La concepción de la cultura que orienta este post es la que considera
que es el instrumento por el que se guían los seres humanos para orientar su
conducta. En palabras de Geertz,
“la cultura se comprende mejor no como complejos de esquemas
concretos de conducta -costumbres, usanzas, tradiciones, conjuntos de hábitos-,
como ha ocurrido en general hasta ahora, sino como una serie de mecanismos de
control -planes, recetas, fórmulas, reglas, instrucciones (lo que los
ingenieros de computación llaman “programas”)- que gobiernan la conducta”[1].
Y Geertz matiza así su concepción de los esquemas culturales:
“Así como el
orden de las bases en una cadena de DNA forma un programa codificado, una serie
de instrucciones o una fórmula para la síntesis de proteínas estructuralmente
complejas que rigen el funcionamiento orgánico, los esquemas culturales
suministran programas para instituir los procesos sociales y psicológicos que
modelan la conducta pública”[2].
El imaginario simbólico es uno de los medios a través de los cuales las
colectividades orientamos nuestras conductas. Los hombres ordenamos el mundo a
partir del imaginario simbólico, que es el resultado de nuestra experiencia
acumulada a través de los siglos. De acuerdo con Gilbert Durand, este
imaginario simbólico nos permite sintetizar la experiencia individual y
colectiva y relacionarla con nuestras ideas y sentimientos más característicos.
El símbolo es el medio por el cual el hombre expresa culturalmente su
experiencia vital universal[3].
Si, como sostienen Clifford Geertz y Talcott Parssons, la cultura -que
está compuesta por símbolos- está formada por programas de conducta que guían y
orientan a los seres humanos, los símbolos devienen en una forma de control
social. La forma de expresar el modelo del mundo se convierte en una de las
infraestructuras básicas para la percepción del entorno social y natural que
determina nuestra relación con esos contextos. El control simbólico es sinónimo
de control social.
Este control social es posible gracias a que los símbolos se adquieren
en el seno de la cultura. Si, como afirmaba Jung, los arquetipos son la
experiencia acumulada por la humanidad, que ha sido incorporada a su patrimonio
genético a lo largo de la evolución, y el componente cultural de los
símbolos/arquetipos no es más que el aspecto formal de los mismos, sería
imposible el control social mediante el control simbólico, porque los símbolos
y los motivos tendría un significado estable no susceptible de ser manipulado.
Sin embargo la ecuación cultural y contextual
es determinante en la constitución de símbolos. Los símbolos son aprendidos y, por tanto, pueden ser manipulados para orientar las
conductas. Como Victor Turner[4]
y Mary Douglas[5]
han señalado retomando las viejas ideas de Sapir, los símbolos no sólo sirven
para transmitir conocimientos, sino que también expresan y transmiten valores y
sentimientos con respecto a esos conocimientos. Turner señala que cualquier
sociedad tiene que tener la suposición de que ciertos valores y normas tienen
carácter obligatorio para todas las personas. Los símbolos ponen en contacto
las normas éticas y morales de la sociedad con estímulos emocionales. Para
mantener esta cualidad axiomática de las normas, las sociedades disponen de
ciertos mecanismos, entre los que destaca la religión, el ritual y el arte. Los
símbolos son los medios a través de los que la religión, el ritual y el arte
transmiten esos valores morales acerca de las cosas. Los símbolos nos dicen que está bien y qué mal, qué es correcto y qué no y, en definitiva,
cómo debemos vivir.
Esta forma de control social es ejercida por los símbolos en un doble
sentido: al mismo tiempo que creamos nuestros símbolos en función de la
realidad que percibimos, los símbolos crean, a su vez, esa realidad. Es una
relación de feedback. Por ejemplo, la vida que se nos vende en el mundo
contemporáneo por medio de la publicidad es tan real que creemos que la
conocemos y deseamos, confundiendo este modo la realidad con el deseo.
En este sentido, deviene fundamental el concepto de representación
colectiva, entendiendo por él las formas de producción de sentido que permiten
interpretar la realidad y legitimar o deslegitimar las relaciones sociales.
Todas las culturas crean discursos para convertir a sus miembros en actores
sociales y, al mismo tiempo, para crear una realidad social común a todos
ellos, de modo que así se configura la acción social. En conformidad con el
marxismo clásico, se trata de realidades sociales construidas que configuran la
acción social y biología, aunque no sostengamos (como hacía el marxismo
clásico) que las ideologías se puedan reducir a lo político. Empleamos, por
tanto, el concepto de “representación colectiva” en un sentido mucho más
amplio: en un sentido cultural. Las representaciones colectivas son el medio
por el cual se crean las ideologías.
Robert Escarpit denomina “evidencias” a las representaciones colectivas”:
“Cuando dos
jugadores de ajedrez emprenden una partida, suponen que ya llevan un cierto
número de juzgadas. Esta convención, válida sólo para estos dos jugadores y
para esta partida, les evita gestos y cálculos inútiles, ya que todos los
indicios posibles son conocidos y están catalogados. El juego creador empieza
solamente en un punto de la partida que varía según la fuerza de los jugadores.
Todo lo precedente es considerado como adquirido por evidencia.
Lo que es
verdadero para una comunidad de los jugadores y para una partida de ajedrez es
igualmente válido para toda la comunidad humana y para esta partida sin término
que es la vida de todos los días. Las sociedades -naciones, grupos culturales,
clases, familias, etc.- “segregan” sistemas de evidencias de índole muy diversa
(intelectuales, afectivas, morales, prácticas), que son las “jugadas hechas”,
los “indicios de la partida” de la existencia común de los miembros de esta
sociedad. Así es como un francés medio al tomar una resolución que atañe a su
responsabilidad moral, no pone en tela de juicio los mandamientos del Decálogo.
Así es como un estudiante no pone en tela de juicio los teoremas derivados del
postulado de Euclides para hacer su deber de geometría. El primero admite por
evidencia que es malo matar o robar. Y si no lo admite, incurre en una sanción,
lo mismo que el estudiante a quien se le ocurriera no admitir el postulado de
Euclides. Como las evidencias definen y cimentan la cohesión del cuerpo social,
se constituyen en una doctrina, en una ortodoxia que coloca en los individuos
por medio de reflejos condicionados y que protege por medio de sanciones”[6].
Escarpit |
Tradicionalmente se consideran
ideologías naturalistas las que se refieren a un orden natural de las cosas o
transmiten con sus representaciones que el mundo que en ellas se expresa es
natural. Sin embargo, todas las ideologías son culturales, ya que son el
resultado de las representaciones colectivas. Los símbolos que configuran las ideologías, son aprehendidos en el seno de la
cultura y no nos vienen dados a los seres humanos de forma innata simplemente
por el hecho de ser seres humanos.
Las representaciones colectivas
son coherentes dentro de sí mismas al mantener los símbolos que las componen
interrelacionados entre sí. Las representaciones tienen como función social la
configuración de estructuras de carácter o tipos de personalidad de los
individuos y, al mismo tiempo, procurar y reproducir el orden social. Por
medio, entre otros, del imaginario colectivo, las representaciones ofrecen un
modelo de conducta, de identidad y de pensamiento. Así, todas las personas que
se ven influidas por una identidad colectiva aspiran a parecerse tanto en su
forma de ser como en su comportamiento al modelo que en esta identidad
colectiva se le propone. Se convierten así estas identidades en un medio
privilegiado de control social. Los grupos dominantes hacen apología de su
identidad sobre los oprimidos, a los que se les convence para que aspiren a
parecérseles y a abandonar su propia identidad.
Desde un punto de vista
psicológico, las representaciones colectivas definen la realidad, lo que existe
y lo que no. Los seres humanos definen el mundo, la naturaleza y la sociedad a
partir del sentido de identidad[7].
Lo que no existe en nuestra cultura, no nos afecta. Así, por ejemplo, una
maldición no nos afecta si no creemos en ella. Por ello, las representaciones
colectivas estructuran los deseos de los seres humanos y sus aspiraciones desde
un punto de vista psicológico. Deseamos lo que las representaciones colectivas
nos dicen que es bueno y rechazamos aquello que estas representaciones nos
dicen que es negativo. Asimismo, a partir estas representaciones colectivas nos
hacemos una idea de lo que es posible y podemos desear y lo que es imposible y
no.
Desde un punto de vista social,
Mary Douglas otorga a las representaciones colectivas tres funciones:
1. Son un mecanismo de enfoque
cognitivo que establecen la forma en que los grupos sociales conciben el tiempo
y el espacio, los tipos de expectativas, la autopercepción de la experiencia o
las prácticas sociales.
2. La memoria y la atención se
fijan a través de estas representaciones colectivas provocando una rutinización
estructural. Así, por ejemplo, la división actual en siete días de la semana
con dos festivos al final, otorga al sábado y el domingo un carácter positivo,
aunque la persona por cuestiones laborales no descanse el fin de semana.
3. Controlan las experiencias de
los miembros de la sociedad, subrayando la identidad social de los mismos,
basándose en la eficacia de la acción simbólica por las afirmaciones que
conlleva y que produce.
Así, para Mary Douglas es la
sociedad la que nos ofrece el modelo de pensamiento[8].
El imaginario simbólico al que
pertenecen los motivos sería uno de los instrumentos ‑o medios, si se prefiere
un término con menos connotaciones semánticas- por los cuales las sociedades
crean sus propias representaciones colectivas. Ejemplo de ello podría ser una
de los más importantes éxitos de ventas en los últimos años en nuestro país: La Catedral del mar. Aparentemente se
trata de una obra de evasión, y así es aceptada y asumida por el gran público.
La novela está ambientada en la Barcelona medieval. El protagonista, hijo de un
payés catalán al que se ha desposeído injustamente de toda su hacienda, inicia
su andadura en el mundo en la indigencia más absoluta. Poco a poco, gracias a
su habilidad personal y a su rectitud moral, va venciendo innumerables
dificultades y se va sobreponiendo a los reveses del destino, hasta que, ya
adulto, consigue labrarse una buena posición social, goza de una vida de
opulencia económica y se casa con una joven bella y virtuosa[9].
Como decimos, esta obra se vende como una novela de evasión y así es leída
inocentemente por miles de personas. Sin embargo ¿no se encarna en este
personaje el ideal del capitalismo, el self
made man? Contraviniendo cualquier ley del rigor histórico, el autor nos
presenta una sociedad difícil, hostil, pero en la que un hombre dotado de
habilidad e inteligencia puede triunfar. Como en el ideal capitalista, todo el
mundo puede ser Bill Gates. Sólo hacen falta buenas ideas y tesón. El personaje
modelo de La catedral del mar, que ha
sido repetido en innumerables ocasiones en los best sellers de Noah Gordon o Ken Follet, es un motivo típico de
las representaciones colectivas propias del capitalismo protestante. Arnau
Estanyol encarna la ética del trabajo y del esfuerzo sobre la que se sostiene
el capitalismo[10].
El hombre debe trabajar en este mundo con tesón y ahínco porque será
recompensado. Siempre hay una oportunidad para los hombres de valor. Cualquiera
puede triunfar, aunque la realidad diaria nos demuestre implacablemente que es
falso. El capitalismo se perpetúa, entre otras formas, creando representaciones
colectivas que indican a los hombres cómo deben vivir y a qué deben aspirar.
Los jóvenes se vuelven emprendedores y los pocos que logran triunfar partiendo
de una situación desfavorecida, como Amancio Ortega, son convertidos en héroes
populares. Los que fracasan no lo hacen porque la sociedad sea injusta ni
porque haya un reparto desigual de oportunidades o capital, sino por su falta
de habilidad, y ahí están los ejemplos de Amancio Ortega o del protagonista de La catedral del mar para demostrárnoslo. Son los mejores los que triunfan. Los
demás pueden ser buenas personas o incluso estupendos amigos, pero no merecen
nada mejor. Los compañeros de Arnau Estanyol en La catedral del mar, que
trabajan con él cargando piedras para construir la catedral y que tan bien se
portan con el protagonista, asisten como simples comparsas al auge social de
Arnau Estanyol. Ni el protagonista, ni el autor, ni el lector se preocupan de
esas vidas desperdiciadas en interminables jornadas cargando enormes piedras
día tras día a cambio de un miserable jornal. Ni tampoco sentimos el más mínimo
afecto por la madre del protagonista, raptada, violada y obligada a
prostituirse durante toda su vida, y cuya única aspiración antes de morir es
ver a su hijo gozar de una buena posición social; ni por su primera novia,
también violada y obligada a prostituirse simplemente por sentir una
irrefrenable pasión erótica por Arnau, que la lleva a exponerse sola a los
peligros de la vida más allá de las murallas de Barcelona. Si es más difícil
identificarse con ellas y conmoverse por su cruel destino, es porque las
representaciones sociales colectivas del capitalismo transmiten la idea de que,
en el fondo, se lo tenían merecido, pues carecían de talento.
[1] Cfr. C.
Geertz, La interpretación de las culturas,
cit., p. 51.
[2] Cfr. ibidem, p. 91.
[3] Cfr. G.
Durand, Las estructuras antropológicas de
lo imaginario, cit.
[4] Cfr. V.
Turner, La selva de los símbolos,
cit.
[5] Cfr. M.
Douglas, Pureza y peligro. Un análisis de
los conceptos de contaminación y tabú, Madrid, Siglo XXI, 1973; Símbolos naturales. Exploraciones en
cosmología, cit.
[6] R. Escarpit, El humor, Eudeba, Buenos Aires, 1962, pp.
96-97.
[7] J. C. Abric, “Prácticas sociales, representaciones
sociales”, en: J. C. Abric (comp.). Prácticas Sociales y representaciones,
México D.F., Ediciones Coyoacán, 200, pp. 195-215; T. Ibáñez, Ideologías de la vida cotidiana. Psicología
de las representaciones sociales, Barcelona, Sendai, 1988; D. Jodelet, “La
representación social: fenómenos, concepto y teoría” en S. Moscovici (comp.), Psicología Social II. Pensamiento y vida
social. Psicología social y problemas sociales., Barcelona, Ediciones Paidós,
1986, pp. 469-493; S. Moscovici, El
psicoanálisis, su imagen y su público, Buenos Aires, Editorial Huemul S.A.,
1979.
[8] M. Douglas, Cómo piensan las instituciones, Madrid:
Alianza Editorial, 1996; Pureza y
peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú, cit.; Símbolos naturales. Exploraciones en
cosmología, cit.
[9] Cfr. I.
Falcones, La catedral del mar,
Barcelona, Grijalbo, 2006.
[10] Cfr. M. Weber, La ética protestante y el espíritu del
capitalismo, Madrid, Alianza, 2002.
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