Ya hemos visto un montón de ritos de paso a la edad adulta. ¿Pero qué hacemos nosotros aquí con estos cambios biológicos que se dan entre los doce y los dieciséis años?
En primer lugar, no sometemos a nuestros jóvenes a ningún rito de paso a la edad adulta. Hay quien ha querido ver en la escuela o en la fiesta de los quince años ritos de esta naturaleza. Es cierto que hay ciertas coincidencias. En la escuela se aparta a los iniciandos de la sociedad y se los recluye en un espacio especial -el colegio-; una suerte de sacerdote iniciador -el maestro- es el encargado de transmitirles una serie de saberes imprescindibles para su futuro papel de adultos; a los iniciandos se les niega su identidad y se los convierte en iguales -hay colegios que obligan a sus estudiantes a llevar uniformes-; etc. Y en la fiesta de los quince años la madre casamentera presenta a la niña en sociedad. Pero en ninguno de los dos casos el iniciando se convierte en adulto. Es cierto que en el caso de las fiestas de quince años puede haber un cambio de rol -no así en los escolares-, pero ese cambio de rol no implica adoptar el de adulto, con los derechos y deberes asociados a él, especialmente la libertad para tomar decisiones por uno mismo. Más bien hemos creado una edad a la que llamamos adolescencia y que situamos entre la infancia y la adultez. Durante esta edad se dan todos los cambios biológicos que hemos descrito anteriormente, pero lo cierto es que en cuanto a derechos y deberes las cosas no cambian mucho respecto a la infancia. Les negamos la posibilidad del trabajo, derecho reservado para los adultos, con lo que los condenamos a ser dependientes de sus padres. Esta dependencia se concreta en que, si todo transcurre con normalidad, tienen las necesidades vitales cubiertas. Como el niño, el adolescente no tiene que preocuparse por el techo y la comida. Eso es cosa de sus padres que, además, le compran ropa y le dan dinero para que salga con sus amigos. Pero, al mismo tiempo, la dependencia económica de los padres les hurta la capacidad de tomar decisiones por sí mismos. Puede tomar decisiones pequeñas, como la ropa con la que irá vestido o la música que escucha, pero las grandes decisiones, las que afectan de verdad a la vida de las personas, deberán ser, cuando menos, autorizadas por sus padres, cuando no son los padres las que toman por él. Es decir, que tenemos a cuerpos adultos encerrados en roles de niños. Este verano pasé muchísimo tiempo con varias adolescentes con motivo de la película que estábamos grabando. Como en todo rodaje, hay muchas horas muertas, así que interactué y escuché mucho de lo que tenían que decir. Hablaron de novios, de salir por la noche, de colocarse un poco, del futuro, de qué hacer con sus vidas, de cine, de música y de literatura. Todos temas que cualquier cuarentón como yo puede tratar con sus amigos en una comilona más o menos regada con vino. Inquietudes adultas encerradas en un rol que les roba sus derechos.
Esta idea de que la futura vida adulta se labra en la adolescencia se proyecta también en que les obligamos a tomar decisiones sobre esta futura vida, pero sin tener ni idea de lo que es ser un adulto. Les pedimos a chicos de catorce años que decidan si quieren estudiar letras o ciencias, que escojan un ciclo formativo o una carrera, y todo en función de lo que serán de adultos, como si alguien que todavía no sabe quién es él pudiese saber a qué le gustaría dedicarse de mayor. A la presión de las pruebas, añadimos las dudas de no saber qué pruebas escoger.
El tema de las dudas me lleva a otro de los rasgos de la adolescencia occidental. Esperamos que durante esta etapa las personas se encuentren a sí mismas. Durante la niñez el referente del individuo es la familia. Los padres los son todo para el niño, que los tiene idealizados. Pero el niño carece de identidad individual. La adolescencia es el momento de matar simbólicamente al padre, lo que ha dado pie a numerosos mitos. Como profesor, cuando me toca ser tutor, recibo a padres que vienen a hablar de sus hijos. Con frecuencia, nuestras conversaciones derivan de los estudios hacia el desconcierto, cuando no el sufrimiento, que experimentan los padres por la actitud de los hijos. Lo que había sido un niño encantador, sonriente y cariñoso, le dice a sus padres que no tienen ni puta idea de nada, no quiere hablar con ellos, no les cuenta nada y se pasa el día encerrado en la habitación escuchando música a todo volumen. Cuando me cuentan esto, trato de tranquilizarlos diciéndoles que es normal y que lo raro sería que su hijo hiciese otra cosa. Si el adolescente de dieciséis años se comportase con ellos como cuando tenía diez, entonces sí que habría un problema. Mientras esta negación de la familia se mantenga dentro de unos límites normales, es lo esperable. También es cierto que hay padres e incluso alumnos que me dicen que ellos se lo cuentan todo, que su hijo/hija/padre/madre es como un amigo más. Yo finjo creérmelo porque no quiero discutir, pero me temo que, si un padre espera que su hija le cuente que el sábado toda colocada le hizo una paja a un tío con el que se enrolló en la discoteca, va listo. Puede que haga una alusión a ello, pero desde luego no entrará en detalles como con sus amigas. Y lo mismo sucede con un chaval que quiere ser un malote. Dudo mucho que le cuente a sus padres que estuvo fumando porros y él y sus amigos se metieron en una pelea en la discoteca. -Ya sé que estos dos ejemplos son dos asquerosos estereotipos de género, pero desgraciadamente los adolescentes se comportan así. En el caso de la chica, me parece muy bien que explore su sexualidad y que aprenda de esas chapuzas vespertinas. En el caso de adolescente malote que se mete en peleas, no me parece nada bien-.
Como dije antes, en la adolescencia se niega a los padres para encontrarse a uno mismo, lo que implica que uno se queda solo, sin referentes. Y esto nos lleva otra vez a las dudas. Los adolescentes tienen dudas acerca de su personalidad, de su orientación sexual, etc... Encontrar la identidad propia no es fácil y no se hace en un ratito, así que es normal que los adolescentes encuentren esa identidad repitiendo patrones de conducta, estéticos, creencias, actitudes e ideologías de su entorno social. El grupo de iguales y los ídolos que ven en los medios de comunicación se convierten en referentes fundamentales. Quieren ser como esos ídolos, y toman sus creencias y actitudes de ellos y del grupo de amigos. Es en este contexto en el que hay que explicar las tribus urbanas. Para un individuo que acaba de negar sus referentes parentales y que no tiene identidad propia, la tribu urbana le da una a la adaptarse y que utilizar como patrón para pensar y actuar. Otra cosa que los padres deben entender. Mientras sus hijos no se metan en tribus urbanas destructivas, como los skin heads o cosas así, es normal que busquen la identidad que les falta en el modelo que le propone la tribu.
Todo esto deriva en que las relaciones con el grupo de iguales son importantísimas y cualquier traspié es un drama para un adolescente. Aunque no lo diga, lo pasa fatal. Pelearse con un amigo, caerle mal a alguien que ocupa una posición de privilegio en el grupo, que la chica o el chico que te gusta te ignore y, en definitiva, lo que piensen los demás, es de vital importancia.
Así las cosas, no es de extrañar que la adolescencia en occidente sea una edad tan traumática y que sean rebeldes. La presión es tan grande que es muy normal que surjan trastornos psicológicos como depresión o anorexia. Al tiempo que lo pasan fatal, mantienen una actitud como si nada les importase y de desafío a sus mayores. Están tan perdidos que hacen cosas para parecer rebeldes y al mismo tiempo mayores. Escuchan grupos de música supuestamente subversivos, se emborrachan y toman drogas como si eso ningún adulto lo hubiese hecho antes. Es una actitud paradógica, pero es normal en una edad tan llena de paradojas como esta.
¿Y cuándo acaba este calvario? Pues depende. Lo normal es cuando se convierten en adultos. Esto, normalmente, tiene lugar en torno a los veinte años, pero para ser un adulto uno tiene que ser dueño de su destino. Habida cuenta de que el paro juvenil en España es mayor del 50%, prolongamos rasgos adolescentes hasta bien entrados los treinta.
Pero tampoco hay que ser muy duros con nosotros mismos. No con el paro, que es un tema gravísimo, sino por haber creado una etapa tan larga y tan traumática. En sociedades tradicionales como aquellas que recogí cuando hablé de los ritos de paso a la edad adulta, un individuo, al pasar ese rito, se convierte en adulto y no hay traumas. Pero en estas sociedades las personas trabajan con sus padres desde niños y además hay muy poco que aprender, de modo que a los doce o trece años ya saben todo lo que un adulto debe saber. No sucede lo mismo aquí y ahora. Pensad en la cantidad de cosas que uno tiene que saber, y no me refiero solo a cuestiones técnicas que tienen que ver con el trabajo y que enseñamos en la escuela.
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