Los estudiantes pasáis muchísimo tiempo juntos en la escuela. Esto hace que para vosotros el grupo de iguales sea importantísimo. Mucho más que los profesores y la institución educativa. Y es en el seno de este grupo donde aprendéis al menos tantas cosas como con la relación con los maestros. Estos nuevos saberes no los recibís de forma explícita como las mates o la lengua, sino que pertenecen al discurso oculto, ese conjunto de valores, patrones de conducta y cosmovisiones que determinan nuestra identidad y nuestra relación con los demás mucho más que las matemáticas o la física. Me gustaría idealizar este grupo de iguales al margen de las instituciones como un entorno de resistencia gracias al cual accedéis a unos valiosos saberes alternativos, pero la verdad es bien distinta.
En primer lugar, en el grupo de iguales aprendéis lo que es el concepto de norma. En el instituto hay alumnos populares guays y chavales marginados. Interactuando unos con otros, aprendéis cómo hay que ser para pertenecer al grupo de los guays. Hay que vestir de una manera, hacer determinadas cosas y decir otras. Son pautas normativas y códigos de comportamiento. El que no se ajuste a ellas, pasa a formar parte del grupo de los marginados. Si un estudiante va mal vestido, si no lleva el pelo cortado a la moda, si no sale los fines de semana y se coloca y desfasa un poco, si lo que le gusta es quedarse en casa viendo la televisión, etc... queda estigmatizado. Y a vuestra edad el estigma de raro, pringado, friki o como le queráis llamar es durísimo, porque te condena a no tener muchos amigos y a no ligar.
Gran parte de la eficacia de la norma de conducta adolescente es que no tiene apariencia norma. Es creada por vosotros, no es impuesta por otras generaciones y, de hecho, tiene algo de discurso de contestación al opresor mundo de los adultos. En la norma adolescente hay que hacer cosas que desagraden a vuestros mayores. Está bien llevar una estética que les provoque, colocarse un poco o no hacer todo lo que le mandan a uno. Pero no por tener asociadas algunas actitudes y comportamientos de desafío, deja de ser una norma. Pensad, si no, qué pensaríais de un compañero que se viste como vuestros padres, que es totalmente abstemio y que hace la pelota a los profes.
Cuando comentemos esto en clase, todas me diréis que eso no va con vosotras, que a vosotras os da igual lo que piensen los demás, pero es mentira. No es más que pose para aparentar que tenéis mucha personalidad. Os importa y mucho. De hecho, la inmensa mayoría de vuestros pensamientos y actitudes están determinados por la opinión de los demás. No os haré reconocerlo delante de las demás en clase, pero sed sinceras con vosotras mismas y reconocéoslo. Aunque tampoco tenéis que flagelaros mucho por ello, porque todos, adolescentes y adultos, somos así. Buscamos incansablemente el reconocimiento de los demás. Ana, mi mujer, resumió actitud hacia la vida en una frase genial que condensa, bajo una aparente sencillez, un finísimo análisis de la naturaleza de nuestra cultura: lo que le gusta a la gente es gustar. Pensad sobre esta sentencia que podía haber firmado Thackeray. No solo en el hecho de depositar nuestros anhelos en la aprobación de los demás -a la mayoría de los cuales ni siquiera conocemos-, sino en el sentido de una vida encerrado en una tautología.
Interactuando entre vosotros, aprendéis a comportaros de acuerdo con la norma. Aprendéis que hacerlo supone la aceptación social y que no hacerlo conlleva consecuencias negativas. Cuando seáis mayores os comportaréis como la sociedad espera de vosotros, del mismo modo que habéis aprendido a comportaros como vuestro grupo de iguales adolescentes esperaba.
En segundo lugar, aunque la norma adolescente tiene cierto aire de resistencia a la cosmovisión de los adultos, lo cierto es que comparten muchos valores y patrones de conducta. El más importante es el de que la vida es jerárquica y competitiva. Esta concepción del mundo pertenece a lo que podríamos llamar las bambalinas del discurso de los adultos. James Scott en Los dominados y el arte de la resistencia distingue dos tipos de discurso, el público y el privado. El discurso público es aquello que se puede decir en público y que es una idealización de cómo las clases poderosas se ven a sí mismas -en el caso de nuestra sociedad todo ese rollo de la igualdad de oportunidades y el discurso políticamente correcto-. Pero esto no es más que una representación, como una obra de teatro. En las bambalinas de ese discurso público, tanto las clases dominantes como las dominadas, tienen su propio discurso, que solo sale a a luz cuando están seguros de que hacerlo no puede acarrearles problemas. El discurso privado es lo que la gente realmente piensa y hace. El capitalismo de consumo se basa en la competición entre las personas para obtener beneficios materiales en el mercado. En el discurso público, se dice que todas las personas somos iguales, que hay que asegurar la igualdad de oportunidades y que es una desgracia que haya pobres y que hay que hacer todo lo posible por acabar con esta lacra. Pero por debajo de este discurso público, está el discurso privado de la meritocracia, que tanto les gusta al PP y a Ciudadanos y que se basa en la concepción calvinista de la religión y la existencia. Dios reconoce a los puros de corazón en la tierra otorgándoles bienes materiales. Si eres pobre, es porque no eres grato a los ojos de Dios. Cada uno posee lo que se merece. Es decir, que si eres pobre, es culpa tuya y problema tuyo. Solo tuyo. Los pobres son chusma que se merece lo que le pasa. En público casi nadie se atreve a decir que no todos las personas somos iguales y que dedicamos un esfuerzo ingente para colocarnos en la parte alta de la pirámide social. Aún sois muy jóvenes para tener experiencia al respecto, pero alucinaríais si supieseis las mezquindades que somos capaces de hacer por dinero y prestigio. Vosotras, en vuestro grupo de iguales, aprendéis estas dos cosas. Otra vez no lo reconoceréis en clase delante de las demás -lógico, porque pertenece al discurso oculto- pero competís furiosamente por ser guays. Aprendéis que hay un discurso público y otro oculto, que hay competir populares, lo que hay que hacer para serlo y que para que haya gente popular, tiene que haber otros que no lo son. Y también aprendéis que no basta con la conciencia de haber triunfado socialmente, sino que ese triunfo debe ser bien visible a los demás por medio de símbolos. Del mismo modo que los adultos triunfadores de la sociedad de consumo nos rodeamos de símbolos de estatus como un coche caro, un reloj de firma o un abono para el fútbol en la grada más exclusiva, vosotros aprendéis la importancia de ir vestido a la moda, de un corte de pelo como tiene que ser, etc... (sobre los símbolos de estatus podéis saber algo más aquí).
Cuando digo que todo esto del discurso oculto y la competitividad los aprendéis en el grupo de iguales, no quiero decir que este grupo esté diseñado específicamente para ello. La sociedad es así y una persona que por las circunstancias que fuese no se socializase en un grupo adolescente, bien puede incorporar este discurso a su cosmovisión. Basta con encender la televisión, ir a un bar a tomar un café o dar un paseo. El grupo de iguales adolescentes suele ser el primer espacio de socialización donde se toma conciencia de ello y se actúa en consecuencia. Los niños generalmente no son lo suficientemente maduros. La adolescencia, si me permitís la frase un poco cursi, es la etapa en la que se pierde la inocencia.
En tercer lugar, la cultura del estudiante implica hacer chistecillos, actitud de desafío al profesor, no hacer siempre las tareas encomendadas, etc... Estas acciones bien podrían ser interpretadas como símbolos de no adhesión a la institución escuela. Así, por ejemplo, interpreta James Scott estas actitudes entre los pobres con respecto a los ricos. Para él, son "el arte de la resistencia". Sin embargo, ya el propio Scott reconoce que raramente los dominados consiguen algo con este arte. Además, yo creo que más que discurso de resistencia, estas actitudes de algo desafiantes y pasivas son más una válvula de escape frente a vuestra alienación en la escuela. Allí no hay una sola decisión que toméis vosotros. Todo está pautado y determinado por adultos expertos y a vosotros no os queda otra opción que seguir los pasos que os han marcado. Esto, lógicamente, genera tensiones, y las aliviáis con estas pequeñas bravuconadas, que no dejan de ser eso, bravuconadas, porque al final todos pasáis por el aro.
Gran parte de la eficacia de la norma de conducta adolescente es que no tiene apariencia norma. Es creada por vosotros, no es impuesta por otras generaciones y, de hecho, tiene algo de discurso de contestación al opresor mundo de los adultos. En la norma adolescente hay que hacer cosas que desagraden a vuestros mayores. Está bien llevar una estética que les provoque, colocarse un poco o no hacer todo lo que le mandan a uno. Pero no por tener asociadas algunas actitudes y comportamientos de desafío, deja de ser una norma. Pensad, si no, qué pensaríais de un compañero que se viste como vuestros padres, que es totalmente abstemio y que hace la pelota a los profes.
Cuando comentemos esto en clase, todas me diréis que eso no va con vosotras, que a vosotras os da igual lo que piensen los demás, pero es mentira. No es más que pose para aparentar que tenéis mucha personalidad. Os importa y mucho. De hecho, la inmensa mayoría de vuestros pensamientos y actitudes están determinados por la opinión de los demás. No os haré reconocerlo delante de las demás en clase, pero sed sinceras con vosotras mismas y reconocéoslo. Aunque tampoco tenéis que flagelaros mucho por ello, porque todos, adolescentes y adultos, somos así. Buscamos incansablemente el reconocimiento de los demás. Ana, mi mujer, resumió actitud hacia la vida en una frase genial que condensa, bajo una aparente sencillez, un finísimo análisis de la naturaleza de nuestra cultura: lo que le gusta a la gente es gustar. Pensad sobre esta sentencia que podía haber firmado Thackeray. No solo en el hecho de depositar nuestros anhelos en la aprobación de los demás -a la mayoría de los cuales ni siquiera conocemos-, sino en el sentido de una vida encerrado en una tautología.
Interactuando entre vosotros, aprendéis a comportaros de acuerdo con la norma. Aprendéis que hacerlo supone la aceptación social y que no hacerlo conlleva consecuencias negativas. Cuando seáis mayores os comportaréis como la sociedad espera de vosotros, del mismo modo que habéis aprendido a comportaros como vuestro grupo de iguales adolescentes esperaba.
En segundo lugar, aunque la norma adolescente tiene cierto aire de resistencia a la cosmovisión de los adultos, lo cierto es que comparten muchos valores y patrones de conducta. El más importante es el de que la vida es jerárquica y competitiva. Esta concepción del mundo pertenece a lo que podríamos llamar las bambalinas del discurso de los adultos. James Scott en Los dominados y el arte de la resistencia distingue dos tipos de discurso, el público y el privado. El discurso público es aquello que se puede decir en público y que es una idealización de cómo las clases poderosas se ven a sí mismas -en el caso de nuestra sociedad todo ese rollo de la igualdad de oportunidades y el discurso políticamente correcto-. Pero esto no es más que una representación, como una obra de teatro. En las bambalinas de ese discurso público, tanto las clases dominantes como las dominadas, tienen su propio discurso, que solo sale a a luz cuando están seguros de que hacerlo no puede acarrearles problemas. El discurso privado es lo que la gente realmente piensa y hace. El capitalismo de consumo se basa en la competición entre las personas para obtener beneficios materiales en el mercado. En el discurso público, se dice que todas las personas somos iguales, que hay que asegurar la igualdad de oportunidades y que es una desgracia que haya pobres y que hay que hacer todo lo posible por acabar con esta lacra. Pero por debajo de este discurso público, está el discurso privado de la meritocracia, que tanto les gusta al PP y a Ciudadanos y que se basa en la concepción calvinista de la religión y la existencia. Dios reconoce a los puros de corazón en la tierra otorgándoles bienes materiales. Si eres pobre, es porque no eres grato a los ojos de Dios. Cada uno posee lo que se merece. Es decir, que si eres pobre, es culpa tuya y problema tuyo. Solo tuyo. Los pobres son chusma que se merece lo que le pasa. En público casi nadie se atreve a decir que no todos las personas somos iguales y que dedicamos un esfuerzo ingente para colocarnos en la parte alta de la pirámide social. Aún sois muy jóvenes para tener experiencia al respecto, pero alucinaríais si supieseis las mezquindades que somos capaces de hacer por dinero y prestigio. Vosotras, en vuestro grupo de iguales, aprendéis estas dos cosas. Otra vez no lo reconoceréis en clase delante de las demás -lógico, porque pertenece al discurso oculto- pero competís furiosamente por ser guays. Aprendéis que hay un discurso público y otro oculto, que hay competir populares, lo que hay que hacer para serlo y que para que haya gente popular, tiene que haber otros que no lo son. Y también aprendéis que no basta con la conciencia de haber triunfado socialmente, sino que ese triunfo debe ser bien visible a los demás por medio de símbolos. Del mismo modo que los adultos triunfadores de la sociedad de consumo nos rodeamos de símbolos de estatus como un coche caro, un reloj de firma o un abono para el fútbol en la grada más exclusiva, vosotros aprendéis la importancia de ir vestido a la moda, de un corte de pelo como tiene que ser, etc... (sobre los símbolos de estatus podéis saber algo más aquí).
Cuando digo que todo esto del discurso oculto y la competitividad los aprendéis en el grupo de iguales, no quiero decir que este grupo esté diseñado específicamente para ello. La sociedad es así y una persona que por las circunstancias que fuese no se socializase en un grupo adolescente, bien puede incorporar este discurso a su cosmovisión. Basta con encender la televisión, ir a un bar a tomar un café o dar un paseo. El grupo de iguales adolescentes suele ser el primer espacio de socialización donde se toma conciencia de ello y se actúa en consecuencia. Los niños generalmente no son lo suficientemente maduros. La adolescencia, si me permitís la frase un poco cursi, es la etapa en la que se pierde la inocencia.
En tercer lugar, la cultura del estudiante implica hacer chistecillos, actitud de desafío al profesor, no hacer siempre las tareas encomendadas, etc... Estas acciones bien podrían ser interpretadas como símbolos de no adhesión a la institución escuela. Así, por ejemplo, interpreta James Scott estas actitudes entre los pobres con respecto a los ricos. Para él, son "el arte de la resistencia". Sin embargo, ya el propio Scott reconoce que raramente los dominados consiguen algo con este arte. Además, yo creo que más que discurso de resistencia, estas actitudes de algo desafiantes y pasivas son más una válvula de escape frente a vuestra alienación en la escuela. Allí no hay una sola decisión que toméis vosotros. Todo está pautado y determinado por adultos expertos y a vosotros no os queda otra opción que seguir los pasos que os han marcado. Esto, lógicamente, genera tensiones, y las aliviáis con estas pequeñas bravuconadas, que no dejan de ser eso, bravuconadas, porque al final todos pasáis por el aro.