a la holgazanería, sino trabajo y esfuerzo para el cuerpo. El paradigma de la maquina del cuerpo está cristalizado en Rambo, Schwazenager, Charles Bronson, etcétera, que son máquinas de guerra, mezcla de músculo y acero.
Y el cuerpo anciano, con sus arrugas, sus enfermedades, sus olores, su pelo blanco, etc... son la antítesis de este nuevo modelo de cuerpo. Además, es un cuerpo al que se le acaba su capital salud.
d) Al jubilarse, los viejos pierden poder adquisitivo. Como nos explica Bauman, el problema del capitalismo del siglo XXI ya no es la producción. Puede producirse a lo bestia y con un bajo coste. El problema ahora es vender ese producto. El mercado está saturado. Ahora los que contribuyen al mantenimiento del sistema ya no son los trabajadores, sino los que compran los productos que salen de las fábricas. Esto, lógicamente, tiene que estar sustentado por una nueva moral, no ya del trabajo, sino del consumo. Es la manida frase del "tanto tienes, tanto vales". Se identifica la calidad moral de la persona con la capacidad que tenga para consumir, es decir, por el dinero que tenga. Los jubilados pierden capacidad de consumir y, en consonancia, pierden reconocimiento social.
Pero el estatus de los ancianos tampoco es tan bajo como para abandonarlos como hacían los esquimales. Nuestra sociedad es lo suficientemente opulenta como para crear sistemas de atención pública que no obligue a los ancianos a acelerar su muerte. Mal que bien, la mayoría tiene una pensión que les permite no morirse de hambre. Además, aunque pierden algo de poder adquisitivo, siguen siendo un mercado interesante para la sociedad de consumo. Por ejemplo, los viajes del INSERSO sirven para que muchas empresas relacionadas con el turismo expandan su temporada de beneficios más allá de verano y Navidad. Y a esto hay que sumarle la crisis, que se ha llevado por delante la capacidad de consumo de muchos adultos, pero que no se ha cebado tanto con los jubilados. Aunque sus pensiones se vieron congeladas y perdieron poder adquisitivo, la pérdida no fue tan grande como la de los trabajadores que se quedaron en paro. Muchas pensiones de jubilación se convirtieron la única forma de sustento de la familia. Por todo ello, los ancianos no acaban de ser vistos como una carga y no tienen el estatus de parias.