La medicina constituye una
disciplina que se diferencia en aspectos muy esenciales de las disciplinas que
tradicionalmente ha abordado la filosofía de la ciencia. Una de las
características más peculiares de la filosofía de la medicina es su enfoque
marcadamente transdisciplinar. La medicina supone una combinación de saberes
teóricos y prácticos, theoria cum praxi, en términos clásicos. La medicina no
consiste solamente en un corpus de conocimientos teóricos acerca de cómo
funciona nuestro cuerpo o cómo este interactúa con su ambiente u otros
organismos. La medicina es, además, un saber técnico que precisa de sus
profesionales una cierta destreza para aplicar en la práctica esos
conocimientos teniendo en cuenta la inabarcable casuística a la que pueden enfrentarse
en el ejercicio de su profesión. Un médico tiene parte de biólogo, parte de
estadístico, parte de mecánico, parte de humanista y parte de consejero. Y, por
qué no decirlo, tal y como se tratará de demostrar en este libro, un buen
médico tiene también parte de filósofo.
Aunque muchas
veces esto no sea reconocido de forma explícita, los profesionales de la
medicina asumen todo un sistema de premisas que, por un lado, les permite
aprender su profesión, desempeñar su labor y comunicar sus resultados a colegas
y pacientes, pero, por otro, les marca también unos límites muy estrictos sobre
cómo deben pensar y actuar. La labor y el pensamiento de los profesionales
médicos se basa en principios y presupuestos teóricos que utilizan conceptos
muy complejos presentes en el uso de palabras como «salud», «enfermedad»,
«evidencia científica», «sufrimiento» o «bienestar». Estos términos están lejos
de tener una interpretación única y comprender bien su significado es algo de
gran importancia para todos aquellos vinculados con la medicina, ya sean
médicos, enfermeros, gestores o pacientes.
Es
cierto que la medicina contemporánea es producto en gran medida de la herencia
de una enorme cantidad de asunciones implícitas que son integradas de forma
acrítica en la teoría y en la práctica médica. Sin embargo, sería injusto decir
que las facultades o las escuelas de medicina forman a profesionales dogmáticos
o «acríticos». El paradigma de la biomedicina actual es, sin lugar a dudas, uno
de los más fructíferos y beneficiosos de la ciencia actual. De hecho, y aunque
con limitaciones, la medicina actual es también una de las disciplinas más
abiertas y proclives al cambio y a la revisión de sus postulados.
La
relación íntima entre la teoría médica y el pensamiento filosófico es algo que
se hace especialmente patente en el que es probablemente el debate central de
la filosofía de la medicina: la discusión acerca de la definición de salud y
enfermedad. Y esta es precisamente la clave de bóveda que sostiene y refuerza
los contenidos de este libro. Así, en el capítulo I veremos como, al distinguir
entre individuos sanos y enfermos, la profesión médica establece una distinción
entre estados somáticos o mentales «correctos» e «incorrectos». Así, lo sano se
correspondería con aquellos estados que nos gustaría tener y lo enfermo con
aquellos que queremos evitar. Consecuentemente, la forma de entender la
distinción entre salud y enfermedad supone toda una reconsideración, ya no solo
de nuestra forma de ser en el mundo, sino también de nuestros modelos e
ideales. La misma práctica médica, sea esta del tipo que sea, presupone que es
posible identificar de algún modo unos ideales óptimos de funcionamiento que
nos permitan, por comparación, decir que ciertos modos de vivir son indeseables
y deben ser corregidos o, por lo menos, que sus efectos negativos deben ser
paliados. En otras palabras, la medicina es una práctica que se basa en una
distinción teórica previa entre lo saludable (bueno) y lo patológico (malo).
Es difícil
definir qué es salud y qué enfermedad. Esto además se complica porque de esta
definición depende qué se considera correcto y qué no.
Hay dos
posturas antagónicas con respecto a esto: el naturalismo y el constructivismo.
El naturalismo
considera que la salud y la enfermedad se definen en términos estrictamente
biológicos. En consecuencia, la medicina es una rama de la biología y el médico
es un científico.
Para el
naturalismo, la enfermedad consiste en un cambio en nuestro cuerpo.
Así planteado,
esta concepción es problemática, ya que ir al gimnasio y atrofiar los bíceps
haciendo pesas es un cambio en nuestro cuerpo y no lo consideramos enfermedad.
Además, los cuerpos humanos están cambiando continuamente.
Para superar
esta escollo, el naturalismo sostiene que la enfermedad supone un cambio que
implica que nuestro cuerpo no se adapte al entorno.
Pero esta
afirmación vuelve a ser problemática, porque todos los cuerpos están adaptados
al entorno. ¿Un diabético que se pincha insulina no está adaptado al entorno?
El único cuerpo no adaptado es el cuerpo muerto.
El
autoritarismo epistémico, que es el que sigue el modelo naturalista, afirma que
hay un modelo normal para la salud. El que tiene un mayor conocimiento
(episteme) es el que tiene mayor autoridad para hablar de salud o enfermedad.
Esto, a priori, parece bastante razonable.
El modelo
naturalista afirma que hay un modelo normal para la salud. Existe una
normatividad biológica. Una norma que dicta cómo funciona el cuerpo. El
objetivo del médico es preservar esa norma. En consecuencia, hay lo normal
correcto y lo anormal incorrecto. El criterio para diferenciar uno de otro es
estrictamente científico.
El problema de
esta creencia es que el concepto de función necesita de la existencia de un
diseñador inteligente de órganos (Dios).
Además, qué es normal. Somos nosotros, los humanos, los que decidimos
qué es la norma y cuál es la función. Nosotros decidimos qué es lo sano que
deseamos y lo enfermo que evitamos.
Desde el
modelo naturalista, para curar hay que identificar cuál es la normalidad a la
que queremos devolver al paciente. Hay dos estrategias:
a) Normativismo
vital. Cree que hay una especie de normas naturales que podemos llegar a
conocer a través de la observación. Esta estrategia funciona con un infarto o
una infección, pero no con todas las enfermedades, porque cuál es el estándar o
modelo ideal?
b) Bioestadística.
El estándar es la mayoría. Lo mayoritario es lo sano porque se corresponde con
la mayoría de la especie. La evolución consiste en seleccionar aquello que es
útil para la supervivencia y la reproducción. Si la mayoría ha llegado con unas
determinadas características biológicas, esas son las óptimas desde un punto de
vista evolutivo y, por tanto, es el modelo ideal. Pero qué pasa con las
enfermedades mayoritarias como la caries o la miopía. Lo mayoritario no tiene
por qué ser obligatoriamente sano ni al revés. Se basan en la idea de que cada
órgano tiene una forma de funcionar (determinismo funcional), pero no es así.
Lo característico es la diversidad. De hecho, la diversidad es imprescindible
para la evolución.
El modelo
naturalista cae en la falacia naturalista, que identifica el ser con el deber
ser. El concepto sano entra dentro del deber ser porque es valorativo. Sano
implica correcto y, por tanto, una valoración.
Por el
contrario, el modelo constructivista considera que lo valorativo es lo más
importante a la hora de definir salud y enfermedad. De acuerdo con este modelo,
no hay fundamentos objetivos para hacerlo. La definición de qué es cada una se
basa en prejuicios sociales y personales. En este sentido, hablan de
construcción social de la enfermedad. Así por ejemplo, hubo un tiempo en que
los homosexuales, los disidentes políticos y los zurdos eran considerados
enfermos. Si hoy en día no lo hacemos, es porque la sociedad ha cambiado, luego
la definición de enfermedad es social.
Para el
constructivismo la medicina es una práctica social institucionalizada y todo
conocimiento científico es una práctica construida por la comunidad científica.
Los científicos no descubren la realidad, sino que la crean a partir de
modelos. Todo conocimiento es un producto mental independiente del mundo real.
Así, la medicina en un paradigma (en el sentido de Khun).
Dentro del
constructivismo destaca la teoría holística de Lennart Nordenfelt que tiene
como núcleo la noción de bienestar. Una persona está sana si se siente bien y
puedo funcionar en su contexto social.
Es un enfoque
ecológico de adaptación, pero tiene en cuenta el concepto de sufrimiento.
El sufrimiento
depende mucho de los valores y de las circunstancias vitales de los individuos.
Así, Rafa Nadal puede sufrir porque lo puede correr durante tres horas en una
pista de tenis y otra persona no.
Las ventajas
del constructivismo, según el autor, son:
A. Supera
la ingenuidad naturalista.
B. Se
adapta a cómo vemos la enfermedad hoy en día. Nosotros vamos al médico porque
nos encontramos mal.
Pero el
constructivismo no está exento de riesgos. El mayor es el de la promoción
(inventar) enfermedades. Así por ejemplo, la disfunción eréctil a partir de
determinada edad se considera enfermedad desde que se comercializa la viagra.
Si todo vale para definir la enfermedad, somos pasto de intereses egoístas.
Por
todo ello, el autor aboga por una postura intermedia entre naturalismo y
constructivismo. Tener presente que el factor social es fundamental a la hora
de decidir qué es enfermedad y qué no, pero siempre con un mínimo objetivo.
La medicina es
al mismo tiempo una ciencia y un arte. Un buen médico posee un saber objetivo
(ciencia) pero también tiene que desarrollar ese saber en la práctica (arte).
En medicina es
posible identificar una tensión muy marcada entre tendencias empiristas y
tendencias realistas.
Tendencias
empiristas:
Si la medicina
fuera una disciplina puramente científica, la práctica clínica dependería de
generalizaciones científicamente comprobadas y aplicables de manera confiable.
Esto implicaría que, como en otras ciencias, los resultados serían predecibles
y replicables, y que la metodología científica estaría aislada de influencias
externas como factores psicológicos, sociológicos o ideológicos. En este
enfoque, similar al empirismo clásico, la ciencia se basaría en la observación
objetiva de la naturaleza para alcanzar un conocimiento cierto y libre de
prejuicios.
En la ciencia,
muchos empiristas actuales sostienen que toda teoría o descubrimiento debe ser
revisable y falsable, es decir, debe poder ser demostrado falso bajo ciertas
condiciones. Esto implica que ninguna afirmación científica es definitiva;
todas son potencialmente refutables. Las afirmaciones que no pueden ser
falsadas, como ciertas creencias religiosas o morales, no pueden considerarse
científicas porque no es posible demostrar su veracidad o falsedad a través de
la experiencia o la evidencia empírica.
Una forma
clásica de diferenciar entre disciplinas científicas y no científicas es que
las ciencias utilizan postulados, métodos y herramientas que son falsables,
incluso si se consideran válidos en el presente. Esta característica, aunque
esencial, plantea una paradoja al cuestionar el propio sentido de la ciencia.
Conocemos el mundo a través de los sentidos, y solo mediante el método
científico, que organiza y analiza nuestras percepciones, podemos formular
leyes naturales y relaciones causales que creemos explican objetivamente los
fenómenos a nuestro alrededor.
Según este
enfoque, conceptos científicos clave como ley, causalidad y objetividad deben
ser reconsiderados. Si todo conocimiento es provisional y falsable, las leyes
serían meros constructos mentales que identifican regularidades, la causalidad
sería una conexión que nuestro cerebro establece entre eventos consecutivos, y
la objetividad no existiría realmente, ya que solo accedemos al mundo a través
de nuestros sentidos. Así, solo podemos aspirar a la intersubjetividad, es
decir, a un acuerdo compartido entre distintos individuos sobre cómo percibimos
el mundo.
Desde
un punto de vista empirista, es difícil afirmar que podemos conocer y explicar
completamente una realidad externa. El realismo, que sostiene la existencia de
una realidad independiente y accesible al conocimiento humano, enfrenta
desafíos con el enfoque empirista. Este enfoque, que subraya la provisionalidad
y falibilidad del conocimiento científico, no se ajusta bien a la ambición
realista de la ciencia como un medio para alcanzar el conocimiento y la verdad
absoluta.
La medicina es
una disciplina normativa por dos razones:
1. Está
institucionalizada.
2. Ejerce
control sobre las personas al decidir qué es correcto y qué no de acuerdo con
un determinado modelo.
Por
ello la medicina tiene que tener una ética (bioética).
El
biomecanicismo/reduccionismo -una concepción muy extendida- considera al cuerpo
como una máquina. La medicina tiene que entender su funcionamiento y así curar
los órganos (por ejemplo las infecciones).
El
biomecanicismo se opone al holismo, que cree que para la curación hay que tener
en cuenta el contexto social y personal.
Así,
por ejemplo, mientras los reduccionistas entienden que la depresión no es sino
una consecuencia de un déficit de neurotransmisores monoamina como la
serotonina, los holistas sostienen que la depresión no puede entenderse de
forma realmente eficiente sin atender a todo el conjunto de particularidades
tanto físicas como sociales del paciente.
La distinción
entre enfoques reduccionistas y holistas nos remite a una cuestión central en
filosofía de la medicina: ¿cuál debe ser el modelo de explicación en medicina?
Este enfoque
reduccionista de los postulados de Koch se corresponde con lo que llamamos un
modelo monocausal de la enfermedad. Según este modelo, bajo las circunstancias
adecuadas, una enfermedad ocurre si y solo si está presente un agente concreto.
Por ejemplo, Koch probó que la tuberculosis se desarrolla en un individuo
solamente si este es afectado por la bacteria mycobacterium tuberculosis. La
presencia de esta bacteria se dice que es una causa necesaria y suficiente para
la tuberculosis. No hay casos de tuberculosis sin presencia de la bacteria y no
hay casos de presencia de la bacteria sin tuberculosis (aunque sea en estado
latente). La relación de dependencia entre una y otra está perfectamente
delineada. Esta descripción de las enfermedades infecciosas, como la
tuberculosis, parecen encajar muy bien con este modelo monocausal, al igual que
ocurre con las enfermedades relacionadas con ciertas carencias, como la anemia
o la diabetes.
Sin embargo,
existen muchas enfermedades en las que no parece posible encontrar una única
causa subyacente. El cáncer, las enfermedades endocrino-metabólicas o los
trastornos psiquiátricos son ejemplos típicos de patologías «complejas» cuya
etiología remite a una conjunción de muchos factores.
Para
comprender estas enfermedades no parece posible apelar a una causa única
necesaria y suficiente, sino a todo un conjunto de causas predisponentes, es
decir, factores que por sí solos no podemos decir que son los causantes de la
enfermedad pero que todos juntos pueden dar lugar a ella. Este es el modelo
multifactorial de la enfermedad y casa muy bien con la perspectiva holista.
Los enfoque
reduccionistas y holistas, así como los modelos monocausales y
multifactoriales, no son necesariamente incompatibles. La investigación a nivel
microbiológico puede verse enriquecida por enfoques que tengan en cuenta los
aspectos socioeconómicos y subjetivos de los pacientes, y viceversa.
La medicina
basada en la evidencia (MBE) es un enfoque de la medicina centrado en
reivindicar la importancia de las pruebas científicas para la toma de
decisiones en la práctica médica. Lo importante para los defensores de este
enfoque es que la medicina esté basada en conocimiento fiable y contrastado.
Para ello, una tarea esencial es clasificar los diferentes tipos de pruebas
científicas y ponderarlo en cuestión de su solidez.
Para los
adscritos a la Medicina Basada en la Evidencia, los datos científicos deben
primar por encima de las intuiciones, la tradición, el conocimiento común o las
mismas conclusiones extraídas de la experiencia clínica de los médicos. Una
buena medicina debe basarse en el análisis crítico de los estudios médicos
realizados y en el uso de métodos racionales para la toma de decisiones
terapéuticas siempre a partir de datos.
La herramienta
fundamental de la Medicina Basada en la Evidencia para obtener evidencia fiable
es el ensayo clínico aleatorizado (ECA).
La Medicina Basada
en la Evidencia no juzga la validez del conocimiento que nos da el enfoque
biomédico, simplemente considera que lo que determina la fiabilidad de un
cierto tratamiento es que haya demostrado su eficacia de forma reiterada y en
unas condiciones que garanticen la objetividad mediante los ensayos clínicos.
Según la MBE,
cuantos más ECA bien diseñados tengamos, más evidencia tendremos y mejores
decisiones clínicas podremos tomar. El conocimiento de los mecanismos que
subyacen a la acción de un tratamiento no es tan importante como su eficacia, y
para comprobar su eficacia lo mejor es poner a prueba este tratamiento en
múltiples ECA y dejar en segundo plano las explicaciones biomecanísticas.
El
conocimiento biológico influye indudablemente en la práctica de la medicina,
pero la medida en la que lo hace es objeto de discusión en la filosofía de la
medicina. Para los reduccionistas, el enfoque biomecánico es la clave para
comprender las enfermedades. Disciplinas como la microbiología nos proveen de
muchos ejemplos de éxito del reduccionismo, ejemplos en los que podemos
encontrar un modelo monocausal de la enfermedad, en donde un agente biológico
actúa como causa necesaria y suficiente de una patología concreta. La medicina
desde este enfoque sería una especie de biología aplicada.
Para el
enfoque holista, en cambio, la medicina debe tener en cuenta al paciente como
un todo al que es imposible entender sin tener en cuenta todo un conjunto de
valores que lo determinan a diferentes niveles (personal, familiar,
comunitario, etc.). El modelo causal característico de este enfoque es el
modelo multifactorial de enfermedad: hay todo un conglomerado de factores que
influyen de forma determinante en la aparición y el desarrollo de las
enfermedades. No basta con la biología para abrir la caja negra y comprender
qué son y cómo actúan las enfermedades.
En esta
presentación de las posturas reduccionistas y holistas probablemente ya se haya
dejado intuir que cada una de estas perspectivas parece remitir a una de las
dos posiciones en el debate sobre las definiciones teóricas de las nociones de
salud y enfermedad que ya hemos visto en los capítulos anteriores. Así, el
modelo mecanicista reduccionista sería el propio del enfoque naturalista,
mientras que el modelo holista estaría bien visible en aquellos que defienden
una postura constructivista. El punto de vista objetivista del naturalismo
encaja muy bien con una concepción de enfermedad como fallo mecánico. Por otro
lado, el constructivismo parece más sensible a tener en cuenta las propiedades
del contexto y los valores personales y asumir que la enfermedad es algo que
afecta no solo en un nivel fisiológico sino a la persona como una entidad
altamente compleja. Detrás de la forma en la que se ejerce la medicina está una
concepción filosófica concreta sobre la salud y la enfermedad.
En este
punto, hay dos salidas principales que se pueden tomar en este debate. La
primera consiste en asumir una postura agnóstica a la cuestión de la definición
de la salud y la enfermedad, como la sostenida por la MBE. Al enfrentarse a una
enfermedad concreta, para la MBE lo importante no es definir sus
características concretas en base a sus mecanismos subyacentes, sino investigar
cuál es el tratamiento más eficiente para abordarla. La MBE se preocupa por
conseguir, comparar y juzgar los datos disponibles a fin de decidir cuáles son
las evidencias más fiables y juzgar, a partir de las alternativas disponibles,
cómo debe ser la mejor medicina. El problema del enfoque de la MBE es que, al
mover el foco de la comprensión de la enfermedad a la cuestión de la eficiencia
los tratamientos pasan por alto la cuestión acerca de qué condiciones deben ser
consideradas como enfermedades y por qué, consecuentemente, se deben tratar
médicamente. Fenómenos tan delicados como la promoción de enfermedades, de la
que hemos hablado en el apartado III.4, resultan especialmente problemáticas
para la MBE.
La
otra alternativa es optar por lo que podemos llamar un pluralismo integrador19.
Este enfoque es pluralista porque reconoce la existencia de diferentes modelos
explicativos compatibles en medicina, y es integrador porque aboga por una
perspectiva que sea capaz de conjugar todos estos modelos entendiéndolos como
recursos teóricos que responden a diferentes cuestiones médicas. El
reduccionismo y el holismo no son necesariamente modelos médicos incompatibles
y se puede defender que hay motivos para sostener que en la práctica médica
deben tenerse en cuenta ambos enfoques para abordar las diferentes
enfermedades. Por ejemplo, el modelo reduccionista y monocausal de la
microbiología es complementado estupendamente por el enfoque holista y
multifactorial de la epidemiología. De igual modo, el conocimiento aportado
desde estas perspectivas debería servir para enriquecer al obtenido a través de
los ECA y de otros estudios clínicos que constituyen la herramienta central de
la MBE. Además, cuando estos estudios ofrezcan resultados que no se
correspondan con lo esperable desde un punto de vista mecanicista, esto puede
servir para mostrar puntos oscuros o carencias en nuestro conocimiento
biomédico.
¿Cómo se
clasifican las enfermedades?
No hay una
única forma de entender la salud y la enfermedad. Y, a pesar de ello, la
medicina es una de las prácticas sociales institucionalizadas más exitosas de
las desempeñadas jamás por el ser humano.
Esto se ha
logrado en gran medida porque los expertos médicos son capaces de ponerse de
acuerdo sobre qué condiciones físicas constituyen una enfermedad. Aquellos que
ejercen la medicina tiene un vocabulario común para referirse a las patologías.
«Gripe», «apendicitis», «depresión», «anemia» o «astigmatismo» son ejemplos de
términos que tienen como referencia a enfermedades tratadas por los médicos.
Hay tres
criterios para clasificar las enfermedades:
a) Clínico:
atendiendo a su manifestación externa, es decir, a sus síntomas. Desde este
punto de vista, las enfermedades son comprendidas como clases naturales, en
tanto en cuanto, se categorizan como conjuntos de síntomas que, de alguna
forma, violan el estándar de comportamiento «normal» que deben mostrar los
seres vivos. Una clase natural desde el punto de vista clínico es una
agrupación de un tipo definido de patologías que presentan síntomas comunes.
b) Etiológico:
Causal. Qué provoca la enfermedad. Clasificar las enfermedades por su origen
causal (su etiología) supone también, al igual que hacía el criterio clínico,
establecer una distinción basada en la idea de clase natural. Las enfermedades
que pertenecen a la misma categoría etiológica tienen propiedades naturales
características que se reflejan en el hecho de que tienen una causa común.
c) Mecanístico:
la gran mayoría de las enfermedades son clasificadas en la actualidad siguiendo
un criterio patogénico o mecanístico. Este enfoque se sustenta en una
perspectiva biomecánica y agrupa las enfermedades por el tipo de fallo
biomédico que suponen. Cada enfermedad se corresponde con un mecanismo
patológico concreto. El presupuesto que subyace a este criterio mecanístico es
que lo relevante en medicina es poder intervenir en los procesos patológicos y
restituir la salud a los pacientes. Una clasificación basada en la observación
clínica de los síntomas de los pacientes o en la identificación del agente
causal etiológico puede estar dejando de lado el sentido principal de la
medicina. Así, clasificar a un paciente concreto como enfermo de hipertensión
significa que este debe ser tratado con fármacos antihipertensivos o que, si se
considera que alguien está aquejado de déficit en la hormona de crecimiento,
entonces su tratamiento consistirá en administrarle dosis sintéticas de esta
hormona.
Sería erróneo
plantear la discusión entre criterios en términos competitivos o como
alternativas incompatibles. La mayoría de las clasificaciones médicas se basan
en un pluralismo integrador en el que se consideran tanto aspectos clínicos,
como etiológicos y mecanísticos.
Los médicos se
acogen a uno o varios de estos criterios para categorizar las enfermedades y no
siempre resulta fácil que una clasificación médica pluralista de este tipo se
muestre coherente. En ocasiones las enfermedades parecen solaparse y en otras
nos encontramos con condiciones muy diferentes para la individualización de las
patologías.
En
cualquier caso, la asunción debajo de este pluralismo integrador es que las
clasificaciones de las enfermedades deben ser, ante todo, útiles para la
práctica médica. No hay una forma única de clasificar y debe decidirse en cada
caso qué es lo que debe ser subrayado para facilitar la labor del médico: los
síntomas, la causa o el mecanismo subyacente.
Cuando nos
enfrentamos a las enfermedades mentales, descubrimos que el criterio etiológico
y el criterio mecanístico no resultan muy aplicables. Por un lado, no
distinguimos las patologías mentales por sus causas: dos pacientes con el mismo
trastorno pueden haberlo desarrollado por razones muy diferentes y un mismo
evento puede desencadenar problemas psicológicos distintos. Por otro lado, no
es la identificación de un fallo concreto en un mecanismo biológico lo que
lleva a los psiquiatras y psicólogos a identificar una patología, sino su
sintomatología.
Los médicos no
categorizan las enfermedades mentales por sus causas ni por sus mecanismos
subyacentes, sino por los síntomas que pueden percibir. Dicho de otro modo, el
criterio que prima en este ámbito es el clínico, en contraste con la creciente
predominancia de los criterios etiológicos y mecanísticos de la medicina
somática.
Así, las
enfermedades mentales son principalmente manifestaciones de síntomas que
conllevan conductas y comportamientos «enfermizos»: la depresión, la
esquizofrenia, la anorexia o el trastorno bipolar son ejemplos de categorías
médicas que hacen referencia a síntomas.
Esto ha
llevado a muchos críticos a defender que en realidad la psiquiatría es una
forma de control social destinada a reprimir las formas de vivir que son
consideradas como erróneas o incluso delictivas por la sociedad. Esta es una
visión que ha cuajado en importantes corrientes filosóficas y culturales desde
mediados del siglo XX (por ejemplo, en Michel Foucault y Erving Goffman) y
tiene cada vez más arraigo popular.
Acusan a la
medicina actual de haber «inventado» las enfermedades mentales solamente para
poder aislar, estigmatizar y neutralizar a los diferentes, es decir, a aquellos
que no encajan en los esquemas de convivencia socialmente aceptados.
Se podría
defender que las clasificaciones de enfermedades psiquiátricas, al menos de
forma implícita, parten de un criterio constructivista de la enfermedad: si las
enfermedades mentales no son vistas como géneros naturales, entonces parecería
que deben tratarse necesariamente de géneros convencionales, es decir, de
etiquetas que los psiquiatras utilizan solamente para poder entenderse entre
ellos.
Sin embargo,
sería muy osado dar por sentado que los psiquiatras no crean que las
enfermedades que describen sean reales. Es posible aceptar que una agrupación
de un conjunto de síntomas bajo un nombre concreto, ya sea depresión, anorexia
o trastorno bipolar, puede ser convencional, pero esto no impide defender que
los síntomas a los que refieren estas etiquetas sí son reales y merecen ser
abordados médicamente.
El principal
problema de la clasificación de las enfermedades psiquiátricas es que cuáles
son los criterios que asumen los psiquiatras para decidir qué sintomatología es
pertinente tratar médicamente y cuándo una categoría se muestra obsoleta y
precisa de un cambio.
En ocasiones,
los cambios en la categorización se pueden deber a un conocimiento más refinado
de los síntomas psiquiátricos, tal como ocurría con la integración del síndrome
de Asperger dentro de los trastornos del espectro autista, pero en otras estos
cambios parecen responder más bien a transformaciones políticas y sociales,
como ejemplifica la eliminación definitiva de la homosexualidad como un tipo de
enfermedad mental.