sábado, 29 de julio de 2023

CAPITALES II: LA ETIQUETA CORPORAL


    Durante días la idea de los capitales me siguió rondando por la cabeza. A no ser que uno sea un misántropo –que no es mi caso-, a nadie le gusta caerle mal a sus semejantes. Además, la médica aquella me había dicho que me tenía que cuidar. El gimnasio era el único medio para poder seguir comiendo y bebiendo a mi antojo sin morir a los 45. Abandonarlo no era una opción. Pero los ejercicios ya eran lo suficientemente duros como para añadirle el desprecio de mis compañeros de esfuerzo. ¿Qué podía hacer al respecto? No podía plantarme en QproGym con una tarta de chocolate e invitar a todo el mundo para hacer las paces. Tampoco podía regalarles dinero o droga a cambio de amistad, ¿qué sé yo? La idea me agobiaba y, al tiempo que trataba de pasar inadvertido en QproGym, pensaba de forma obsesiva en el capital cultural y el capital erótico. 






    Debió ser un Martes o un Miércoles, porque eran los días en que coincidíamos todos en la sala de profesores. Entré tranquilamente con los libros debajo del brazo. Miguel, mi compañero de lengua gallega, estaba respantingado en una silla junto a los ordenadores. Hablaba con Rosa y Gabriel. 

    -Los coches se inventaron para algo. Cada vez que veo a uno de esos runners me canso solo de verlos…

    Miguel se tocó la barriga en un gesto que denotaba el orgullo que sentía por ella. Me senté a su lado y escuché con atención. Siguió hablando del poco deporte que hacía y de lo orgulloso que estaba de ello. En su opinión, una persona que hace deporte es un demente. Gabriel y Rosa estaban totalmente de acuerdo con él. No recuerdo las palabras exactas porque no llevaba mi libreta de notas, pero de aquella conversación se colegía que a mis compañeros toda aquella persona que dedicase demasiado tiempo al cuidado de su cuerpo les resultaba sospechosa de abandonar su intelecto. A mí todo aquello me resultaba interesantísimo, porque confirmaba mis teorías de los capitales. En un momento determinado Miguel se volvió hacia mí.
 
    -¿Verdad? –dijo.

  Lo cierto es que yo no estaba para nada de acuerdo con aquellas afirmaciones absolutas. Es cierto que un cuerpo cincelado en bronce no deja mucho tiempo para entregarse a la filosofía, pero puede ser increíblemente útil en una discoteca a las cuatro de la mañana, cuando tratas de ligar en el mercado de la carne. O en la guerra, donde queremos tipos duros que cumplan con las órdenes sin rechistar y no un filósofo que se ponga a cuestionar el sentido de la vida. Pero, como San Pedro, negué tres veces.

    -Por supuesto, por supuesto, por supuesto –dije.


Algo que mis compañeros de trabajo no valoran nada. 

    La conversación siguió, a partir de aquí con mi colaboración activa. Les conté que llevaba yendo al gimnasio tres meses por prescripción médica. 

    -¿En serio? –me preguntó Rosa. 

    Yo estaba lanzado. 

    -Tienes que ver lo que hay allí. La peña está totalmente pirada. Pasan toda la puta tarde mazándose como bueyes. Yo no, claro. Yo solo voy un ratito, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? No voy a dejar de beber y de fumar. Pero tampoco te creas que voy mucho. Una horita tres días a la semana. Y con eso es más que suficiente. No voy a dejar el cine o de leer. 

    Por sus caras inferí que mi discurso les había convencido. No tenía otra opción ya que la médica me había mandado, pero debía tener siempre en mente que era una actividad baja. No debía dedicarle mucho tiempo y, sobre todo, debía mantener cierta actitud cínica frente a ella. 

    -¿Y qué piensa un antropólogo como tú del gimnasio? –me preguntó Gabriel. 

    Yo boqueé un poco como un tonto. Afortunadamente tocó el timbre antes de que tuviese que confesar que el gimnasio es un aleph que me tenía fascinado.

    Me fui a clase con los de FP Básica. Nadie quiere darles clase porque suelen ser grupos bastante conflictivos, pero yo me lo paso pipa con ellos. Hicimos cuatro chorradas de gramática y luego me contaron cómo hacían para robar cobre en obras.
 
    -Ya tengo localizada una con un ascensor a medio montar –me dijo uno. 

    Yo traté de hacerles ver que el robo y venta ilegal de cobre no era una buena idea, pero creo que no me hicieron mucho caso. Entendía que les gustase fumar hachís y que tuviesen que recurrir a alguna que otra actividad ilegal para financiar el vicio, pero lo del cobre era peligroso de verdad. No solo por el riesgo que entrañaba entrar en una obra con guardias y perros de seguridad, sino porque, en caso de que los trincase la Guardia Civil, iban a tener problemas. No me puse paternalista porque eso les molesta mucho. Simplemente expuse la cuestión en términos económicos: el riesgo es mucho mayor que el beneficio. Luego me contaron que uno de ellos –no me quisieron decir el nombre- tenía problemas con otro alumno de formación profesional porque le había robado una bolsa de marihuana de la taquilla. Esta vez tampoco me puse en plan profesor, enfadándome y castigándolos por una infracción tan grave de las normas. Castigándolos no iba a conseguir que dejasen de fumar hierba en el instituto, sino solo que me viesen como el enemigo y entonces cualquier esfuerzo por ayudarles iba a ser frontalmente rechazado. En su lugar, les pedí que evitasen cualquier confrontación violenta. Les dije que a mí sus trapicheos me traían al pairo, pero que, si se pegaban, ya fuese en el instituto o en la discoteca el fin de semana, íbamos a tener lío. 

Aunque parezca increíble, por culpa de la publicidad, algunos estilos
musicales y ciertas series, muchos adolescentes se sienten fascinados con esto. 

    -Mirad. La ley es así. Si os pegáis tanto aquí como fuera, el instituto es el responsable. Si hay hostias, al final voy a acabar involucrado yo, y la guardia civil y hasta el director del instituto. Y ninguno quiere que las cosas acaben así. Ni yo quiero andar con un expediente, ni vosotros con antecedentes penales por robo, tráfico y agresión. Así que es mejor para todos que arregléis esto discretamente. 

    -Como me venga en Clip es que lo reviento –dijo uno. 

    La intervención no había sido muy inteligente por su parte, ya que evidenciaba que había sido él el que había robado la hierba, pero me hice el loco. 

    -Y entonces todo acabará como te acabo de decir –dije-. ¿Y tú quieres acabar en un juicio con antecedentes penales? ¿No es mejor solucionar esto antes de que las cosas se desmadren?

    Él se hizo un poco el chulo para demostrarnos a todos que era un tipo duro, pero al final acabó dándome la razón. No sé si fue por mi charla o simplemente por puro azar, pero lo cierto es que la sangre nunca llegó al río. Tal vez le devolviese la hierba a su legítimo dueño, tal vez quedasen en un descampado para pegarse con discreción, tal vez las cosas se solucionaron porque sí o tal vez todo fuese una trola para hacerse los gallitos, pero el caso es que las cosas no fueron a mayores y no hubo altercados ni en la discoteca ni en el instituto. Sea como sea, la conversación siguió por otros derroteros y el tiempo pasó.

    Ana tenía que hacer algunas gestiones en Vigo, así que comí solo. Luego me tumbé en la cama con la intención de leer un rato, pero no lo hice. Solo me quedé muy quieto, con las manos cruzadas detrás de la nuca mirando el techo. Una mosca daba vueltas alrededor de la lámpara. Me caían bien los chavales de FP Básica. Y mis compañeros Miguel, Rosa y Gabriel. No había tenido problema alguno en encajar con todos y cada uno de ellos. Simplemente me habían bastado unos segundos para adaptarme a dos contextos tan diferentes. Era algo a lo que estaba acostumbrado y me salía instintivamente. Cambiaba de registro sin dificultad y, sobre todo, sin notarlo yo. ¿Me convertía eso en un farsante? ¿quién era yo, el pseudointelectual del despacho de profesores o el adulto que había utilizado razonamientos mafiosos para evitar una guerra entre dos grupos de FP?  

    En Sociología del cuerpo André Le Breton reformula las ideas de Goffman para acuñar el término etiqueta corporal. Según Le Breton:


En todas las circunstancias de la vida social es obligatoria determinada etiqueta corporal y el actor la adopta espontáneamente en función de las normas implícitas que lo guían. (…)  Cada actor quiere controlar la imagen que le da al otro, se esfuerza por evitar las equivocaciones que podrían ponerlo en dificultades o hacer que el otro caiga en el desconcierto.


    Así las cosas, yo no soy ni un farsante ni un demente con personalidad múltiple. Todos y cada uno de nosotros cambiamos de rol en función del contexto de interacción social en el que nos encontramos. Adecuar nuestro comportamiento a la situación es lo que Le Breton llama etiqueta corporal. Hacerlo en el gimnasio no fue tan difícil, aunque me llevó tiempo. Bastó con seguir los códigos de comportamiento allí prescritos. Se acabaron los comentarios pseudointelectuales. Solo se habla de fútbol, de los propios ejercicios y el entrenamiento; de deporte en general; nunca de política; un poquito de chicas. Tampoco es conveniente hablar mucho, sobre todo si la persona no es un conocido íntimo. La gente está allí para entrenar, no para hablar con desconocidos. Y es importante hacer bien los ejercicios y tener un cuerpo bastante tonificado. La etiqueta corporal no se limita al comportamiento. Difícilmente van a tomarte en serio si no te adecúas al contexto. Un gimnasio es un espacio diseñado para el cultivo del cuerpo. Unas tetillas fofas o la barriguita cervecera delatan al neófito, al que acaba de llegar y que probablemente no dure mucho allí. Ahora, cinco años después, creo que me ha ganado el respeto incluso de los irreductibles de QproGym.




 

viernes, 28 de julio de 2023

LOS CAPITALES



    En Poder, derecho y relaciones sociales(1), Pierre Bourdieu distinguía tres tipos de capital: El capital económico, que son los bienes materiales que una persona posee; el capital social, que es el grupo social al que pertenece y las relaciones que establece; y el capital cultural, que son los conocimientos y las actitudes del individuo. A estos capitales, Catherine Hakim añade el capital erótico, que es una combinación de la belleza física, el atractivo sexual, el tono corporal y la buena forma física (2). Estos cuatro capitales le sirven a la persona para moverse en sociedad y obtener lo que desea. 

    Por la mañana, en clase, había estado hablando del sentido de la vida con mis alumnas de primero de bachillerato a partir de Las coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique. Había sido una clase casi redonda, de esas en las que no tienes que pedir ni una sola vez que se callen. No todo había sido mérito mío, porque lo cierto es que eran un grupo de chicas muy agradable, con muchas inquietudes. En el recreo, me había cruzado con el director que hablaba con tres de aquellas alumnas.
    -Oye, Curro, ¿qué les has dicho a estas pobres del sentido de la vida? -me preguntó. Me detuve y miré a las tres chicas, que parecían apesadumbradas. El director debió verse en la necesidad de explicarse-. Es que están hechas polvo. 
    -Solo hablamos de Jorge Manrique, un poco de Kierkegaard, del vacío y del silencio. 


   

    Mi respuesta era de una pedantería indecente, pero el director es buena persona y estaba realmente preocupado por el estado emocional del alumnado de primero de bachillerato. 

-¿Tú no crees que la vida tenga sentido si no existe Dios? -me preguntó. 

- Hablábamos de la concepción medieval de la vida y de la muerte, no de lo que yo opino.

    -Pero estas pobres están desoladas-. El director hizo un gesto cariñoso con la mano para señalar a las tres alumnas-. ¿Realmente crees que la vida carece de sentido sin Dios? Yo creo que uno puede encontrar el sentido de la vida en muchas cosas: realizándose en el trabajo, creando una familia...

Las tres chicas nos observaban con muchísima curiosidad, casi bebiendo nuestras palabras. Eran chicas de dieciséis años, influenciables y, repito, con muchas inquietudes. 

    - No creo que importe mucho lo que yo opino -repuse.

   - ¿Crees que la vida no tiene sentido? -insistió una de las alumnas.

    La miré un instante en silencio. Ella tenía los ojos muy abiertos y sujetaba su libreta contra el pecho con los brazos cruzados, como si temiese y desease al mismo tiempo mi perniciosa influencia. 

    -De verdad que lo que yo opine carece de importancia. 

   Ella cogió aire llenándose de valor. 

   -Ya, pero ¿qué piensas?

    La chica me era muy simpática. Mentirle sería una bajeza. Y era inteligente, por lo que responder con una generalidad hubiese sido un insulto. 

    -Yo creo que la muerte es absurda. No tiene sentido. No entiendo por qué tiene que ser así. Exista o no exista Dios, es algo tan insensato que hace inadmisible todo lo que viene antes. 

    El director se vio en la obligación de intervenir. 

    -Pero se puede encontrar la felicidad en las cosas pequeñas... 

    Yo ya estaba lanzado a una vorágine de verborrea sentenciosa.

Negué la mayor.

    -Es que yo no puedo admitir que el sentido de la vida sea la felicidad. La felicidad me parece como darle una chuchería a un niño para que deje de molestar. La única razón para el hedonismo es acallar esa voz interior que repite una y otra vez por qué. 

   -Joder -dijo otra alumna. 

Se hizo otro instante de silencio. Me había pasado, no de pesimista, sino de pedante.  No sabía si la verdad de mis palabras estaba en su significado o solo en el modo en que sonaban. La adolescencia, por su falta de experiencia, tiende a dejarse seducir más por los fuegos de artificio que por la verdad. Y utilizar eso en beneficio de mi propia vanidad era una auténtica vileza.

  -Lo lamento -dije. 

 -No, no -dijo la tercera alumna, que no había hablado hasta el momento-. Si mola que en clase nos hagas pensar. 

 Esto sí que fue un chute de vanidad. Interminables horas de humillaciones en la FP Básica y de pasar mis días enseñando bobadas de sintaxis cobraban sentido solo por esa frase. 

-Gracias -dije; y me marché escaleras abajo con una estúpida sonrisa de autoestima alagada. 

 A mis espaldas poco a poco se perdían las palabras del director, que trataba de convencer a las alumnas de que la vida merece la pena ser vivida. 


Triunfo de la muerte. Pieter Bruegel el Viejo. Esta pintura me tiene absolutamente fascinado.



    En el despacho del departamento me encontré con Miguel y Gabriel, dos compañeros, que charlaban de cine. Me senté con ellos y pasé veinte minutos muy agradables, hablando de películas, relacionándolas con novelas y con ensayos de sociología que habíamos leído. Luego eché un par de horas con los alumnos de segundo de la ESO. A estos no les hablé de la muerte ni de Tarkovski, pero hice muchos chistes y nos reímos un montón.

    Cuando llegué a casa a mediodía, estaba tan satisfecho de mí mismo que me costaba no levitar. Era un tipo inteligente, todo un intelectual. Y además gracioso. 

    Eran las ocho menos cuarto de la tarde cuando crucé la puerta de cristal QproGym. Me puse la ropa deportiva y entré en la sala de musculación. Cogí la hoja con mi rutina de trabajo del mueble archivador. Esa semana empezaba una rutina nueva, así que los dibujos con los nombres en inglés debajo apenas significaban nada para mí. Me subí en la biciestática. Pedaleé diez minutos hasta que empecé a sudar. A mi alrededor, varios jóvenes levantaban pesos increíbles en las máquinas multifunción. En este sentido, habría que señalar que QproGym tiene unas franjas de edad muy marcadas. No están escritas en ningún sitio, pero supongo que los propios quehaceres diarios de cada edad llevan a los usuarios a agrupar los horarios por años. A primera hora de la mañana, muy temprano, acuden los jubilados, que caminan en la cinta o pedalean lentamente y hacen suaves ejercicios de movilidad. Por su parte, el público de media mañana es ligeramente más heterogéneo: una combinación de amas de casa, deportistas de élite y veinteñeros y treintañeros que preparan las oposiciones a bombero o policía. A eso de las seis de la tarde hay poca gente, en su mayoría adolescentes o jóvenes que vienen a QproGym influenciados por la ideología del cuerpo bello. Y a última hora, a partir de las siete y media o así, cuando terminan las jornadas laborales, llegan los cuerpos más trabajados, los tríceps más desarrollados y los cuádriceps que apenas si caben en las perneras de los pantalones. Es cierto que de vez en cuando uno puede encontrarse a un anciano haciendo suaves movimientos de hombro a las ocho de la tarde y a un culturista de músculos hipertrofiados a las once de la mañana, pero no es lo normal. La tendencia general es a que el público mantenga los horarios divididos por franjas de edad. 


Es una foto extraída de Google, pero perfectamente podría ser la estampa
que nos encontraríamos en Qpro si fuésemos a primera hora de la mañana.



    Me bajé de la bicicleta y me encaminé hacia X, el monitor que, apoyado en la pared, observaba de brazos cruzados la sala de musculación como un general el campo de batalla. Cuando llegué a su altura, levanté ligeramente la hoja de la rutina mensual para llamar su atención. Ni se inmutó, como si yo fuese un edecán que le trae pequeñas miserias de intendencia. Siguió contemplando la sala que se extendía ante él como Napoleón debió contemplar los altos de Pratzen. Carraspeé. Nada. Volví a carraspear. Ni puto caso. 

    -Perdona X -dije al fin-. Tengo que hacer Hip Thrust y no sé qué es. 

    Se volvió lentamente. No me miró. Solo lanzó una rápida ojeada a la hoja con la rutina y me señaló un banco. 

    -Coge una pesa de veinte kilos –dijo. 

    Obedecí y me reuní con él en el banco de trabajo-. Siéntate en el suelo y pon la pesa en la parte baja del abdomen.

     Volví a obedecer y X me indicó que el ejercicio consistía en apoyar la parte alta de la espalda en el banco y subir la cadera hasta que mis rodillas quedasen en un ángulo de noventa grados y bajar de nuevo, todo con la pesa de veinte kilos en la parte baja del abdomen. Lo hizo con una desgana increíble. No solo no me dirigió una sola mirada en los dos minutos que duró la explicación, sino que hasta no disimuló lo más mínimo la molestia que yo suponía. Se marchó sin esperar a ver si realizaba correctamente el movimiento. Lo mismo sucedió con el siguiente ejercicio -press en banco con mancuernas, y con los de core, que iban después. 

     -Mira -me dijo al fin-. Te los explico todos y ya los vas haciendo tú. 

    Yo me quedé un poco cortado. Era increíble lo mucho que me despreciaba aquel sujeto. Yo no entendía muy bien por qué ya que no le había hecho nada. De hecho, no sólo no le había hecho nada, sino que le pagaba cincuenta euros mensuales. Asistí a la explicación tomando nota mental de todo, no fuese a ser que me olvidase de algo y tuviese que molestar al general ante su imperio. 

    Hice el press en banco con mancuernas lo mejor que pude y me volví a la bicicleta estática. Desde de mi posición en una esquina de la sala, continué espiando a los demás. Un chico hacía cambios de ritmo en la bici elíptica a una velocidad alucinante. Otros dos que compartían un banco hacían press con mancuernas, pero mucho más grandes que las que había usado yo. Una chica emitió un gemido. Me llamó mucho la atención, porque el tono perfectamente podía haber sido interpretado en clave sexual. Frente al espejo, la chica hacía sentadillas con una barra muy larga y varios discos muy gordos a cada lado. Se había puesto una faja de cuero, imagino que para no dañarse la espalda. Bajó una última vez y subió con los cuádriceps temblándole como el capó de un coche viejo de gasolina. La barra hizo un estruendo metálico al caer sobre una especie de ganchos que había en unas barras laterales. La pesa quedó allí apoyada y la chica dio unos pasos en círculos respirando agitadamente. En su esquina, X la miraba y asentía con la cabeza. 

    -Sí señor, sí señor -dijo lo suficientemente alto para que la chica lo oyese. Ella, que todavía respiraba agitadamente y difícilmente hubiese podido hablar, levantó el brazo con el puño cerrado y el pulgar hacia arriba en dirección a X-. Muy buena-. Dijo él.



Este era el ejercicio que estaba haciendo la chica. 
No es ella, pero la estampa era más o menos así. 

           Acabé mis diez minutos de ejercicio cardiovascular y volví al espacio de musculación propiamente dicho. Kettlebell front squat rezaba la hoja con la rutina. Si no recordaba mal la explicación de X, era el mismo ejercicio que acababa de ver hacer, pero con una pequeña pesa rusa. Nada de los imponentes discos supergruesos en los extremos de una barra de metal. Cogí una pesa de cinco kilos. Hice mis quince repeticiones. A mi lado, los dos chicos seguían turnándose en el banco para hacer press con mancuernas gigantes. Hice un comentario trivial para entablar conversación. Me contestaron con un monosílabo y siguieron a lo suyo. A mí me apetecía hablar con alguien, así que insistí, pero con idéntico resultado. Entonces hice un chistecillo. Era una variante de uno que había hecho por la mañana con segundo de la ESO y que había funcionado muy bien. Me ignoraron. Acabé las dos series de kettlebell front squat lo mejor que pude y me fui al otro extremo de la sala para hacer curl de bíceps.  Allí también intenté entablar conversación con la gente, haciendo comentarios que a mí me parecían ingeniosos y que en otras situaciones me habían funcionado, pero que aquí fueron acogidos con indiferencia. O no los entendían, o no les interesaban.

     Llegué a casa abatido. Ni siquiera el subidón de endorfinas después del ejercicio físico conseguía mitigar mi malestar. ¿Por qué les caía tan mal? ¿qué les había hecho yo a aquellos desconocidos para que mostrasen tan poco interés por mí? Cené y me tomé tres cervezas mientras veía una serie con Ana antes de dormir. 

    Con el tiempo mi vanidad herida dejó paso a la curiosidad antropológica. ¿A qué se debía aquel desprecio? ¿Por qué me llevo bien con mis compañeros de trabajo, mis alumnos me escuchan con atención, mi mujer me quiere y, sin embargo, los usuarios del gimnasio de última hora no sienten el más mínimo interés por mí? Lo lógico es pensar que a mi mujer, mis compañeros y a las alumnas de primero de bachillerato les caigo bien y a los forzudos de gimnasio no. ¿Pero por qué es así, si ni siquiera me conocen? Además, eran diez o doce personas. Estadísticamente es casi imposible caerle tan mal a tanta gente sin hacer apenas nada. 

    Las personas, al relacionarnos en sociedad, desempeñamos diferentes roles. En casa, con Ana, ejerzo el rol de marido; en el instituto, con mis alumnos, el de profesor; y con mis colegas el de compañero de trabajo. Y así con todas y cada una de las personas con las que interactúo en el día a día. Cada rol tiene asociado unos comportamientos. Difícilmente puedo actuar con las tres alumnas que tan preocupadas estaban por el sentido de la vida como lo hago con mi mujer sin ser inmediatamente denunciado por acoso y dar con mis huesos en la cárcel. Y al contrario. Si, por un casual, se me diese por tratar a Ana como a uno de mis compañeros de trabajo, mi matrimonio no duraría más que unos meses. Esta es la teoría clásica del rol social -bastante simplificada-. Si completamos esta teoría del rol social con la de los capitales, creo que tengo la explicación de por qué X y los forzudos de gimnasio me desprecian. Los roles sociales generan contextos y en cada contexto se valora un capital. Con mis alumnos y mis compañeros el capital cultural es muy valorado. De ahí que mis comentarios pseudointelectuales tengan tan buena acogida. Por el contario, el capital social, entre funcionarios y alumnos, no se valora demasiado. Por no hablar del capital erótico. El gimnasio a las ocho de la tarde es exactamente lo contrario. En ese contexto de cincelado del cuerpo, poco importa que yo haya leído a Kierkegaard o que tenga un doctorado en Teoría de la Literatura. Lo que se cotiza en el gimnasio a las ocho de la tarde es el capital erótico. La belleza física y, sobre todo, el tono muscular valen cien veces más que cualquier análisis del cine de Tarkovski. Mi error fue que, tratando de caer simpático, había echado mano de mi capital cultural. Un error burdo de intelectualoide convencido de que es genial solo por oírse hablar. En consecuencia, decidí que, hasta que no tuviese un cuerpo cincelado en bronce, solo iría a primera hora de la mañana, cuando solo hay jubilados que van allí a echar la mañana y el monitor Juan, que es muy simpático y parlanchín.



NOTAS:

1. BOURDIEU, P. (2001), Poder, derecho y relaciones sociales, Bilbao, Editorial Descleé De Brouwer.

2. HAKIM, C. (2012), Capital erótico. El poder de fascinar a los demás. Barcelona, Debate.


jueves, 27 de julio de 2023

Un Aleph

 


    En el capítulo “Técnicas del cuerpo” de Economía y Sociedad, Marcel Mauss introdujo el concepto de técnicas corporales para referirse a los movimientos, las posturas y las actitudes que los seres humanos utilizamos para realizar determinadas actividades o para expresar nuestros sentimientos. 


Marcel Mauss

    Todos los seres humanos tenemos cuerpo y, por tanto, nos relacionamos con él. Sin embargo, y pese a que la humanidad es impensable sin cuerpo, esta relación no es natural. La comparación entre diferentes culturas demuestra que la manera en que las personas entendemos nuestro cuerpo y el modo en que interactuamos con él está mediado por el aprendizaje cultural. Si, por ejemplo, echamos la vista unos siglos atrás, encontraremos una relación con el cuerpo completamente diferente a la nuestra. Cierto catolicismo medieval entendía que los padecimientos eran deseables porque nos acercaban al sufrimiento de Jesús en la Cruz. Consecuencia de esta forma de comprender e interactuar con el mundo son las técnicas corporales de la flagelación, el ayuno o la mortificación. Nada más alejado de nuestra percepción hedonista y nuestras técnicas de cuidado e higiene del cuerpo. Las técnicas corporales reflejan los valores, la ideología y las concepciones de cada sociedad. Este es el sentido de la afirmación de Mauss de que “la sociedad se hace cuerpo”. 

    Todo empezó en la consulta de una médica del seguro. Yo estaba allí sentado, con el sobre con los resultados de mi análisis de sangre. Se lo alargué. Ella rasgó la solapa y ojeó las hojas con aire distraído. 

    -Mmmmmmmm -musitó.

    Yo me asusté un poquito. 

    - ¿Es algo grave?
 
    Ella dejó las hojas sobre el escritorio y las giró para que yo pudiese leerlas bien. Sacó una pluma del bolsillo de su bata. 

    - El colesterol, el ácido úrico y las transaminasas –al tiempo que pronunciaba cada una de las palabras las señalaba en el papel con la punta de su pluma estilográfica. 

    -¿Qué les pasa? 
    
    Ella levantó los ojos y me miró por encima de los cristales de sus gafas de ver de cerca. 

    -Que están muy altos.

    Yo me dejé caer aliviado sobre el respaldo de la silla.

    -Ah –dije.
    
    Ella meneó la cabeza. 

    -Ah no –repuso severa-. Estos resultados no están bien. Tienes que cuidarte. Ya no tienes veinte años. 

    Fruncí el ceño. 

    -¿De qué estamos hablando? 

    Esta vez fue ella la que se recostó sobre el respaldo de su silla. 

    -Dieta y algo de deporte –se quitó las gafas y las dejó caer en el escritorio, sobre mis análisis-. Y te recuerdo que tienes asma. Tienes que dejar de fumar. 

    -Pero ahora fumo poco –dije en mi descargo.

    -Poco ya es demasiado –nos miramos unos segundos en silencio. Al fin, ella se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa-. Ya no tienes veinte años –repitió señalándome con la pluma-. Y esto así no va bien. 

    Me gustaría decir que me mantuve firme en mis principios y que continué con la vida bohemia que nunca había llevado, pero lo cierto es que esa noche, ya en casa, me asusté un poco cuando tomé conciencia de que no iba a ser joven eternamente. Soy un cuerpo y, como tal, estoy sujeto a la ley eterna de la degradación, la enfermedad y la muerte. Valoré las tres recomendaciones: dieta, dejar de fumar y deporte. Adoptando las dos primeras corría el riesgo de que mis relaciones sociales se viesen afectadas. Estaba en esa edad en la que uno sustituye los placeres de la cama por los de la mesa, y las cañas en las terrazas de los bares y comidas con amigos son dos de los espacios principales de interacción social que tiene una persona de cuarenta años sin hijos. Lo mismo me sucedía con el tabaco. El pitillo del recreo había creado una relación de cierta intimidad con los compañeros de trabajo que compartíamos vicio. El deporte era la única opción que no amenazaba con recluirme en una burbuja social. La mañana siguiente crucé la puerta de cristal de QProGym.

Esa puerta de cristal que se ve a la derecha es la que crucé. 




    Tardé en darme cuenta. Solo iba allí una hora tres veces a la semana. Sudaba, jadeaba y sufría, y luego me iba a casa bastante relajado y con la sensación del trabajo bien hecho. Pero el ejercicio en la bicicleta estática puede llegar a ser realmente aburrido. Las primeras semanas miraba por la ventana, a los coches que pasaban por la calle estrecha. Luego, poco a poco, empecé a observar con discreción a las personas que compartían la sala conmigo. No hacían nada especial que no hiciese yo también. Corrían en la cinta, pedaleaban en la biciestática y levantaban peso en las diferentes máquinas de musculación. El comportamiento humano es infinitamente más interesante que el de los coches. Me fijé en el modo en el que hacían los diferentes ejercicios, observé las actitudes, presté atención a los comentarios, e incluso tuve la mala educación de escuchar furtivamente alguna que otra conversación. El tedio de los ejercicios repetitivos dejó paso al interés curioso del antropólogo. La frase de Marcel Mauss “La sociedad se hace cuerpo” me daba vueltas en la cabeza y poco a poco le fue dando forma a la idea de esta página: QproGym es un aleph, un punto que, si se observa con detenimiento, permite asomarse al infinito o, lo que es lo mismo, a la sociedad en su conjunto. Cada palabra, cada gesto, cada movimiento me está contando cómo somos los occidentales del siglo XXI, cómo piensa nuestra cultura de la salud, del hedonismo y de la higiene, cómo funciona el capitalismo de consumo o cómo representamos la desatención cortés propia de relaciones entre desconocidos. Y así empecé esta sucesión de artículos, sudando en una biciestática, fascinado con este aleph desde el que intento comprenderme mejor a mí y a mis semejantes. 

JUSTIFICACIÓN

 




    Supongo que habrá más, pero a mí solo se me ocurren dos razones por las que escribir.

    La primera es el reconocimiento de los demás. Sé que puede parecer un tanto banal, pero la mayoría de los escritores que he conocido han resultado ser personas de lo más vanidosas. Lo único que demandaban eran aplausos y nada más que aplausos. Cenar o tomarse un café con ellos era como sentarse a la mesa con un pavo real. Tal vez a los veinte años, cuando uno está en la Tierra para comerse el mundo, yo haya soñado con salir por la televisión y gozar del reconocimiento de la masa. Pero ahora, ya bien pasados los 45, no se me ocurre una pesadilla peor, exponiéndome cada momento al juicio de los demás. Lo digo sinceramente. No es una pose en absoluto. Ni quiero ser popular, ni necesito que me digan lo maravilloso que soy. Me llega y me sobra con mi vida gris, con las mañanas en el instituto con los alumnos y los compañeros, las tardes de ejercicio y lectura y las noches de cine con mi mujer. Me gustan mis fines de semana paseando por la montaña y comiendo con la familia y los amigos. Ni aspiro, ni deseo otra cosa.



Michel Houellebecq: 

"Escribo porque soy vanidoso y busco los aplausos" 

(él por lo menos lo reconoce).




    La segunda razón para arrancarse a escribir es considerar que uno tiene algo que contar. Harold Bloom en la Angustia de la Influencia dice que todo escritor siente el peso opresivo de aquellos que han escrito antes que él. La grandeza de espíritu de las grandes obras que nos han precedido enmudece al escritor novel, que lucha denodadamente por encontrar su propia voz. En cierta manera Bloom tiene razón, aunque creo que es un error extender esta relación con la tradición a toda la historia literaria, cuando la originalidad no es un valor hasta la explosión romántica de finales del siglo XVIII. Sea como sea, hay algo de cierto, o al menos así lo he experimentado yo. Primero fue El Quijote y luego Guerra y Paz. Después de ellos ¿qué me quedaba a mí por decir? Evidentemente, nada. Siempre me ha fascinado que alguien considere que lo que tiene que contar es lo suficientemente interesante para que los demás inviertan su tiempo leyéndolo. Me parece incluso de mal gusto. Ya existen Homero, Shakespeare y Tolstoi. ¿De qué tamaño tiene que ser tu ego para considerar que alguien puede preferir leer tus relatos o tus poemas en lugar de Ana Karenina?

Otro escritor vanidoso.




    Así las cosas, el lector se preguntará por qué me he arrancado a escribir esto que está leyendo. En primer lugar, porque aquí no hay una sola idea original mía. Cada artículo parte de una lectura que he hecho y que me ha ayudado a entender algún aspecto de Qprogym. No soy yo el que tiene ideas originales dignas de ser recordadas. En esta colección de ensayos no soy más que la correa de transmisión entre pensadores interesantes y la realidad cotidiana de un gimnasio de un pueblo de Galicia. Si en ocasiones cuento anécdotas de mi vida personal es por una pura y simple cuestión de estilo. La sociología y la antropología en ocasiones pueden llegar a ser verdaderamente arduas. He sudado tinta china para sacar algo en claro de muchos autores, especialmente de los franceses. Por eso he salpicado un poquillo las explicaciones con narraciones más o menos livianas del suceso que me hizo pensar.

    Y en segundo lugar, porque no está pensado para él ni para esa masa amorfa de personas a la que genéricamente llamamos lectores. Mis lectores no son entes anónimos, sino seres humanos de carne y hueso a los que conozco personalmente. Se llaman Juan, Ana, Manuel, Esteban, Gema, Rosa. No necesito jugar a ponerles cara en un ejercicio de vanidad. Conozco bien sus rostros y sus opiniones porque hemos hablado, les he preguntado y, sobre todo, les he escuchado. Ellos son los protagonistas de esta historia y, si me he decidido a escribir esto, es porque yo sí perdería el tiempo leyendo una versión de unos acontecimientos en los que yo he participado. Escribo para ellos y solo para ellos, para que me digan qué opinan de todo esto del gimnasio y para volver a pasar un tiempo agradable compartiendo pareceres.