Supongo
que a vosotras no os pasará porque aún sois muy jóvenes. Pero a mí
hay veces que hay un detalle que me trae a la memoria un suceso de mi
pasado. No sé si lo habéis leído, pero es un poco lo que le sucede
a Proust con la magdalena en En busca
del tiempo perdido. Estoy, por ejemplo,
en la cola del supermercado. Frente a mí está la pobre cajera
pasando la compra con la mirada perdida y la desgana propia de las
actividades repetidas una y otra vez. Por la puerta, en el sentido
inverso al que estoy orientado, entra una chica de unos veinte años.
No es guapa, ni padece obesidad mórbida, ni lleva un salchichón
colgado de la oreja así que no me fijo en ella. Es una persona más
en el espacio neutro del supermercado, donde me he cruzado con otros
veinte desconocidos a los que no he prestado la más mínima
atención. Hasta que pasa por mi lado. Sus pasos mueven el aire y con
ese movimiento me llega hasta la nariz su aroma.
El perfume me
transporta a mis quince años y a aquella novia a la que no quería
mucho y que usaba la misma colonia. Como a Proust, no es solo que el
perfume me la recuerde, sino que mueve algo en mi interior que me
hace sentir exactamente igual que aquella vez que yo estaba con ella
fumando un pitillo sentados en el paseo marítimo de Coruña. Pago y
me voy a casa cargado con la compra. Por el camino esa sensación de
haber viajado en el tiempo se va desvaneciendo y, poco a poco, se
abre paso otra, la de que aquel adolescente que se hacía el chulito
es un extraño para mí. Recuerdo perfectamente haber hecho y dicho
todo aquello, pero cómo es posible que fuese yo. Hasta ese momento
creía que me conocía a mí mismo, pero cómo voy a hacerlo si ni
siquiera me reconozco en mi pasado. Entonces surge esa pregunta
incómoda y que me llevó a la antropología: ¿Quién soy yo?
Alguien pagando en el súper. No soy yo, pero podría serlo. |
Esta
incómoda pregunta no solo me acecha en el supermercado. Hace tiempo
escribí lo siguiente:
Paso
dos horas al día en un tren de cercanías. Una hora a la ida y otra
a la vuelta. Los fines de semana descanso del tren, pero a cambio
conduzco unos 30 minutos por alguna carretera de circunvalación
hasta un centro comercial donde compro que necesitaré a lo largo de
la semana. En vacaciones, antes de que la crisis financiera global
liquidase la capacidad adquisitiva de los ciudadanos españoles,
acostumbraba a tomar un vuelo con destino a algún país extranjero.
Allí alquilaba durante un par de semanas una
habitación de un hotel
de esas cadenas multinacionales frías y funcionales, pero asequibles
a las clases medias de los que por aquel entonces aún se creían
erróneamente los pujantes estados mediterráneos. Ahora, tras la
pérdida de un 30% de mi poder adquisitivo anual, me contento con
veinte días en casa de mis suegros en la Costa Blanca. Para este
sucedáneo de vacaciones, debo coger el coche y atravesar la
Península en un interminable viaje de doce horas.
Habitación de hotel. |
Por
si esto no fuese suficiente, mi vida está plagada de imprevistas,
pero inexcusables, visitas puntuales a una sucursal bancaria, a un
hospital, una oficina de la administración pública o cualquiera de
estos espacios de la modernidad, cuyo sentido Marc Augé recogió en
la impactante paradoja "no lugar". Trenes, estaciones,
autopistas, aeropuertos, hoteles, estaciones de servicio,
supermercados, hospitales, centros comerciales. Todos espacios
públicos asépticos, funcionales e impersonales, concebidos para una
estancia tan limitada que no son más que lugares de tránsito.
Espacios del anonimato. Nadie me conoce. Nadie se fija en mí. Sólo
soy un viajero, un cliente, un paciente o un usuario. Dependientas
que me despachan sin más que una breve mirada, que no se detiene en
mi cara, sino en mis manos, instrumentos que teclearán el código
pin de mi tarjeta de crédito para que continúe el flujo infinito
del capitalismo financiero.
Centro comercial. |
En
ningún otro espacio es más cierta la metáfora de Erving Goffmann
de la "desatención cortés". Actuar como si la persona que
tenemos apenas a diez centímetros no existiese. Fingir que no nos
fijamos en ella, que ni siquiera la vemos, incluso si ésta se ha
pintado el pelo de verde, se ha puesto un piercing en la boca o lleva
un tatuaje en el cuello, adornos todos ellos concebidos
fundamentalmente para fijar la atención. Desatención cortés para
escenificar la aniquilación del individuo porque precisamente la
preservación del anonimato es lo que se espera de nosotros en los no
lugares.
Imaginemos
por un momento que estamos en la sala de espera de la consulta de un
médico. Allí está conmigo
cualquiera de vosotros, mirando
distraídamente por la ventana, no porque te interese el paisaje -has
visto cientos de veces esa mierda de calle secundaria-, sino porque
evitas cruzar la mirada conmigo porque sientes que hay algo hostil en
los desconocidos que se miran a los ojos. Llevas un rato allí
sentado, actuando como si yo no existiese, cuando entra una mujer
joven, exuberante, de esas que uno sueña con llevarse a la cama.
Trae un vestido ajustado, que, más que insinuar, evidencia un cuerpo
turgente con el que no te atreves ni a soñar. La mujer se sienta a
mi lado, justo enfrente de ti. Cruza las piernas dejando al
descubierto un muslo increíblemente sugerente y coge de la mesa de
centro una revista de tendencias que hojea distraída. Te gustaría
mirarla, sobre todo ese escote al que no has dedicado más que una
mirada fugaz porque sabes que resultaría violento que te
sorprendiese haciéndolo. Pero no lo haces. Ni tú ni yo lo hacemos,
aunque lo deseamos, porque a todos nos gusta mirar mujeres bonitas.
Siempre es agradable la contemplación de la belleza, como un cuadro
de Velázquez o la aurora boreal. Pero, como ya he dicho, no lo
hacemos. Sacrificamos nuestra natural inclinación hacia las formas
bellas en el altar de la desatención cortés, el único
comportamiento aceptable en los no lugares.
Gente que se esfuerza en hacer ver que los demás no existen. |
La
despersonalización en los espacios del anonimato llega incluso al
punto de que nuestra interacción, más que con personas, es con
textos - Madrid 25 km, kilo de fresas dos euros, sala de espera-, la
mayoría de las veces coercitivos, órdenes directas que explicitan
como se espera que te comportes: prohibido fumar, no conducir a más
de 120 km/h, respete el silencio, para coger la fruta use los
guantes.
Texto coercitivo. |
Pongamos
otro ejemplo. Es martes por la mañana. Has pedido un par de horas
libres en el trabajo porque tienes que arreglar unos papeles
relativos a la vivienda que has comprado hace tres años. Estás en
las dependencias de la administración pública, un edificio de nueve
plantas donde trabajan cerca de 200 personas. Apenas has cruzado la
puerta cuando ves a dos agentes de seguridad privada con sus
uniformes marrones y las enseñas amarillas de Prosegur en los
hombros. Uno de ellos se asegura de que los recién llegados pasen
por un detector de metales y el otro mira distraído una pantalla de
televisión en blanco y negro en la que se ve el contenido de los
bolsos, carteras y demás objetos personales que los visitantes dejan
en una cinta transportadora. Dejas tu cartera y tus llaves en
una
bandejita y atraviesas el detector de metales. Has dejado atrás a
aquellos agentes de control, pero no por ello escapas al rígido
sistema normativo que domina cualquier no lugar. Hay normas para la
limpieza de las dependencias, normas para la conservación del
mobiliario, normas que afectan a la vestimenta, a la imagen, a la
higiene personal y a la relación y los modos de trato entre las
personas que se cruzan en los no lugares, normas para las tareas que
desempeña cada uno y para el acceso a los espacios y el tiempo que
se te permite estar en ellos. Nunca has reflexionado sobre ellas,
pero las conoces y por eso pasas por detrás de los mostradores que
ocupan los funcionarios de atención directa al público, sino que te
detienes ante un enorme cartel en el que se señala la localización
de las diferentes secciones. Buscas la de vivienda y suelo y el
cartel te indica que debes subir a la tercera planta. Giras hacia la
derecha y avanzas por un pasillo camino del ascensor, sometiéndote a
las normas sin ser consciente de la formalidad, la asepsia y la
indiferencia de estas orientaciones siempre generales e impersonales.
El ascensor tarda un poco en llegar. Cuando lo haces, subes a él con
otras tres personas. Cada uno presiona el botón del piso al que
desea dirigirse y todos mantenéis la mirada fija en el suelo o en el
vacío, evitando cualquier mirada que pusiese en entredicho la
desatención cortés.
Tu
parada es la primera de todas. Suena un pitido y se abre lentamente
la puerta. Das un paso al frente y dejas atrás a aquellas personas
que han compartido tu viaje aunque sólo fuese durante unos segundos
y a las que has dedicado tantos esfuerzos por hacer ver que no te
interesaban. Ya estás en el tercer piso. Otra vez sin darte cuenta
has dejado que algo de tu individualidad volara. Este edificio de la
administración pública es una enorme unidad de clasificación en la
que se manipula el espacio con la intención expresa de reducir la
diversidad y homogeneizar los asuntos y a los individuos que se
presentan. Los sujetos que tienen que solucionar alguna cuestión
relativa a la educación han de dirigirse a la primera planta,
aquellos que tienen que ver con el medio agrario han de hacerlo a la
segunda, vivienda y suelo es la tercera y así hasta la séptima
donde algunos funcionarios gestionan lo referente a la sanidad. Has
pasado el primer proceso homogeneizador, pero las metáforas
clasificatorias espaciales no se detienen en la línea vertical. Ante
ti tienes un cartel muy similar al de la planta baja que distribuye a
las personas y a sus asuntos hacia derecha e izquierda.
Otro ejemplo de metáfora de clasificación espacial. |
Atraviesas
pasillos y puertas siguiendo las indicaciones de los carteles hasta
que consigues dar con el compartimento en el que se atienden
cuestiones como la tuya. Aquí hay un mostrador con una mampara de
cristal tras la cual hay tres personas introduciendo datos en los
ordenadores. Te apoyas en el mostrador, pero nadie parece fijarse en
ti. Carraspeas. Una mujer levanta la mirada de la pantalla y se
acerca a ti con paso perezoso. El intercambio es rápido. Tú
requieres una información y ella te la da y tu problema se soluciona
apenas rellenando un formulario. Te sientes aliviado y hasta casi
alegre, porque este problema te había estado agobiando durante las
últimas dos semanas. Sin embargo, no expresas tus sentimientos más
allá de un gracias frío y cortés dirigido a la funcionaria, porque
ambos sabéis que las normas de la interacción en un no lugar como
este se rigen por la profesionalidad y las convenciones .
Todo
esto de los no lugares no nos importaría si fuésemos budistas,
hinduistas o miembros de cualquier culto que practica la aniquilación
del individuo. Pero no. Somos europeos capitalistas, hijos de esa
civilización que se dio en llamar occidente del bienestar.
Capitalismo de mercado, una suerte de organización cultural que
valora el individuo ante todo. Nos sentimos desazonados ante esta
hiperexposición a los espacios de la soledad y el anonimato. Por eso
colocamos la foto de nuestra familia en el escritorio de la oficina
en un intento desesperado de reivindicar que esa mesa fría e
impersonal es nuestra y no de cualquier otro; nuestro coche, que ha
salido de la fábrica exactamente igual que los otros 20000 del mismo
modelo, se convierte en una proyección de nuestras personalidades
cuando lo decoramos con una cinta colgada del espejo retrovisor o una
pegatina reivindicativa de alguna ciudad en la que hemos veraneado;
tratamos por su nombre de pila a la cajera del supermercado y al
director de la sucursal bancaria como si entre nosotros hubiese algo
más que una relación comercial basada en el contrato; y, en
definitiva, nos esforzamos en levantar la pata y marcar territorio
con la única intención de repersonalizar estos no lugares y afirmar
nuestra identidad.
Ejemplos de levantar la para para marcar:
Al mismo tiempo, sentimos la necesidad de volver
al barrio, a casa, a esos espacios donde la gente nos conoce y somos
alguien. Nos gusta bajar a la calle y saludar a la gente por su
nombre y que, a su vez, ellos también nos saluden. Necesitamos
entrar en el bar y pedir "lo de siempre" porque el camarero
conoce nuestros gustos, que son nuestros, propios y personales, no un
molde estándar en el que encajar a cientos de miles de personas.
Eso
que escribí no era una idea original. Son los no lugares de Marc
Augé y puede encontrarse referencias a este concepto en cualquier
libro de antropología medianamente moderno. Lo que yo me preguntaba
era quién soy yo. ¿Cuál es esa identidad que me esfuerzo en no
perder en los no lugares? ¿Quién es Curro? ¿Quién es Vera? ¿Quién
es Marta? ¿Y Sabela? ¿Y Shela? ¿Y Eva?
Para
tratar de responder a todo esto le dedicaremos dos horas semanales y
esta pequeña colección de ensayos que espero que nos den los
instrumentos necesarios para poder conocernos un poco mejor.
Fantástico,no se como he topado este blog, pero voy a leerme todos tus ensayos
ResponderEliminarMuchas gracias. Supongo que no te topaste antes con este blog porque la verdad es que no lo muevo mucho por las redes. Me limito a publicar posts y nada más. Me alegro mucho de que te guste, de verdad.
EliminarMuy bueno si señor 👏👏
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