Debió ser un Martes o un Miércoles, porque eran los días en que coincidíamos todos en la sala de profesores. Entré tranquilamente con los libros debajo del brazo. Miguel, mi compañero de lengua gallega, estaba respantingado en una silla junto a los ordenadores. Hablaba con Rosa y Gabriel.
-Los coches se inventaron para algo. Cada vez que veo a uno de esos runners me canso solo de verlos…
Miguel se tocó la barriga en un gesto que denotaba el orgullo que sentía por ella. Me senté a su lado y escuché con atención. Siguió hablando del poco deporte que hacía y de lo orgulloso que estaba de ello. En su opinión, una persona que hace deporte es un demente. Gabriel y Rosa estaban totalmente de acuerdo con él. No recuerdo las palabras exactas porque no llevaba mi libreta de notas, pero de aquella conversación se colegía que a mis compañeros toda aquella persona que dedicase demasiado tiempo al cuidado de su cuerpo les resultaba sospechosa de abandonar su intelecto. A mí todo aquello me resultaba interesantísimo, porque confirmaba mis teorías de los capitales. En un momento determinado Miguel se volvió hacia mí.
-¿Verdad? –dijo.
Lo cierto es que yo no estaba para nada de acuerdo con aquellas afirmaciones absolutas. Es cierto que un cuerpo cincelado en bronce no deja mucho tiempo para entregarse a la filosofía, pero puede ser increíblemente útil en una discoteca a las cuatro de la mañana, cuando tratas de ligar en el mercado de la carne. O en la guerra, donde queremos tipos duros que cumplan con las órdenes sin rechistar y no un filósofo que se ponga a cuestionar el sentido de la vida. Pero, como San Pedro, negué tres veces.
-Por supuesto, por supuesto, por supuesto –dije.
Algo que mis compañeros de trabajo no valoran nada. |
La conversación siguió, a partir de aquí con mi colaboración activa. Les conté que llevaba yendo al gimnasio tres meses por prescripción médica.
-¿En serio? –me preguntó Rosa.
Yo estaba lanzado.
-Tienes que ver lo que hay allí. La peña está totalmente pirada. Pasan toda la puta tarde mazándose como bueyes. Yo no, claro. Yo solo voy un ratito, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? No voy a dejar de beber y de fumar. Pero tampoco te creas que voy mucho. Una horita tres días a la semana. Y con eso es más que suficiente. No voy a dejar el cine o de leer.
Por sus caras inferí que mi discurso les había convencido. No tenía otra opción ya que la médica me había mandado, pero debía tener siempre en mente que era una actividad baja. No debía dedicarle mucho tiempo y, sobre todo, debía mantener cierta actitud cínica frente a ella.
-¿Y qué piensa un antropólogo como tú del gimnasio? –me preguntó Gabriel.
Yo boqueé un poco como un tonto. Afortunadamente tocó el timbre antes de que tuviese que confesar que el gimnasio es un aleph que me tenía fascinado.
Me fui a clase con los de FP Básica. Nadie quiere darles clase porque suelen ser grupos bastante conflictivos, pero yo me lo paso pipa con ellos. Hicimos cuatro chorradas de gramática y luego me contaron cómo hacían para robar cobre en obras.
-Ya tengo localizada una con un ascensor a medio montar –me dijo uno.
Yo traté de hacerles ver que el robo y venta ilegal de cobre no era una buena idea, pero creo que no me hicieron mucho caso. Entendía que les gustase fumar hachís y que tuviesen que recurrir a alguna que otra actividad ilegal para financiar el vicio, pero lo del cobre era peligroso de verdad. No solo por el riesgo que entrañaba entrar en una obra con guardias y perros de seguridad, sino porque, en caso de que los trincase la Guardia Civil, iban a tener problemas. No me puse paternalista porque eso les molesta mucho. Simplemente expuse la cuestión en términos económicos: el riesgo es mucho mayor que el beneficio. Luego me contaron que uno de ellos –no me quisieron decir el nombre- tenía problemas con otro alumno de formación profesional porque le había robado una bolsa de marihuana de la taquilla. Esta vez tampoco me puse en plan profesor, enfadándome y castigándolos por una infracción tan grave de las normas. Castigándolos no iba a conseguir que dejasen de fumar hierba en el instituto, sino solo que me viesen como el enemigo y entonces cualquier esfuerzo por ayudarles iba a ser frontalmente rechazado. En su lugar, les pedí que evitasen cualquier confrontación violenta. Les dije que a mí sus trapicheos me traían al pairo, pero que, si se pegaban, ya fuese en el instituto o en la discoteca el fin de semana, íbamos a tener lío.
Aunque parezca increíble, por culpa de la publicidad, algunos estilos musicales y ciertas series, muchos adolescentes se sienten fascinados con esto. |
-Mirad. La ley es así. Si os pegáis tanto aquí como fuera, el instituto es el responsable. Si hay hostias, al final voy a acabar involucrado yo, y la guardia civil y hasta el director del instituto. Y ninguno quiere que las cosas acaben así. Ni yo quiero andar con un expediente, ni vosotros con antecedentes penales por robo, tráfico y agresión. Así que es mejor para todos que arregléis esto discretamente.
-Como me venga en Clip es que lo reviento –dijo uno.
La intervención no había sido muy inteligente por su parte, ya que evidenciaba que había sido él el que había robado la hierba, pero me hice el loco.
-Y entonces todo acabará como te acabo de decir –dije-. ¿Y tú quieres acabar en un juicio con antecedentes penales? ¿No es mejor solucionar esto antes de que las cosas se desmadren?
Él se hizo un poco el chulo para demostrarnos a todos que era un tipo duro, pero al final acabó dándome la razón. No sé si fue por mi charla o simplemente por puro azar, pero lo cierto es que la sangre nunca llegó al río. Tal vez le devolviese la hierba a su legítimo dueño, tal vez quedasen en un descampado para pegarse con discreción, tal vez las cosas se solucionaron porque sí o tal vez todo fuese una trola para hacerse los gallitos, pero el caso es que las cosas no fueron a mayores y no hubo altercados ni en la discoteca ni en el instituto. Sea como sea, la conversación siguió por otros derroteros y el tiempo pasó.
Ana tenía que hacer algunas gestiones en Vigo, así que comí solo. Luego me tumbé en la cama con la intención de leer un rato, pero no lo hice. Solo me quedé muy quieto, con las manos cruzadas detrás de la nuca mirando el techo. Una mosca daba vueltas alrededor de la lámpara. Me caían bien los chavales de FP Básica. Y mis compañeros Miguel, Rosa y Gabriel. No había tenido problema alguno en encajar con todos y cada uno de ellos. Simplemente me habían bastado unos segundos para adaptarme a dos contextos tan diferentes. Era algo a lo que estaba acostumbrado y me salía instintivamente. Cambiaba de registro sin dificultad y, sobre todo, sin notarlo yo. ¿Me convertía eso en un farsante? ¿quién era yo, el pseudointelectual del despacho de profesores o el adulto que había utilizado razonamientos mafiosos para evitar una guerra entre dos grupos de FP?
En Sociología del cuerpo André Le Breton reformula las ideas de Goffman para acuñar el término etiqueta corporal. Según Le Breton:
En todas las circunstancias de la vida social es obligatoria determinada etiqueta corporal y el actor la adopta espontáneamente en función de las normas implícitas que lo guían. (…) Cada actor quiere controlar la imagen que le da al otro, se esfuerza por evitar las equivocaciones que podrían ponerlo en dificultades o hacer que el otro caiga en el desconcierto.
Así las cosas, yo no soy ni un farsante ni un demente con personalidad múltiple. Todos y cada uno de nosotros cambiamos de rol en función del contexto de interacción social en el que nos encontramos. Adecuar nuestro comportamiento a la situación es lo que Le Breton llama etiqueta corporal. Hacerlo en el gimnasio no fue tan difícil, aunque me llevó tiempo. Bastó con seguir los códigos de comportamiento allí prescritos. Se acabaron los comentarios pseudointelectuales. Solo se habla de fútbol, de los propios ejercicios y el entrenamiento; de deporte en general; nunca de política; un poquito de chicas. Tampoco es conveniente hablar mucho, sobre todo si la persona no es un conocido íntimo. La gente está allí para entrenar, no para hablar con desconocidos. Y es importante hacer bien los ejercicios y tener un cuerpo bastante tonificado. La etiqueta corporal no se limita al comportamiento. Difícilmente van a tomarte en serio si no te adecúas al contexto. Un gimnasio es un espacio diseñado para el cultivo del cuerpo. Unas tetillas fofas o la barriguita cervecera delatan al neófito, al que acaba de llegar y que probablemente no dure mucho allí. Ahora, cinco años después, creo que me ha ganado el respeto incluso de los irreductibles de QproGym.