jueves, 28 de julio de 2016

La identidad cultural



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    En el primer artículo de Antropología de una persona corriente yo hacía un ejercicio de exhibicionismo sentimental y confesaba la pregunta que hace tiempo que me obsesiona: ¿quién soy yo? La respuesta a esta pregunta, que se puede hacer extensiva a cada una de vosotras -Eva, Marta, Vera, Sabela, Alba...-, no es nada fácil. ¿Soy una consecuencia de estos genes que son míos y de ningún otro o, por el contrario, soy el resultado de lo que he aprendido y las experiencias que he tenido a lo largo de mi vida? ¿que tiene más importancia en la conformación de mi forma de ser, lo innato o lo aprendido?

  Empecemos por lo segundo, por lo aprendido, por la identidad cultural.

     El primer paso es definir cultura. Cultura es una palabra que se usa alegremente y con acepciones y significados muy diferentes. Las que se usan con más frecuencia son:

    a) Pepito es una persona de vasta cultura. Con esto quiero decir que Pepito es una persona muy leída y que sabe muchas cosas. Sabe quién escribió El Quijote, quién es el presidente de Burundi, el año en que se libró la batalla de las Navas de Tolosa y un montón de datos más. Todo un erudito.


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Señor que sabe mucho.
    b) Las chicas de segundo de bachillerato van al instituto a adquirir cultura, es decir, que venís a clase a aprender una serie de saberes que se supone que os van a servir para abriros paso en la vida. 


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Donde venís a que os enseñemos cosas.

    c) El idioma gallego forma parte de la cultura gallega, forma parte del patrimonio cultural de ese pueblo y por eso la legislación debe favorecer su conservación. Aquí se entiende por cultura una serie de características, comportamientos y modos de pensar que unen a un grupo de personas y que los opone a otros. En este sentido, los gallegos se oponen a los catalanes porque su idiosincrasia -su identidad- es distinta. El hecho de ser catalán, gallego, vasco, chino o samoano determina la forma de ser de las personas. Dependiendo de dónde te haya tocado en gracia nacer eres de una forma o de otra (1). 


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Un señor al que eso de las identidades gallega,
vasca y catalana no le hacían mucha gracia.
(Por cierto, es sociólogo)

    Además de estas tres acepciones, casi cada antropólogo y sociólogo tiene su propia definición. D
esde la antropología simbólica moderna Goodenough sostiene que "la cultura está compuesta por estructuras psicológicas mediante las cuales los individuos guían su conducta. La cultura de una sociedad consiste en lo que uno debe conocer o creer para comportarse de una manera aceptable para sus miembros". En esta línea Talcott Parsons define la cultura como "un sistema de símbolos en virtud del cual el hombre da significación a su propia experiencia. Sistemas de símbolos creados por el hombre, convencionales y aprendidos. Suministran a los seres humanos un marco significativo dentro del cual pueden orientarse en sus relaciones recíprocas, en su relación con el mundo y en su relación consigo mismos.” Clifford Geertz la define como "la red de significaciones en virtud de la cual orientamos nuestra experiencia y nuestra acción. Son planes, recetas, programas que gobiernan la conducta. Son dispositivos simbólicos para controlar la conducta del hombre, una serie de fuentes extrasomáticas de información. Sistemas de significación históricamente creados en virtud de los cuales creamos, ordenamos, formamos y dirigimos nuestras vidas". Y podía seguir así durante semanas. No recuerdo dónde, pero en algún sitio leí que hay más de trescientas definiciones de cultura distintas. Como
Tylor. Es un señor del S. XIX.
No es un hipster.
comprenderéis, esto no es nada operativo y este debate no nos lleva a ningún lado, así que nos quedaremos
 con la definición de Tylor, uno de los primeros antropólogos, y que es lo suficientemente sencilla y amplia para que podamos trabajar con ella. Para Tylor, la cultura es todo lo aprendido. Y ya está. Nada más y nada menos. 

    Así las cosas, la identidad cultural es la identidad aprendida, la que no te viene de serie al nacer. Esa parte de ti que te hace sentir, actuar y pensar como piensas que no tienes grabada en el ADN, sino que la has aprendido de tus padres, tus abuelos, los amigos, la televisión, internet, el instituto y, en definitiva, de la sociedad. 

    Vivimos en un mundo que exalta al individuo -Margaret Thatcher decía que existen los individuos, no las sociedades- y por eso tendemos a subestimar la importancia de la sociedad en la conformación de nuestra identidad. Una afirmación como ésta merece que nos detengamos.

    Hablemos, por ejemplo, del amor, un sentimiento universal que aparentemente compartimos todos los seres humanos. Es viernes por la noche. Estoy cansado tras una semana de trabajo. Llego a casa y allí me espera mi mujer. Como sabe que estaré cansado, ha hecho caracoles envueltos en hojaldre y hay una botella de vino que beberemos durante la cena y terminaremos mientras vemos una película tumbados en el sofá. Es un detalle bonito, porque ella también estará cansada tras toda la semana talonando en el ordenador. Me conmuevo. La miro colocando los caracoles en una bandeja y siento que la quiero.

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Pareja que se quiere viendo la televisión.
No somos ni Ana ni yo.
    Esta escena un poco ñoña puede reconocerla cualquiera de vosotras por haberla experimentado personalmente o por haber visto algo similar en alguna de las comedias románticas de Hollywood. Sin embargo, en la Grecia clásica era normal que una pareja de muchachos varones estableciesen relaciones que incluían una formación académica y militar común, algo similar a lo que hoy en día en occidente se entiende por amistad, relaciones sexuales y gran parte de lo que asociamos al amor como la pasión o los celos. Este sentimiento amoroso, a caballo entre la camaradería militar, la amistad y el amor homosexual, difícilmente puede experimentarse en España hoy en día y poco o nada tiene que ver con la edulcorada escena amorosa que acabamos de ver.


Homosexualidad en la Grecia Clásica.

   En modo alguno soy un experto en las intrincadas relaciones de los harenes que proliferaron en algunos lugares del mundo musulmán. Tampoco tengo el placer de tratar a ninguna mujer mormona que comparta marido con otras cinco esposas. Pero no creo que sea necesario para que uno, razonando detenidamente, llegue a la conclusión de que el modo en que estas mujeres experimentan el amor respecto a su jeque o marido y el modo en que se comportan en relación con ese amor, poco o nada tiene que ver con cómo lo hace una española del siglo XXI como vosotras.

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Mormón con sus esposas e hijas
   Sin duda alguna, un heterosexual monógamo como yo en caso de haber sido educado en la Grecia clásica o en la Utah del siglo XIX no hubiese sido ni heterosexual ni monógamo, y en modo alguno hubiese experimentado un conflicto al respecto (2).

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Señoras con miriñaque.
   La determinación cultural llega incluso hasta el extremo de condicionar el objeto de nuestro amor. ¿Por qué precisamente esa mujer y no otra? Pues por muchas razones: porque te recuerda tu madre, porque te gusta su carácter o porque es bella. Pero ninguna de estas razones depende del individuo o es universal, sino que están condicionados culturalmente. Que se parezca tu madre, en todo caso depende de la madre que te ha caído en suerte y no de ti; la firmeza y la fidelidad de mi esposa en modo alguno me agradaría si yo hubiese sido educado por las disolutas y chismosas trobiandesas que Malinowski describe en Los Argonautas del Pacífico Sur; y pocas cosas dependen de forma tan evidente de la cultura como la belleza. Durante los siglos XVI y XVII unas anchas y robustas caderas, síntoma de buena parturienta, eran consideradas unánimemente como un atributo indispensable en una mujer bella, de ahí que adornasen sus vestidos con esos pesados armatostes que llamaban miriñaques; durante el romanticismo, ese movimiento cultural y artístico que rindió culto a la enfermedad y la muerte, era frecuente la ingesta de vinagre con la intención de empalidecer la piel y hasta podría decirse que un poquito de tuberculosis era de buen gusto. Muy al contrario hoy en día, en esta cultura tiranizada por la ciencia y la salud, las mujeres se someten a dietas rigurosas, extenuantes jornadas en el gimnasio, liposucciones y demás tratamientos traumáticos para mantener alejados de su cuerpo cualquier rastro de adiposidad, y no dudan en correr el riesgo de contraer un melanoma con tal de ofrecer al espectador un saludable aspecto moreno (3).

Mujer considerada bella durante el Romanticismo. Comparad con la foto siguiente.

   
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Esta creo que es la novia de Cristiano Ronaldo.


    En lugar de centrarnos en un sentimiento como el amor que implica relaciones entre las personas, podríamos analizar los gustos1 o las inclinaciones personales hacia ciertas actividades. A mí, por ejemplo, me gusta el vino, leer ensayos y novelas y el cine -exactamente por ese orden- y no me gusta viajar ni pelearme -también por ese orden-. Ello es debido a que he sido educado en una cultura que considera el alcohol como un lubricante para las relaciones sociales, que aparta como negativo todo aquello que tiene que ver con la carne -de ahí que experimente el placer de lo prohibido a través del voyeurismo, aunque sea en una pantalla de televisión- y que reserva un lugar de privilegio al conocimiento abstracto transmitido por medio de palabras. Pero no tengo ninguna duda de que, si yo, exactamente con esta dotación genética, en lugar de haber sido educado como lo fui, lo hubiese sido en otra cultura, no hubiese dado un ardite por el vino, el el cine o la literatura. Muy al contrario, si yo hubiese sido un trobiandés, me habría encantado viajar -cosa que odio- y hubiese disfrutado enormemente haciendo pequeñas expediciones comerciales marítimas como el kula. O si fuese yanomami, la cultura más violenta de la historia, me hubiese encantado liarme a palos con las aldeas vecinas -podéis ver un ejemplo de la violencia yanomami en la foto a continuación.  
<p>En esta foto de mediados de 1960, hombres de dos aldeas yanomami de la Amazonia pelean en un combate amistoso para medir la fuerza y ​​el valor de posibles aliados. / Napoleon Chagnon </p>
Hombres de dos aldeas yanomami de la Amazonia pelean en un combate amistoso para medir la fuerza y ​​el valor de posibles aliados.


    Como veis, gran parte de las cosas que nos gustan, cómo somos, no depende de nosotros mismos, sino de lo que hemos aprendido.

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(1) Esta idea que vincula la cultura a un territorio, que es más que discutible, surgió en el S. XIX y es uno más de esos prejuicios románticos que hemos acabado aceptando como verdades evidentes más allá de toda reflexión. Hoy en día nadie en su sano juicio defendería, como Herder, que la cultura es el espíritu del pueblo -en alemán volksgeist-, una suerte de fuerza cósmica que está ahí puesta desde los orígenes de la humanidad y que distingue a los alemanes de los ingleses, de los españoles y de los franceses, entre otras cosas porque esto acabó derivando directamente en el nazismo, los campos de exterminio y todo eso. Sin embargo, aceptamos que cada territorio tiene su cultura, que eso lo hace diferente de los demás y que, por si no fuese suficiente, tiene una serie de consecuencias políticas, como la
Herder, el señor que decía esas cosas
del volksgeist o espíritu del pueblo.
de tener un estado propio y diferenciado de los demás. A mí no hay nada que me dé más miedo que un estado culturalmente homogéneo, pero no es ahora el momento de hablar de ello. Lo haremos cuando nos centremos en la etnicidad, dentro de unos cuantos artículos. Por ahora nos basta con que comprendamos este concepto de cultura, pero, si os interesa el tema, os recomiendo un libro de Finkielkraut que se llama 
La derrota del pensamiento, especialmente la primera parte. Finkielkraut es un señor francés muy carca y muy gracioso. Su libro está muy sesgado hacia un lado -pretende convencernos de que Europa, y sobre todo Francia, caminan hacia el abismo-, pero es muy interesante porque sitúa muy bien los términos del debate. Podéis leer un resumen del libro aquí.

  
(2) Aunque os parezca increíble, no solo los sentimientos son culturales. Incluso las emociones lo son. Podéis leer algo de esto en La antropología de las emociones de Breton aquí .
(3) Si os interesa, podéis ver fotos de cómo ha evolucionado el ideal de belleza en el siguiente enlace: aquí

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