No sé cuántas nominaciones a los Oscar, un montón de premios Bafta y un sinfín de reconocimientos.
Era de esperar que tarde o temprano Wes Anderson fuese aclamado por la crítica. No porque sea un director tocado por las musas, sino porque hace un cine muy efectista. Wes Anderson es la quintaesencia del gusto de este momento, el goce estético puro sin mensaje alguno, un hipster de la cámara, así que no es de extrañar que el espíritu de nuestro tiempo lo haya elevado al altar de genio.
A mí me parece una mierda colosal. Sus películas no son más que un montón de imágenes muy bonitas enlazadas una detrás de otra sin el más mínimo sentido de conjunto. Que yo sepa, el cine consiste en contar una historia. Eso es lo primero. Luego hay que contarla bien, pero sin historia el cine es un ejercicio de estética vacío. Y esto es lo que pasa a Wes Anderson. Yo definiría su cine como excesivamente formalista, en el sentido de que es forma pura. El resto es una chorrada. La trama de El Gran Hotel Budapest no se aguanta por ningún lado. No tiene gancho, ni sentido, ni siquiera es verosímil. Es cierto que en la comedia las leyes de verosimililtud se ven alteradas. Como decía Aristóteles, la risa surge al huir del término medio. Inevitablemente esto ha de afectar al pacto entre espectador y director, en el sentido de que aceptamos hechos detrás de la cámara que en el género dramático rechazaríamos por inverosímiles. Pero también es cierto que cada película tiene sus propias leyes, que se establecen en los primeros minutos del visionado. Cuando veo El señor de los anillos acepto que existen elfos, gnomos y seres por el estilo porque el director así lo ha establecido. Pero una vez firmado este pacto, no se lo puede saltar, porque, de hacerlo, su narración resulta absurda. Tal es el caso de El Gran Hotel Budapest. Wes Anderson rompe una y otra el pacto con el esoectadir, de modo que su historia, que ya tenía mucho vuelo de partida, acaba siendo una bufonada sin sentido. Eso sí, formalmente muy bonita, con unos planos estupendos que harían cada uno un póster muy molón en la habitación de un adolescente con inquietudes culturetas.
Cuando veo una película de Wes Anderson pienso inmediatamente en los hipsters diseñadores de Zara que se dejaban caer por mi barrio hace un par de años. Todos vestidos supermodernos y megaguays, pero sin puta idea de por qué lo hacían más allá de molar un montón -por no hablar de sus conversaciones vacuas-. El cine de Wes Anderson es exactamente lo que Finkielkraut llamó la cultura de los feelings. Algo que mola, pero sin razón alguna para hacerlo. Como los grupos de música y los videos de la MTV. ¿En razón de qué un grupo es cool o apesta? No hay valoración objetiva más allá de lo que me da en la nariz. Exactamente lo mismo que las películas de Wes Anderson. Estética pura vacía de contenido. No hay historia, no hay buenas actuaciones, no hay mensaje. Sólo planos bonitos y actores vestidos de forma muy molona.
Este lamentable ejercicio de vacuidad se le pega a los actores, que ven su actuación atrapada en el ejercicio estético que les plantea Anderson. No pueden actuar, sólo sobreactuar y entregarse a la bufonada.
Decía Norman Mailer que el estilo lo es todo. El Gran Hotel Budapest es la prueba palpable de que no podía estar más equivocado. El estilo es el instrumento imprescindible para contar la historia, pero sin la historia misma, el cine no tiene sentido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario