Al día siguiente de los disturbios callejeros de Cataluña un amigo me mandó por whatsap las siguientes fotos:
1
2
3
Las fotos venían acompañadas del siguiente comentario irónico:
No sé cuál de las tres me gusta más. Cada una tiene su estilo.
Para mí, sin duda, la mejor es la número tres. Encuentro la primera un poco artificial, como de posado de modelo -de hecho creo que la chica es influencer-; la segunda tiene su rollo, pero no deja de ser una fotito de enamorados en la que han cambiado el decorado de fondo de una ciudad como París por el caos de Barcelona; la tercera es una obra de arte de sociología contemporánea. El posado de los cinco sujetos imitando el cartel promocional de una serie de Netflix es sencillamente inigualable. En concreto, me flipa la chica de la derecha, la que está entre dos chavales, y que carga el peso sobre su cadera derecha al tiempo que flexiona la rodilla izquierda y apoya la punta del pie. Esta debió ver la oportunidad de su vida y pensó: "Esta es la mía. Aquí poso yo como si fuese la Tokyo de La Casa de Papel".
Estas tres fotos no han sido las únicas que los gamberros han subido a Instagram. Los periódicos están llenos de ellas.
A mí me gusta esta otra:
Me gusta por dos razones:
a) el juego metafotográfico. Es una fotografía de una chica sacando una fotografía. En la pantalla de su teléfono se ve lo que está fotografiando, como un juego de cajas chinas. Ya sé que está más visto que el tebeo, pero demuestra que la chica tiene inquietudes artísticas y por lo menos lo intenta.
b) Permanecer de espaldas. Además de escoger ese encuadre para que apreciemos las curvas de su cuerpo, me fascina cómo la autora ha sabido jugar con el misterio. ¿Quién será esa enigmática chica? ¿La nueva Banksy, quizá? Como decía Lorca, en el misterio está la poesía.
Por supuesto, todos los periódicos, independientemente de su orientación política, ponen a parir a los autores de estos selfies. Al loro el titular de ElNacional.cat:
Fuego, "manis" y postureo. Los disturbios en Barcelona, escenario de Instagram.
Y luego Jokin Buesa dice:
...lo que parece es que buscan desesperadamente atención. Toneladas de atención. Ah, sí, y de 'likes' también. Aunque las cosas no acaben teniendo el resultado esperado: si "en su cabeza era espectacular", como la frívola preocupación de Pelayo Díaz, la realidad acaba demostrando que por su cerebro sólo pasa el aire. Un vacío como una catedral, vaya. Y no es la primera vez que, desgraciadamente, la epidemia de aspirantes a estrellas de las redes hacen el ridículo en situaciones y escenarios nada adecuados...
El artículo sigue así, poniendo a caer de un guindo a los instagramers.
Lo hacen en todos los periódicos: criticarlos, reírse de ellos, pero ni en uno solo he encontrado respuesta a qué lleva a chavales de veinte años a hacerse selfies en el caos.
Para tratar de responder a eso escribo este post. -No me propongo responder por qué los jóvenes se vuelven nacionalistas o tienen reacciones violentas. Solo quiero explicar por qué se sacan fotos-.
Como es un tema complejo, se me ocurren varias razones:
En primer lugar, como dice Finkielkraut, vivimos en la sociedad de los feelings. Estamos sometidos a una enorme cantidad de estímulos: por internet, por nuestros teléfonos móviles, por la tele... No paramos de ver y escuchar cosas. Apenas si hemos terminado con una serie, nos ponemos inmediatamente con la siguiente. La consecuencia de esto, es que no hay reflexión. Cuando yo era niño, los colegas del barrio veíamos una peli los sábados y nos pasábamos el resto de la semana hablado de ella y jugando a ser su protagonista. Lo mismo sucedía cuando te dejaban un disco. Lo grababas en una cinta de casete y lo escuchabas una y otra vez hasta que literalmente te la aprendías de memoria. También leíamos y hablábamos mucho con nuestros amigos de lo que nos gustaba. Ahora no. Apenas si hemos acabado una serie en Netflix, empezamos la siguiente, sin dedicarle ni un minuto a pensar sobre ella. Esto, lógicamente, habrá de proyectarse sobre el gusto. Ya no hay argumentos por los cuales algo nos gusta o nos deja de gustar. Simplemente nos dejamos llevar por la primera impresión, que es la única a la que le hemos dejado tiempo. Esto le sucede a estos chicos que se sacan selfies. Se hacen esas fotos porque mola presentarse como un personaje de serie y ya está. No hay ninguna reflexión ni ninguna reivindicación política en su acto. Lo hacen simplemente porque es molón, aunque no sepan por qué lo es. Los personajes de las series son guays y ellos también quieren ser guays, así que los imitan, aunque solo sea una fachada, un decorado, ya que sus vidas están muy lejos de ser de película.
Esto me lleva a la segunda razón por la que creo que pasó lo que pasó. Además de los feelings, vivimos la sociedad de la virtualidad, de lo no real. Lo de ser un flipado y creerse Rambo no es nada nuevo. Lo hubo siempre. Y también siempre ha habido construcción de la identidad y presentación de la persona en la vida cotidiana. Como decía Goffman, manipulamos nuestra apariencia y nuestro comportamiento con la intención de que los demás se hagan la imagen mental de nosotros queremos. Esto siempre ha sucedido, con la salvedad de que internet, al ser la comunicación indirecta -está mediada por un dispositivo y no se da en tiempo real-, nos permite manipular nuestra imagen pública de forma más sistemática. Estos chicos usan los disturbios como un decorado para transmitir lo que les gustaría ser. A todos nos gustaba soñar que éramos como los héroes de los tebeos y las pelis que consumíamos. Flaubert escribió Mme Bovary precisamente sobre ese tema. Si nos fijamos, cada chico se ha sacado una foto con lo que le gustaría ser. Posan imitando a los personajes de ficción que ellos admiran, soñando que son La casa de Papel o Los Vengadores.
Estos selfies cuyo objetivo fundamental es hacerse los guays, hay que ponerlo en relación con el mercado de la jerarquía simbólica del que habla Baudrillard. Baudrillard parte de las teorías de Thorstein Veblen de que lo que mueve a las personas a la acción es la jerarquía. Los objetos ya no significan por sí mismos. Apenas tienen valor de uso, prácticamente se limitan a su valor de cambio. Son un significante que remite a otros significantes. El significado de los objetos (su contenido) es la información que aportan a las demás personas acerca del lugar que ocupa en la jerarquía el individuo que los posee. En otras palabras, poseemos cosas para aparentar que disfrutamos de una determinada posición social. En la cultura burguesa, el significado de los objetos ha pasado del ser, al tener y, finalmente, al parecer. Los objetos significan en función de su posición en el sistema de la jerarquía social. Los selfies, en tanto que objetos, no tienen valor alguno para estos chicos más allá de situarlos arriba en el pirámide de la jerarquía social. No es una reivindicación política o vital convencida y reflexionada. Solo es un objeto que usan para situarse socialmente. Prueba de ello, es que lo que se busca es la mayor cantidad de likes, comprobación inmediata y objetiva de la aceptación social. -Ojo, la pirámide no es igual para todo el mundo. Cada subgrupo social construye la suya. Para mí, que soy un profesor de instituto de 42 años al que el nacionalismo, sea del cariz que sea, le pone los pelos de punta, sacarse un selfie en los disturbios solo sirve para descender en la escala social. Pero en los subgrupos en los que se mueven estos chicos, eso suma. Y mucho-.
Por cierto, a mí esta serie me parece una mierda. |
Los Vengadores |
Gran parte de nuestra comunicación hoy en día está mediada por dispositivos con pantallas. Lo que suben las personas reales y la ficción de los videojuegos, las series y las películas nos llegan del mismo modo: a través de una pantalla. Franco Berardi decía que la vida por culpa de la red deja de ser real. La metáfora es el mapa y el paisaje. Antes el paisaje determinaba el mapa, ahora, con la realidad virtual, el mapa no pinta nada. De este modo, las fronteras entre la realidad y la ficción se desdibujan. Vemos lo que suben los demás de sí mismos a Instagram -y por lo tanto a ellos mismos- como vemos series y películas. De ahí, a verse a uno mismo, aunque sea parcialmente, como ficción, hay un paso. El mundo virtual implica la virtualización del otro y de uno mismo. Estoy convencido de que muchos de esos chicos se pensaban que eran personajes de serie o de videojuego.
Debord sostiene en el capitalismo nada es real, todo es espectáculo. No solo los objetos, sino también las acciones, quedan vaciadas de contenido. Debord sostiene que todo lo que una vez fue vivido directamente se ha convertido en una mera representación". La historia de la vida social se puede entender como la declinación de ser en tener, y de tener en simplemente parecer. La vida social auténtica se ha sustituido por su imagen representada. Exactamente eso es lo que hacían estos chicos con sus selfies: representar para aparentar.
Después del selfie como una impresión inmediata sin reflexión alguna, y de entenderlo como un gesto virtual que dentro del sistema de jerarquización social, la tercera pregunta que me despierta este acto es: ¿no se plantearon, aunque fuese por un momento, que iban a ser el hazmerreír de media España? ¿No se plantearon que iban a quedar como unos idiotas? Sin duda que, dentro del círculo postadolescente en el que se mueven, este gesto puntua alto -de hecho un alumno mío dijo de ellos que eran los putos amos-. ¿Pero no se platearon que el mundo no se acaba en entorno inmediato? La respuesta es no.
Anthony Giddens sostiene que en la modernidad sabemos que no hay conocimiento definitivo, que todo está sujeto a ser revisado. Esto no era de ninguna manera así en las sociedades tradicionales. Había una serie de saberes estables, tanto religiosos como de relación con la Naturaleza. Hoy en día cualquier saber es cuestionable. Esto nos pone en duda continua ontológica. Estamos permanentemente cuestionando y redefiniendo el conocimiento, lo que provoca que no tengamos asideros seguros a los aferrarnos. Esto afecta a la identidad. La duda provoca una construcción continua de la identidad.
La reflexividad también afecta a las elecciones de las personas. En las sociedades tradicionales apenas si se tomaban decisiones y no se tenían dudas. Uno no podía escoger su trabajo, ni tan siquiera las personas con las que relacionarse. Si nacías campesino, eras campesino y te casabas en el pueblo. Y durante los tiempos de ocio tampoco había mucho donde escoger. Ibas a la romería como todo el pueblo o la fiesta de la cosecha o lo que fuese. No había otra opción, otra cosa que hacer. Con la modernidad las posibilidades de elección se multiplican exponencialmente. No solo tenemos cientos de trabajos entre los que elegir,sino que también podemos decidir qué hacemos con nuestro tiempo libre. Esto, lógicamente, afecta a nuestra identidad. Podemos construir activamente nuestra identidad a partir de esas decisiones que tomamos, pero eso también genera la angustia propia de tener que ser tomar decisiones.
Los ritos de paso, que antaño dotaban de un foco de solidaridad y pertenencia del individuo a la comunidad, han ido desapareciendo. La religión situaba a las personas, les daba un código moral de vida y daba seguridad ontológica.
También la familia contribuía a dotar al individuo de seguridad. En la familia patriarcal el individuo tenía su lugar, su espacio, su rol. Se sentía seguro y todo lo venía dado.
Esto ha cambiado. Ya casi no hay ritos de paso. La religión ha perdido su peso y la familia patriarcal está desapareciendo. Ahora hay que construir la propia identidad y para eso hay que estar tomando continuamente decisiones que se supone que van a conformar nuestra identidad, con al consiguiente angustia.
Bauman dice que, en la modernidad líquida, la sociedad del capitalismo, todo cambia y nada es estable, porque así lo demanda el sistema. Hay que moverse continuamente, para adaptarse a las necesidades del mercado y para desechar los productos que hemos comprado y adquirir otros. El sistema necesita que nos mantengamos en cambio perpetuo tanto como productores/trabajadares como como consumidores. Las relaciones humanas no iban a quedarse al margen de esta tendencia general. Nos agobia crear vínculos duraderos porque, por definición, se oponen al cambio continuo, a la continua adaptación. Esto también provoca ansiedad en las personas, que no encontramos a quién o a qué asirnos.
Sennett, siguiendo a Giddens, cree que el narcisismo y la autocomplaciencia son los mecanismos que tenemos para aliviar esta angustia. Narcisismo (vanidad) y autocomplaciencia (indiferencia) es lo que lleva a estos chicos a sacarse fotos en el caos y enseñárselas a todo el mundo. Ante la terrible realidad de no ser nadie y no tener nada, se vuelven hacia sí mismos. Perciben todo lo que hacen como bueno solo porque lo hacen ellos y tienen la vanidad suficiente como para considerar que los demás debemos admirarlo.
Este ejercicio de vanidad se ve reforzado por la identidad en las sociedades democráticas. Desde la cuna, a los ciudadanos se nos bombardea con que todos somos iguales. De ahí se infiere que todos tenemos los mismos derechos, especialmente el de opinar. Esto hace que todos pensemos que nuestra opinión es tan válida como la de cualquier otro. En consecuencia, estos chicos no ven nada malo en sacarse fotos con hogueras de fondo.
Y por último, nuestra época está obsesionada con la fama. Antes, la sociedad reconocía el valor de un individuo por medio de la fama. Hoy en día, la fama solo tiene significado por sí misma. Los famosos ya no son famosos por haber hecho algo importante, sino solo por salir en los medios. Berardi dice que antes de la revolución de las nuevas tecnologías, las personas normales no podían llegar al gran público, hacerse visibles y famosas. Sin embargo, gracias a youtube, instragram, etc... cualquiera puede hacerse famoso, aunque solo sea durante un día. De ahí que nuestros instagramers se saquen esas fotos que los han hecho famosos, aunque sea por una idiotez de tal calibre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario