La conocí hará quince días. Es mi nueva compañera de departamento y nuestra relación no va más allá de eso: una relación de trabajo, estos días mediada por una mascarilla y la distancia social.
El otro día tuve una videollamada con ella a través de whastap. Quería aprovechar la cámara del telefóno móvil para mostrarle unas cosas de trabajo en la pantalla de mi ordenador.
A mí las videollamadas siempre me han inquietado, sobre todo si la otra persona está en su casa. Ver su salón, su habitación o su cocina de fondo tiene algo de invasión de la intimidad del otro que me hace sentirme como una suerte de violador de privacidades. Pero esta vez no fue el decorado de fondo que enmarca las caras en las videoconferencias lo que despertó mi inquietud. No sabéis cómo flipé al verle la cara. No es que tenga una deformidad monstruosa ni nada por el estilo. Es una cara normal de una mujer normal. Lo que me flipó fue verle la nariz y la boca -una boca y una nariz por otra parte también bastante normales-. Aluciné tanto que me hizo pensar.
El sociólogo Marcel Mauss decía que la sociedad se incorpora, en el sentido de que los cuerpos de las personas reflejan los valores y los modos de conducta asociados. Así por ejemplo, sociedades machistas y misóginas, tienden a ocultar el pelo de las mujeres. El pelo es un símbolo sexual en infinidad de culturas. Esconder el femenino es una forma de incorporar la convicción de que la mujer es un ser inferior que arrastra al hombre al pecado y la perdición. De ahí el velo o la toca de las monjas.
Nuestra sociedad, por poner otro ejemplo, ha sustituido la moral el conocimiento religioso por el científico y la nueva moral de la salud, lo que deriva en no-cuerpos esculpidos en el gimnasio, sin un ápice de grasa, eternamente jóvenes.
El covid, lógicamente, ha afectado a esta sociedad que pone la salud por delante de todo. Hasta la irrupción de esta pandemia, el otro era una fuente de placer, amistad, relación. Ahora se ha convertido en una amenaza a nuestra salud.
Esta nueva concepción del otro como una amenaza potencial se proyecta en que partes del cuerpo que hasta el momento no lo habían sido, se convierten en espacios vedados. Nos contagiamos por la nariz y la boca, así que los tapamos con las incomodísimas mascarillas. Cuando vemos a alguien que se la ha quitado, cuando le vemos la cara en su plenitud, empezamos a percibirlo como una agresión. De ahí que me sorprendiese tanto ver la cara de mi compañera quince días después, aunque fuese mediada por un dispositivo móvil.
Todavía no hemos llegado a ello, pero no dudo que, si esta situación se prolongase mucho en el tiempo, las narices y las bocas ascenderán un peldaño en el tabú y vérselas a alguien nos hará sentir realmente incómodos, como puede hacerlo hoy en día ver a alguien desnudo.
La incorporación del otro amenazador también ha afectado a las distancias entre los cuerpos. Yo no soy nada tocón y, de hecho, me molesta mucho que me toquen. Pero de ahí a que me incomode que alguien se me acerque a menos de dos metros hay un trecho. La nueva concepción de otro como una amenaza ha hecho que cruzásemos ese trecho en apenas unos meses. Si me cruzo con alguien por la calle y esa persona no se hace a un lado para dejar la distancia de seguridad prescrita, me molesta. Y ya no digo nada de esas personas que se me pegan en la cola del súper.
Hay algo inquietante en esa invisibilización del rostro que nos sumerge a todos en una especie de anonimato aséptico y deshumanizado. Se nos viene a la memoria -con un escalofrío- aquel título de Sartre: "El infierno son los otros"...
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