viernes, 1 de septiembre de 2023

EL PECADO Y LA CULPA



    Es Viernes. Estoy cenando. Estoy comiendo como un auténtico animal. Entrecot de vaca de seiscientos gramos y una botella de vino de Rioja. La carne cruda, bien jugosita, con un montón de grasa infiltrada. La botella de vino va bajando a buen ritmo. Termino. Me como un heladito y me pongo una copita de whisky para hacer la digestión. Miro la tele con Ana y hasta me pongo otra copita para amenizar la peli. No me siento mal haciéndolo porque al día siguiente iré al gimnasio.  En cierto sentido, QproGym es como el pecado católico: deja espacio para la confesión y la penitencia. Uno puede hincharse de grasa a tope, pecar sin remordimientos porque sabes que lo vas a expiar sudando el la biciestática. Esta parte del catolicismo está bastante guay. Te confiesas, haces penitencia y el contador se vuelve a poner a cero. Mucho mejor que el protestantismo, que te deja solo con Dios, o con tu remordimientos y la culpa, que es lo mismo.

Al día siguiente voy a QproGym. Tengo un poquito de resaca. Me subo en la bicicleta estática y pedaleo perezosamente. Poco a poco empiezo a sudar, y con el sudor se van las purinas, el colesterol y las grasas procesadas. Cada pedaleada es un pasito hacia mi redención. Es increíble cómo ayuda esta sensación de hacer lo correcto a pasar el mal trago del esfuerzo físico. Termino y me pongo a estirar. La rutina de hoy es sencilla: 45 minutos de ejercicio cardiovascular repartido en tres tandas, y, entremedias, algo de movilidad y core. Hago bird dog en la misma colchoneta en la que estaba estirando. El bird dog es un ejercicio que consiste en ponerse a cuatro patas y estirar alternativamente pierna y brazos contrarios. 

Bird dog.


-¡Esa cadera! -oigo gritar a Juan. 

Levanto la cabeza para poder ver si se está dirigiendo a mí. La postura es bastante ridícula, a cuatro patas, con la pierna izquierda estirada, el brazo derecho señalando hacia delante y la cabeza alzada. Parezco un pointer mostrando la pieza. Efectivamente, Juan está hablando conmigo Viene corriendo. Me coge con ambas manos de la cadera para evitar que pendulee al hacer el ejercicio. Lo cierto es que así cuesta mucho más, pero sienta bien que te hagan un poquito de caso, sobre todo si es el dueño del gimnasio, que aquí es la autoridad suprema. 

Termino el bird dog y Juan y yo nos ponemos a charlar. Él me pregunta qué tal estoy y yo le cuento que, en general, la vida me va bien, aunque hoy tengo un poco de resaca. A Juan no le extraña, porque hemos hablado en varias ocasiones de mis hábitos alimenticios. No le gustan nada, pero yo sostengo que sufrir un poco un sábado por la mañana es suficente para expiar mis pecados de la noche anterior. Por su parte, Juan me dice que conoció una vez a una persona que venía al gimnasio solo para poder comerse luego enormes tartas de chocolate. Está convencido de que comemos y bebemos para llenar un vacío interior. Según él, comportamientos adictivos y destructivos son el resultado de cierto desequilibrio emocional. Le aseguro que no es mi caso. Yo lleno mi desquilibrio emocional con neuras de todo tipo, pero desde luego comer no es una de ellas. Como y bebo porque me gusta. Me hace feliz tener cosas sabrosas en la boca. Es genial. Da gustito. Una señora se acerca con la hoja de su rutina mensual en la mano. Juan se despide de mí para ayudarla.

La felicidad.


Termino mis ejercicios de movilidad y core y me subo en la bici. Ya he dicho que me gusta mucho más la bici que las pesas porque desde ella puedo pensar y observar mejor a la gente. El comportamiento saludable es algo que tenemos tan interiorizado que las más de las veces ni siquiera nos preguntamos qué nos lleva a actuar o sentir de esa manera. Hasta yo mismo la noche anterior me fui a la cama sin ningún remordimiento porque al día siguiente iba a ir al gimnasio. Por qué creerá Juan que comer y beber mucho son un síntoma de que hay que no funciona bien en mi cabeza y por qué alguien debería sentirse mal haciéndolo.

Supongo que el lector conocerá la archiconocida cita de Nietzsche de que Dios ha muerto. La cita, como todo Nietzsche, es muy rimbombante, pero algo de razón tenía, si con ella quería decir que vivimos el fin de la vieja sociedad teocrática en la que cualquier fenómeno se explicaba en función de una relación causal con una divinidad un tanto difusa, motor y agente de todas las cosas. En la Edad Media, si, por poner un ejemplo, una epidemia de peste asolaba un pueblo, la explicación que se hacía evidente a cualquiera era que se trataba de una maldición divina. Y se reaccionba en consecuencia. Para superar la peste, se rezaba, se hacían procesiones y probablemente se acusase a alguien de brujería y se la quemase en la hoguera. Hoy en día, si una epidemia se ceba con una población, como pasó con el coronavirus, a nadie se le pasa por la cabeza que sea un castigo divino. Médicos y científicos estudian la cuestión, emiten un veredicto y se toman las medidas sanitarias correspondientes. La ciencia ha ocupado el lugar de la religión.  Una de las consecuencias inmediatas de vivir en una sociedad así es la obsesión por la salud. La ciencia ha permitido que las personas vivan más tiempo y físicamente mejor. Ha contribuido a alejar un poquito de nosotros la enfermedad -o al menos no nos hace tan vulnerables-. Es por eso que la salud impregna todos y cada uno de los aspectos de nuestra sociedad: vamos gimnasios para mantener nuestros cuerpos sanos; hacemos dietas lacerantes para alejar de nosotros el temido colesterol y el ácido úrico; los supermercados, donde es imposible encontrar un producto que no sea rico en Omega 3, bifidus, vitamina A o cualquier otro elemento que ayuda a ser más saludables, se parecen cada día más a las farmacias; etc... Paralelamente, la salud se convierte en un patrón moral. La muerte de la religión dejó un vacío en este punto. En la antigua sociedad teocrática había un patrón de conducta muy claro; se sabía con seguridad lo que estaba bien y lo que estaba mal, que más o menos estaba recogido en los Diez Mandamientos. Muerto Dios, todo el sistema moral se descompone. Pero toda cultura necesita un código de conducta. Sin él, la sociedad es imposible. Así la moral de la salud ocupó el espacio de la moral religiosa y lo sano se identifica con el bien y lo insano con el mal. 

En el gimnasio hay una relación muy similar a la del pecado y la culpa: sentirte mal cuando te comportas en contra del sistema de valores establecido. Porque, qué es el pecado sino ir en contra del sistema de valores imperante. Foucault dijo que la ciencia no creó marcos conceptuales nuevos, sino que se limitó a llenar lo que ya existían. Ahí estaban el pecado y la culpa para ser explotados por la nueva ideología de la salud. Atiborrarnos de grasa no nos hace sentir mal por la sanción social. Realmente, salvo los que hayan compartido mesa con nosotros, nadie sabe lo que hemos comido o lo que hemos dejado de comer. Es típico del cristianismo la autovigilancia y el autocastigo. El cristianismo con su idea del arrepentimiento sincero, te convierte en un juez y verdugo permanente de ti mismo. Pero el catolicismo también nos dio la redención, la penitencia y el perdón. Y esta es exactamente la forma en la que nos comportamos en el gimnasio. Llevamos a cabo toda una serie de técnicas corporales indicadas para la purificación. Allí expulsamos todo lo que es nocivo/negativo, todo lo que nuestros sistema de valores considera negativo: la grasa, las toxinas, todo lo que nos aleja de la salud, como la confesión y la penitencia nos ayudaban a limpiar nuestra alma de pecado.

En la zona de las espalderas veo a Marta, la madre de una alumna mía con la que tengo mucho trato. Me bajo de la bici y me voy hacia ella directamente. Ni siquiera la saludo. La asalto con la misma pregunta que le había hecho un par de semanas antes. 

-Oye, Marta, ¿por qué vienes al gimnasio? 

Ella se queda un tanto sorprendida. Abre mucho los ojos y se encoge de hombros. 

-No sé... 

Me veo en la obligación de explicarme un poco. Tampoco es plan que esta señora tan agradable se piense que el profesor de su hija es un demente. 

-Es que estoy estoy escribiendo un ensayo de antropología sobre el gimnasio y estoy dándole vueltas a una cosa.

Las excentricidades, si pasan por ser académicas, siempre se toleran mejor. Ella sonríe tranquilizada.

-No sé. Para quemar toda esta grasilla que sobra.  

Lo que yo decía: viene a purificarse, a excretar, a eliminar, a limpiarse de todo pecado.

    Vuelvo a la bicicleta estática y pedaleo como si no hubiese un final. Sudo mucho y me siento asqueroso, pero al mismo tiempo me regodeo en mi suciedad. Soy como un cerdo chapoteando en el barro. Sudar como un gorrino es la confesión pública de mis pecados para purificarme. La vergüenza, sentirse caer a lo más bajo para redimirse. Es la muerte y la resurrección, como el bautismo, la confesión y la comunión. 

    En el gimnasio hay una relación muy similar al del pecado. La sociedad religiosa desapareció, pero dejó una serie de marcos conceptuales. La metáfora ya estaba, hubo que llenarla de contenido. En este sentido, el gimnasio es como una penitencia. Incluso las palabras/metáforas que utilizamos son las mismas. Hablamos de purificar, limpiar. Gran parte de por qué nos sentimos bien cuando vamos al gimnasio es porque nos sentimos limpios de pecado. Como la confesión católica, el gimnasio higieniza, purifica. 

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