Atrapados es un ensayo liviano, fácil de leer. En ciertos ambientes, especialmente los universitarios, esto es un handicap para textos de este género. Los acerca al gran público y, por consiguiente, dejan de ser un espacio reservado para ellos, los académicos especialistas. A mí, en principio, cuanto más fácil sea de entender un libro, mejor me parece. No veo qué hay de bueno en la complejidad por la complejidad. Hago mía la cita de Ortega de que la sencillez es la cortesía del filósofo. Eso sí, siempre y cuando el libro tenga contenido. Y Atrapados lo tiene. No es que vaya a cambiar la historia del pensamiento, pero sí nos hace reflexionar.
La idea de la que parte el libro es que las máquinas y la consiguiente automatización de muchas de las acciones humanas está cambiando nuestra forma de pensar, de aprender y de relacionarnos con el entorno.
Las máquinas hacen todo por nosotros. Esto nos ahorra una inmensa cantidad de tiempo y de esfuerzo pero, al mismo tiempo, nos pone ante el dilema de qué hacer con nuestro tiempo libre. Nos aburrimos y no sabemo qué hacer y por eso desperdiamos nuestro tiempo de ocio viendo la televisión, navegando por internet sin rumbo fijo y, en definitiva, dejando pasar el tiempo de forma improductiva y no especialmente satisfactoria. Carr cita estudios científicos que trataron de identificar cuándo las personas son más felices. La mayoría de la gente contestó que fuera del trabajo, pero esas mismas personas alejadas del trabajo no sabían muy bien qué hacer. Esta afirmación de que somos felices sin trabajar cuando en realidad no lo somos es lo que los psicólogos llaman decisiones erróneas.
A continuación Carr hace un repaso histórico de la percepción y la ideología que había detrás de la tecnificación de la sociedad y encuentra dos tendencias dominantes. Al principio se pensaba que la máquinas nos iban a liberar del trabajo e íbamos a encontrar la felicidad gracias a ellas. Pronto surgió otra tendencia que veía en las máquinas un elemento desestabilizador de la sociedad. Iban a destruir los puestos de trabajo, a provocar inmensas bolsas de desempleados y, por tanto, a generar una sociedad desigual y pobre.
El siguente fragmento resume perfectamente otra de las consecuencias de la automatización:
Como
explicó Raja Parasuraman en un artículo académico publicado en el
año 2000, «la automatización no sólo suplanta la actividad
humana, sino que más bien la cambia, con frecuencia de manera no
intencionada ni anticipada por los diseñadores».[106]
La automatización rehace tanto el trabajo como al trabajador.
Cuando
las personas abordan una tarea con la ayuda de ordenadores, son
víctimas muchas veces de un par de afecciones cognitivas: la
complacencia
automatizada
y el sesgo
por la automatización.
Ambas revelan las trampas que nos esperan cuando tomamos el camino de
Whitehead y realizamos operaciones importantes sin pensar en ellas.
La
complacencia automatizada tiene lugar cuando un ordenador nos atonta
en una falsa sensación de seguridad. Estamos tan confiados en que la
máquina trabajará inmaculadamente y solucionará cualquier
imprevisto que dejamos nuestra atención a la deriva. Nos
desenganchamos de nuestro trabajo, o al menos de la parte de él que
maneja el software,
y podemos como resultado de ello perdernos señales de que algo va
mal. La mayoría de nosotros hemos experimentado complacencia ante un
ordenador. Cuando usamos el correo electrónico o un procesador de
texto, relajamos nuestras facultades de corrección si está activada
la autocorrección.[107]
Es un simple ejemplo, que como mucho puede llevar a un momento
embarazoso. Pero como muestra la experiencia a veces trágica de los
aviadores, la complacencia automatizada puede tener consecuencias
letales. En los peores casos, las personas confían tanto en la
tecnología que su percepción de lo que sucede a su alrededor
desaparece completamente. Desconectan. Si surge un problema de
repente, puede que se aturullen y pierdan instantes preciosos para
reorientarse.
La automatización nos hace pasar de ser actores a observadores. Nos hace la vida más cómoda, pero puede inhibir nuestra facultad para aprender. Otros dos párrafos en los que explica esta idea:
Mi experiencia ofrece un modelo
para el modo en que los humanos adquieren habilidades complicadas.
Con frecuencia empezamos con alguna instrucción básica, recibida
directamente de un profesor o mentor o indirectamente de un libro,
manual o vídeo de YouTube que transfiere a nuestra mente consciente
conocimiento explícito sobre cómo se realiza una tarea; haz esto,
luego esto, después eso. Eso es lo que hizo mi padre cuando me
enseñó dónde estaban las marchas y me explicó cuándo apretar el
pedal. Como pronto descubrí, el conocimiento explícito sólo te
lleva hasta un cierto punto, particularmente cuando la tarea tiene un
componente psicomotriz además de uno cognitivo. Para lograr
maestría, debes desarrollar el conocimiento tácito, y ese sólo
viene a través de la experiencia real, mediante la práctica de la
habilidad una y otra y otra vez. Cuanto más practicas, menos tienes
que pensar en lo que estás haciendo. La responsabilidad por el
trabajo se desplaza desde tu mente consciente, que tiende a ser lenta
y a detenerse, a tu mente inconsciente, que es rápida y fluida. Al
suceder eso, liberas tu mente consciente para focalizarse en los
aspectos más sutiles de la habilidad, y cuando esos, a su vez, se
vuelven automáticos, procedes al nivel superior. Sigue hacia
adelante, sigue empujando, y al final, asumiendo que tengas alguna
aptitud innata para la tarea, serás recompensado con la pericia.
Este
proceso de formación de habilidades, mediante el que el talento
viene a ser ejercitado sin pensamiento consciente, se conoce por el
nombre, carente de gracia, de automatización,
o incluso por el nombre de proceduralización,
más carente de gracia aún. La automatización implica adaptaciones
profundas y generalizadas en el cerebro. Ciertas células cerebrales,
o neuronas, se afinan para acometer la tarea necesaria y trabajan en
grupo a través de las conexiones electromecánicas proporcionadas
por las sinapsis. El psicólogo cognitivo de la Universidad de Nueva
York Gary Marcus ofrece una explicación más detallada: «A nivel
neuronal, la proceduralización consiste en una amplia selección de
procesos cuidadosamente coordinados, incluidos los cambios tanto en
la materia gris (cuerpos celulares neuronales) como en la materia
blanca (axones y dendritas que conectan a las neuronas entre sí).
Las conexiones neuronales existentes (sinapsis) deben volverse más
eficientes, deben formarse nuevas espinas dendríticas y han de
sintetizarse proteínas».[129]
A través de las modificaciones neurales de la automatización, el
cerebro desarrolla automaticidad,
una capacidad para la percepción, interpretación y acción rápida
e inconsciente que permite a la mente y al cuerpo reconocer patrones
y responder a circunstancias cambiantes instantáneamente.
La automatización también afecta a las cualidades de muchas actividades profesionales. Los médicos ya sólo meten datos en un ordenador y así pierden el ojo clínico, los arquitectos recurren al Kad, pero como consecuencia todas las casas son iguales y pierden el instinto para la belleza, etc...
Al mismo tiempo, asistimos a a un proceso por el cual las decisiones morales se dejan en manos de máquinas. Carr pone un ejemplo un poco tonto de una máquina cortacésped que se encuentra con un bicho. Una persona puede tomar la decisión moral de seguir cortando y matarlo o parar, apatarlo y salvarlo. Pero una máquina no tomará nunca la segunda decisión. Esta delegación de las responsabilidades morales en las máquinas, la automatización y las consiguientes estadísticas llega a extremos deshumanizadores en las agencias de seguros, que no tienen en cuenta en absoluto la naturaleza o la situación de la persona, sino tan solo la estadística, y la guerra moderna, monotorizada y llevada a cabo por drones.
Nuestra relación con el espacio también se ve afectada por la automatización. Gracias, por ejemplo, al GPS, los seres humanos pasamos por el espacio sin verlo y, por tanto, sin conocerlo. Pero vivir es vivir en el espacio, aprehender el lugar y, así, incorporarlo a nuestra identidad.
Las relaciones humanas también han cambiado por culpa de la automatización en las redes sociales, Ya no decimos ni nos relacionamos. Delegamos en programas informáticos que deciden quién es bueno a malo para nosotros, que nos sugieren amigos en Facebook, Twitter o Google Plus. Paralelamente, los buscadores de internet ya predicen lo que queremos bucar sin que tengamos que esforzarnos en pensar. Solo con escribir un par de letras, a partir de estadísticas de otros usuarios y de nuestro historial, el buscador ya nos dice a dónde debemos ir y qué debemos ver.
La sociedad actual tiene fe en la automatización. A pesar de que vivimos a diario montones de errores en las máquinas y la automatización de las actividades -Windows es un ejemplo extremo- seguimos pensando que el error no está en la máquina ni en el proceso de automatización, sino que estamos convencidos de que con nuevos softwares y actualizaciones podremos llegar al automatización perfecta.
Finalmente, Carr distingue dos tendencias históricas en la percepción de la automatización -son distintas de las dos con las que habría el libro-. Con la revolución industrial surge la idea de que las máquinas están al servicio de la humanidad. Se concibe la técnica al servicio del hombre, están diseñadas para mejorar nuestras vidas. Pero pronto esta tendencia fue sustituida por otra en la que se entiende la tecnología como progreso por si misma, sin tener que ponerla en relación con las personas a las que se suponía que servía. Y así el hombre se subordina a la tecnología y no al revés. Las innovaciones tecnológicas, aunque sean perjudiciales, se incorporan a la sociedad sin valoración crítica alguna. Carr llama a encontrar el término medio.
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