jueves, 29 de diciembre de 2016

Foucault IV: Una lectura de Kant.

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    Una lectura de Kant es un ensayo fundamental para interpretar al Foucault, sobre todo la obra que le dio estatus de intelectual reconocido en el mundo, Las palabras y las cosas, porque es aquí donde surge la idea de una analítica de finitud. 


   A partir de la obra kantiana, Foucault hace un diagnóstico de pensamiento contemporáneo. Abandona la crítica del cientificismo de obras anteriores y se centra en el humanismo.  


    De acuerdo con Foucault, la historia de las ciencias humanas y la problemática que ellas plantean arranca con Kant, y no con Descartes como se venía aceptando por todo el mundo académico. Y es porque a partir de Kant las ciencias humanas parten de la analítica de la finitud, que no es otra cosa que el intento de conocer al hombre desde el hombre mismo. Como decía Heidegger: el hombre piensa todo lo que existe desde el hombre y en dirección al hombre.

   Una lectura de Kant empieza diseccionando la formación de La antropología de Kant. A continuación pasa a analizar el lugar que ocupa la antropología, en tanto que conocimiento del hombre, en el pensamiento del filósofo de Königsberg. En sus primeros escritos, Kant pensaba que la antropología y la geografía física eran las dos caras de la misma moneda del conocimiento del hombre. Ambas estaban ligadas y debían colaborar en este proyecto común. Sin embargo, en su Antropología desde el punto de vista pragmático. El conocimiento del hombre ya no está ligado al conocimiento de la naturaleza, sino al conocimiento del mundo, es decir, del modo en que este lo percibe y se relaciona con él. Y aquí es donde el concepto de analítica de la finitud cobra especial importancia. Antes de Kant el pensamiento humano tomaba como referencia a Dios o cualquier otra forma de absoluto. Sin embargo, a partir de él, el hombre es consciente de sus limitaciones, tanto cognitivas -lo que conoce y hace- como físicas -la enfermedad y la muerte-, lo que llevará al conocimiento a tratar de encontrar el fundamento del hombre dentro del propio hombre. Esta nueva concepción de las ciencias humanas es la responsable de que en ellas ya no encontremos regularidades como en las ciencias naturales. 

    Foucault denuncia la confusión del antropología que supone buscar el origen/esencia del hombre tratando de sintetizar lo trascendental de la crítica filosófica -aspiración de universalidad- con lo disperso temporal. Según Foucault, toda la filosofía contemporánea puede ser considerada desde la perspectiva de la confusión constitutiva del proyecto antropológico kantiano, es decir, desde la tensión no resuelta entre tensión temporal y universalidad. Ninguno de los proyectos lo lograron.  La fenomenología  de Husserl, a la que había prestado especial atención, ya no puede ser la solución a la encrucijada. 

Foucault III: Historia de la locura en la época clásica.

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  Como sucede en sus primeros escritos, Foucault parte de la pregunta ¿cómo es posible lo que es? En este caso, trata de responder a por qué pensamos y actuamos como actuamos en relación a la locura, trabajo que había empezado en Enfermedad mental y personalidad. La premisa de la que parte es la de siempre, y es que cualquier concepto/fenómeno, en este caso la locura, se define de forma diferente en cada cultura, dependiendo de criterios filosóficos, religiosos, místicos y médicos. Sin embargo, a diferencia de aquella obra primeriza, en Historia de la locura en la época clásica no establece una relación directa entre la alienación social y la locura, sino que se centra en el modo en que la sociedad occidental redujo la locura a una enfermedad mental encerrada en la interioridad y la culpa.. 

   En la Antigüedad se consideraba que la locura era el resultado de una fuerza sobrenatural poseía al loco. Esta fuerza sobrenatural podía ser un demonio maligno o una divinidad que quería hacer daño al sujeto por venganza o castigo. Sea como sea, era una fuerza externa y sobrenatural. Ya fuesen demonios o dioses, la locura era algo sagrado y los locos no eran culpables de lo que les pasaba. Muy al contrario, eran víctimas inocentes. 


    En la Edad Media y el Renacimiento los locos eran expulsados de las ciudades, normalmente de forma ritual. En ocasiones se les entregaba a peregrinos, comerciantes o cualquier individuo que estuviese e
n la ciudad de paso para que se lo llevase. En otras ocasiones, eran acompañados hasta el límite del núcleo urbano, donde se los expulsaba por medio de un ritual que incluía la celebración de su ritual e incluso los familiares se repartían su herencia. Así es como nace el motivo del barco de los locos que hemos visto en pintura y literatura, si bien es cierto que hay pequeñas diferencias entre el tratamiento que se le da al motivo en ambas artes. Mientras que en pintura la locura está estrechamente relacionada con la animalidad, que es la naturaleza secreta del hombre que se esconde bajo el manto de sociabilidad, en la literatura la locura tiene que ver con la razón humana. El razonamiento, las emociones y los sueños de los locos son débiles, de ahí que el motivo en literatura devenga normalmente en sátira -por ejemplo, Erasmo de Rotterdam-.




    Todo esto cambia en la época clásica. Para ellos, la locura es una suerte de incapacidad que surge de la fantasía y la imaginación y que impide al hombre ver la verdad. Esta ceguera afecta tanto al cuerpo como al alma, en concreto al modo en que ambos se comunican. 

    Mientras que en la Antigüedad la locura tenía una dimensión sagrada, en la época clásica toma una dimensión moral. Esta época es el momento en que surge y se desarrolla la nueva moral del trabajo -si os interesa este tema y cómo se relaciona la ética protestante y el capitalismo incipiente, pinchad en este enlaza sobre Max Weber-. 

    La locura es todo aquello que se aparta de la norma social. La norma social se identifica con la razón y la razón es el trabajo y ser productivo. Los valores religiosos que imperaban en la Edad Media hacía la pobreza y sus causas fuesen valoradas positivamente. Por el contrario, la nueva ética del trabajo y los beneficios convierten la pobreza en un vicio moral. Y así se identifica y se mete en el mismo saco a nigromantes, homosexuales, lujuriosos, los que no pueden o no quieren trabajar, etc... 

   En la Edad Media la figura del apestado era la que ocupaba el lugar del maldito. Ahora que hay una nueva moral, el marginado es el que se aparta de esa nueva norma. Y los que se apartan de esa norma del trabajo son los locos, así que se convierten en los nuevos malditos.  





   Antes de la época clásica, la locura era una cuestión médica, de modo que el encargado de tomar decisiones sobre ella era un médico. En la época clásica la locura se convierte en una cuestión moral, así que sancionar a alguien como loco y qué hacer con él pasan a pertenecer al orden de la reclusión. En 1656 se funda
 el Hospital General de París, que es donde se encierra a ese grupo tan variopinto de los que no trabajan -prostitutas, locos, nigromantes...-. Instituciones similares se reproducen por Francia y Europa y ocuparon los espacios que habían sido de los leprosos y habían quedado vacíos con la extinción de la peste. Es significativo que usen los espacios de exclusión que siglos antes se habían utilizado para los antiguos marginados: los leprosos. 

   Estos grandes centros de internamiento no eran establecimientos médicos, sino estructuras semijurídicas o penitenciarias en las que el orden burgués y monárquico encerraba a todos aquellos que se apartaban de la norma moral. Es decir, lo centros de internamiento se utilizaron como herramienta moral, como instrumentos de represión contra los locos, desocupados, pobres, ancianos, y en general todos aquellos que van en contra de la moral de la época.  

   En el siglo XVII hubo un fuerte crisis económica, lo que provocó un aumento masivo de la mendicidad. Todos estos que no trabajaban, por la nueva moral del trabajo y la reclusión, fueron internados. En los hospitales, por esta nueva moral, los ponían a trabajar, de modo que los internados se convirtieron también en centros de producción. De esto modo, los administradores no sólo reducían los costes, sino que también se proporciona trabajo a los desocupados e indigentes que, de acuerdo con la nueva moral, es lo que había que hacer.

     Cuando se terminó la crisis, ya no era necesario dar trabajo a los que los necesitaban. Sin embargo, esta lógica del internado-trabajador se mantuvo, utilizando el trabajo de los internos para los precios en el mercado. 

    Ni dar trabajo a los desempleados, ni el control de los precios funcionó. En el primero de los casos, se consiguió paliar en cierta manera el malestar social de las ciudades en las que había estos centros, pero en las regiones colindantes, alejadas, la tensión aumentaba. En el segundo de los casos, el precio final de producto era artificial, porque no se incluía en él el gasto de mantenimiento del interno en el centro, lo que lo aumentaría considerablemente.   




   A pesar de que el modelo no funcionó,se mantuvo en el tiempo porque era coherente con la nueva moral del trabajo. El trabajo no solo mantenía ocupados a los internos, sino que era un ejercicio ético y garantía de la moral. Cuando un interno trabajaba, era liberado, no porque se hubiese curado o porque su esfuerzo fuese útil a la sociedad, sino porque trabajando estaba demostrando que compartía la ética de la sociedad. De este modo, la tradición cristiana conforma a la medicina como una forma de represión, coacción y obligación de salvarse. 

    En la tercera parte de la obra Foucault nos explica cómo llegamos la lógica de la reclusión de la época clásica dio paso a la lógica de la psicología y la psiquiatría, el modo en que empezamos a concebir al ser humano como un ser psicologizable.  

   Este cambio tuvo lugar gracias a sucesivas crisis que pusieron en jaque el sistema de la reclusión. 

    En la segunda mitad del siglo XVIII descendió el número de internamientos. El hospital  volvió a generar temor a las epidemias que podían salir de ellos y así recuperó algunos de los poderes simbólicos e imaginarios que había sido propios de los leprosarios. 


   Las condiciones económicas cambiaron. Ahora ya no
preocupaban las masas de población ociosa que proliferaban por las ciudades, sino que hacía falta mano de obra para las tierras conquistadas y las zonas rurales. Estas nuevas necesidades hacen que se perciba la pobreza de forma distinta. Encerrar a los indigentes en un centro de reclusión es desperdiciar mano de obra que podría trabajar en el campo o en las colonias, y, por su fuese poco, además dentro del internado apenas si consumen. El pobre, en tanto que trabajador potencial, vuelve a encontrar su espacio en la sociedad. Con su trabajo, se convierte en un factor imprescindible en la creación de riqueza. Y así se desvincula definitivamente la pobreza y la locura. Locos y miserables ya no estarán englobados dentro de la misma categoría y, por tanto, ya no compartirán el mismo destino.  

    En los centros de internamiento también cambian las cosas: 

    En primer lugar, ya que locura y miseria se han desvinculado, surgen centros exclusivamente para locos. 

    Se reformula la idea de locura, ahora como enfermedad mental. 

    La asistencia médica a los locos sale de los centros y se desplaza a sus casas. Esto tiene tres ventajas:

a) sentimental por los familiares, que ya no tienen que pasar por el infierno de los centros de internamiento para ver a sus seres queridos.

b) financiera: se ahorra dinero al no tener que proporcionarles alojamiento a los enfermos.

c) médica: el médico atiende al paciente de forma personalizada y además cuenta con la ayuda de los familiares. 




   ¿Por qué se produce esta nueva separación en el mundo de la locura del internamiento?

a) Se confunde el antiguo espacio penitenciario con uno nuevo y ajeno que es el espacio médico. Esto provoca que el antiguo vigilante sea sustituido por un médico que el representante de la moralidad exterior en el centro. 

    El Inglaterra se abandonan los centros de internamiento
con rejas y cadenas propios de los espacios penitenciarios. Ahora se recluye a los locos en espacios apartados, con grandes ventanales donde puedan reposar. Se piensa que en el hombre natural, originario, ajeno a las relaciones humanas, no tiene cabida la locura. Por eso en estos nuevos espacios al loco se le limitan al máximo posible sus relaciones humanas. Para ello se utilizaban técnicas como la del silencio, el espejo o el juicio constante. 

    En el asilo el temor es fundamental. El asilo no es solo un espacio de tratamiento médico donde se observa, diagnostica y trata al paciente, sino que es un espacio judicial en el que se vigila, denuncia, juzga y castiga al loco. En esta lógica de la vigilancia y el castigo el médico juega un papel principal. Él es el encargado de vigilar a los pacientes, el que decide si están sanos o enfermos, quien impone penas y castigos. Estas penas y castigos no son tomadas de la justicia y las cárceles ordinarias, sino que los médicos inventan nuevas formas como los baños y duchas calientes y frías, la reclusión en espacios cerrados, etc... La medicina se convierte así en justicia. 




    Antes, la autoridad en los centros de internamiento era abstracta y sin rostro. Ahora el médico, en tanto que representante de esta autoridad, tiene una cara perfectamente reconocible. La autoridad moral de la sociedad se individualiza y concreta en la figura del médico.

b) Dentro del asilo se libera a la locura de su parentesco con el mal y el crimen, pero queda atrapada en los mecanismos del instinto y del deseo. Los castigos a los que los locos son sometidos en los centros de internamiento serán repetidos hasta que el loco se reconozca e interiorice la instancia judicial y sienta remordimientos por los que hace, lo que piensa y, en definitiva, por lo que es. 

    *     *     *

   Revisanodo mis notas sobre Foucault encontré esta de Patxi Lanceros que resume perfectamente el sentido de la obra:

   ¿Qué es lo que ofrece —desde esta perspectiva— la Historia de la locura? No tanto la discusión del perfil epistemológico de la psiquiatría y de su —siempre discutible— estatuto científico, sino la matizada cons­trucción de una historia en la que el sujeto aparece como centro de las miradas —de distintas miradas— en virtud de las cuales pasa a ser obje­to, sucesiva o simultáneamente de exclusión, de custodia, de castigo y de estudio. El resumen es bien sencillo y no es necesario reproducir ejem­plos que no harían sino reiterar la pormenorizada presentación del propio Foucault. Ahora bien, no hay que entender la palabra mirada como una simple alusión al sentido de la vista. Tanto la «mirada» como su objeto son elementos constituidos en y por relaciones de saber-poder. Y en el centro de esas relaciones se sitúa lo que Foucault denomina «división normativa», la que decide el estatuto del sujeto como objeto para distin­tos discursos y prácticas.

    Foucault muestra cómo el lugar de esa división normativa ha variado desde el Renacimiento hasta la modernidad. Esta constatación genera la reescritura de una historia que no toma la forma del progreso sino la de sucesivas transformaciones, que son a la vez epistémicas, institucionales y «de conciencia».

    Desde la Stultifera Navis renacentista, presentada con todo lujo de detalles y gasto lírico en los inicios del libro, hasta el encierro médico, que ocupa a Foucault en sus postrimerías, transcurre una historia que sólo para el profesional es la de la psiquiatría (que al principio del texto y durante buena parte de él no existe). Es historia del sujeto: la de cuatro sucesivos modos de objetivación del sujeto en ámbitos epistémico-políti­cos diferentes. El sujeto —en las distintas formas de objetivación— es el que ha estado presente a lo largo de todo ese magnífico libro, aun cuando su prosa se entretiene en minuciosas descripciones de leprosarios, de hospitales; aun cuando se divierte en arrebatadas narraciones de técnicas de encierro, de tratamiento o de observación.


    Y lo que el libro desvela es lo siguiente: que no hay una experiencia de la locura, que no hay una única forma de recepción y diálogo con la misma, que el supuesto moderno de la enfermedad mental, y la subsi­guiente medicalización de la locura, es un constructo trabajosamente ur­dido.


martes, 27 de diciembre de 2016

Max Weber: Ética protestante y el espíritu del capitalismo.



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 De acuerdo con Max Weber, el calvinismo -fuente ideológica del puritanismo- y sus axiomas básicos -la adquisición de dinero como valor supremo de la vida, la racionalidad que busca el modo más adecuado para obtener las máximas ganancias y el valor de ahorro- son los pilares ideológicos sobre los que se cimenta el capitalismo.

La obra de Weber se puede resumir en los siguientes puntos:

1) La nueva ética protestante que surgió en el Renacimiento es la responsable del nuevo sistema capitalista. 

2) El calvinismo considera que Dios reconoce a aquellos que serán sus elegidos otorgándoles bienes materiales en este mundo. Así, los ricos son los buenos a los ojos de Dios, los pobres los malos. 

3) De acuerdo con lo dicho en el punto anterior, la ética protestante establece una relación directa entre riqueza y pobreza y la moral. Un rico es bueno, un pobre es malo. 

4) El deber de todo cristiano es el trabajo. 

5) El fruto de este trabajo son los bienes materiales, cuya posesión o no nos identifica con los buenos o los ojos de Dios. 

6) El deber de todo cristiano es tratar de acumular todos los bienes materiales posibles por medio del trabajo. 

7) La voluntad de beneficio individual es indispensable para que el capitalismo funcione. Nadie se aventuraría a hacer negocios si no quisiese ganar dinero y hacerse rico. 

8) La nueva moral protestante nos encamina a esa búsqueda de beneficio material. 

sábado, 24 de diciembre de 2016

Foucault II: Enfermedad mental y personalidad.

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    Tiempo después de haber escrito Enfermedad mental y personalidad Michel Foucault acabó renegando de ella, y hasta creo recordar que prohibió su reedición. De hecho, dijo de ella:


Enfermedad mental y personalidad es una obra totalmente separada de todo lo que escribí luego. La escribí en un momento en el que los diferentes sentidos del término «alienación», su sentido sociológico, histórico y psiquiátrico, se confundían en una perspectiva fenomenológica, marxista y psiquiátrica. Actualmente no hay ningún nexo entre estas nociones 

    Pero no por eso deja de ser una obra muy interesante y en ella se atisban algunas de las ideas geniales de lo que será el posterior pensamiento de Foucault. 

    Enfermedad mental y personalidad empieza haciendo una crítica de la psicología que sigue el modelo de las ciencias naturales, como hace la física o la biología. Estas disciplinas observan su objeto de estudio, extraen datos objetivos y a partir de ellos elaboran hipótesis y enuncian teorías. La psicología no puede seguir este modelo porque su objeto de estudio es la subjetividad humana. A partir de esta idea, Foucault ataca a los psicólogos cientificistas que tratan de explicar la mente humana atendiendo a lo biológico. 

    Para Foucault la enfermedad mental es una cuestión social. La Naturaleza nos dota a los seres humanos con una serie de potencialidades y son las distintas culturas las que clasifican y determinan esas potencialidades. Así por ejemplo, una persona que sostiene tener visiones apocalípticas en nuestra sociedad actual sería calificado como un loco, probablemente un esquizófrenico. Por el contrario, esta misma persona, con una conducta
exactamente igual, en el Edad Media europea probablemente se le considerase un iluminado. Lo mismo sucedería con otra persona que cumple obsesivamente con determinados rituales religiosos. Nosotros sin duda lo tacharíamos de neurótico. La Edad Media lo haría de santo. En palabras del mismo Foucault:

    A pesar de sus contenidos antropológicos muy distin­tos, la concepción de los psicólogos americanos no está muy distante de la perspectiva durkheimiana. Según Ruth Benedict, cada cultura elige algunas de las virtualidades que forman la constelación antropológica del hombre: una cultura, como por ejemplo la de los kwakiutl, elige la exaltación del yo individual, mientras que la de los zuñi lo excluye totalmente; la agresión es una conducta pri­vilegiada en los dobus, y reprimida entre los pueblo. Entonces, cada cultura se hace una imagen de la enfer­medad, cuyo perfil se dibuja gracias al conjunto de las virtualidades antropológicas que ella desprecia o repri­me. Lowie, al estudiar a los indios crow, cita a uno que poseía un conocimiento excepcional de las formas cul­turales de su tribu; pero era incapaz de afrontar un peli­gro físico, y en esta forma de cultura que no ofrece po­sibilidades y no da valor más que a las conductas agresi­vas, sus virtudes intelectuales lo hacían tomar por un irresponsable, un incompetente y finalmente, un enfer­mo.

    A continuación Foucault hace un repaso histórica de la idea de la locura. En la Grecia y Roma clásicas, un loco era una suerte de endemoniado, alguien víctima de una fuerza superior que se adueñaba de él y lo controlaba. El primer cristianismo continuó con esta concepción del loco, aunque le puso nombre y figura a esa fuerza que se adueñaba de los locos: el diablo. Así, un loco era una persona de la que el demonio se había adueñado de su cuerpo. Esta posesión no solo no era contemplada negativamente, sino que hasta podía entenderse como destinada a la gloria de Dios, que vencía al maligno y curaba a los locos. A partir del Renacimiento, el diablo ya no se adueña de los cuerpos de los locos, sino de su alma. Los controla, pero siempre dentro de los límites de la Naturaleza, no puede hacer cualquier cosa con ellos. Ninguna de estas tres concepciones de la locura le niega los locos naturaleza humana. Son seres humanos que no han perdido este estatus. Simplemente han sido poseídos por un agente exterior. No será hasta la época clásica (siglos XVIII y XIX) cuando la locura pierda su estatus de humanidad. En el siglo XVIII se considera al loco una persona a la que le falta algo para alcanzar su humanidad plena. A los locos les falta la libertad para gobernarse por sí mismos, de ahí que necesiten del concurso de su familia o amigos. Los demás tienen que tomar las decisiones por él, ya que él está incapacitado. El loco es un enajenado que no puede vivir por sí mismo. De este modo, a los locos se les quita su humanidad, y por eso se les aparta, se les esconde y se les margina. 

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    A continuación, Foucault pasa a determinar las condiciones en las que surge la enfermedad mental. Como ya hemos dicho, la locura es, a ojos de Foucault, una cuestión social. Son las culturas y las sociedades las que determinan qué es un loco y qué no lo es. De ahí que Foucault considere que la enfermedad mental surge cuando la dialéctica psicológica de una persona no encaja en la dialéctica de una sociedad. Si su modo de ser y comportarse no encaja dentro de las categorías en las que esa cultura organiza las personalidades y las conductas, se le considera un loco. Y partir de esta idea explica las neurosis de regresión, los delirios religiosos y desórdenes como el complejo de Edipo. 

    Las neurosis de regresión no son manifestaciones de la naturaleza neurótica de la infancia. Son el resultado del conflicto entre las formas idealizadas de la educación infantil y la realidad de la vida adulta. Nuestra cultura establece un corte en el continuum de la vida humana para separar lo que se considera un niño y lo que se considera un adulto. A los niños se les educa protegiéndolos en un mundo idealizado que de ninguna manera será el que se encuentren cuando crucen la frontera y se conviertan en adultos. De este choque, surgen las denominadas neurosis de regresión.

   Las neurosis de regresión no manifiestan la naturaleza neurótica de la infancia, pe­ro denuncian el carácter primitivo de las instituciones pedagógicas. Lo que se encuentra en la base de esas for­mas patológicas es el conflicto en el seno de una sociedad, entre las formas de educación del niño en las que ella oculta sus sueños, y las condiciones que brinda a los adul­tos, donde se encuentran, por el contrario, su presente real, sus miserias. 

    Los delirios religiosos son el resultado de sociedades en las que las creencias religiosas ya no forman parte de la experiencia cotidiana. 

   ... los delirios religiosos con sus sistemas de groseras aseveraciones y el mágico horizonte que siem­pre implican, se ofrecen como regresiones individuales en relación a la evolución social. La religión no es por na­turaleza delirante, ni el individuo reencuentra, más allá de la religión actual, sus orígenes psicológicos más dudo­sos. Pero el delirio religioso aparece en función de la lai­cización de la cultura: la religión puede ser objeto de una fe delirante en la medida en que la cultura de un grupo no permite asimilar las creencias religiosas o místicas al contenido actual de la experiencia. Este conflicto y la exigencia de superarlo producen los delirios mesiánicos, la experiencia alucinatoria de las apariciones y las evi­dencias del llamado fulminante que restauran en el uni­verso de la locura, la unidad desgarrada en el mundo real. El verdadero fundamento de las regresiones psicoló­gicas es por lo tanto un conflicto de las estructuras so­ciales, señaladas con un índice cronológico qué denun­cia sus diversos orígenes históricos.

    
   Y otro tipo de desórdenes son resultado de las contradicciones de nuestra sociedad:

    Las rela­ciones sociales que determina la economía actual bajo las formas de la competencia, de la explotación, de gue­rras imperialistas y de luchas de clases ofrecen al hom­bre una experiencia de su medio humano acosada sin ce­sar por la contradicción. La explotación, que lo aliena en un objeto económico, lo liga a los otros pero mediante los lazos negativos de la dependencia; las leyes sociales que lo unen a sus semejantes en un mismo destino, lo oponen a ellos en una lucha que, paradojalmente, no es más que la forma dialéctica de esas leyes; la universali­dad de las estructuras económicas le permiten reconocer en el mundo una patria, y captar una significación común en la mirada de todo hombre, pero esta significación pue­de ser la de la hostilidad, y esta patria puede denunciarlo como extranjero. El hombre se ha convertido para el hombre, tanto en el rostro de su propia verdad como en la eventualidad de su muerte. No puede encontrar de pronto el status fraternal en el que sus relaciones sociales encontrarán estabilidad y coherencia: los demás se ofre­cen siempre en una experiencia que la dialéctica de la vida y de la muerte hace precaria y peligrosa. El complejo de Edipo, nudo de las ambivalencias familiares, es como la versión reducida de esta contradicción: el niño no trae este odio amoroso que lo liga a sus padres como un equí­voco de sus instintos: lo encuentra en el universo adulto, especificado por la actitud de los padres que descubren implícitamente en su propia conducta el tema hegeliano (la vida de los hijos es la muerte de los padres).