El estudio de Ariès sobre a muerte empieza en la Edad Antigua. Según, el hombre percibía a la Naturaleza como hostil. Estaciones locas, desastres naturales, accidentes y demás desgracias naturales acechaban a los humanos. Para defenderse de esta Naturaleza hostil, el hombre crea la Sociedad. La religión, la moral, la ciudad, la economía -Aries entiende por economía la organización del trabajo, la disciplina colectiva y la tecnología- y, en definitiva, la cultura, son la forma de rehusar y canalizar la fuerza destructiva de la Naturaleza.
Pero esta barrera frente a la Naturaleza no es perfecta. Sexo y muerte le recuerdan continuamente al hombre la presencia de una fuerza superior a él que no puede controlar. La sociedad trata de reforzar estos dos puntos débiles. Para ello, contuvo la sexualidad por medio de prohibiciones, y trató de despojar a la muerte de su brutalidad atenuando su carácter individual. Se doma la muerte ritualizándola y convirténdola en un paso más de la vida. En la Edad Antigua se asegura la continuidad de la sociedad gracias a las instituciones y los códigos de moralidad tradicionales. Con la muerte se celebra una ceremonia que tiene como finalidad marcar la continuidad entre el individuo y su comunidad o su estirpe. Cuando moría alguien, había escenas de duelo e inquietud. La comunidad se debilitaba por la pérdida de uno de sus miembros. Se sentía en peligro. También la comunidad se sentía en peligro porque con la muerte el salvajismo de la Naturaleza irrumpía en la sociedad. Se recomponían las fuerzas por medio de una ceremonia. La muerte no es un drama individual, sino una prueba para la comunidad que tenía que mantener la especie. Las fiestas eran una forma de descompresión. Se abrían las ventanas a la muerte durante un tiempo limitado y controlado.
Paralelamente, el fin de la vida no coincide con la muerte física. Hay una sobrevida. En el cristianismo se espera el día del juicio final. Los muertos están a la espera del verdadero fin de la vida, que es la Resurrección y la Gloria. Los muertos viven un sueño que puede ser turbado "a causa de su propia impiedad pasada, de las torpezas o de las perfidias de los supervivientes, de leyes obscuras de la naturaleza. Entonces esos muertos no duermen, vagan y vuelven. Los vivos toleran bien la familiaridad de los muertos en las iglesias, en las plazas y los mercados, pero a condición de que reposen. No obstante, no se puede prohibir esas vueltas. Entonces hay que regularlas, canalizarlas. Por eso la sociedad les permite volver sólo en ciertos días previstos por la costumbre, como el carnaval, teniendo cuidado de controlar su paso y de conjurar los efectos. Los muertos pertenecen al flujo de la naturaleza rechazado y canalizado a la vez: el cristianismo latina de la primera Edad Media debilitó el riesgo antiguo de su retorno instalándolos en medio de los vivos, en el centro de la vida pública. Las larvas grises del paganismo se volvieron los yacentes reposantes cuyo sueño tenía pocas posibilidades de ser turbado gracias a la protección de la iglesia y de los santos, y más tarde, gracias a las misas y plegarias dichas a su intención".
A mediados de la Edad Media Cristiana hay un cambio. El nuevo modelo es de la muerte de uno mismo, la muerte como fin y resumen de una vida individual. La antigua continuidad fue reemplazada por una suma de discontinuidades. El sentido de la identidad individual prevaleció sobre la sumisión al destino colectivo. La biografía debía detenerse con la muerte. Pero las élites trataron de ir más allá. "El instrumento esencial de su empresa, que les permitió asegurar la continuidad entre el más acá y el más allá, fue el testamento. Sirvió a la vez para salvar el amor de la tierra y para invertir en el cielo, gracias a la transición de una buena muerte.". Fue una época de amor a la vida.
Esta nueva concepción derivó en la dualidad-cuerpo alma.
Antes el hombre se consideraba como un todo. Ahora, con la muerte de uno mismo, se impone la dualidad cuerpo-alma. Una parte cuerpo gozador o sufriente, y otro alma inmortal que la muerte libera. El alma sobrevive al cuerpo tras la muerte. El cuerpo, entonces, no es nada más que polvo. La idea de un alma inmortal, sede del individuo, ya cultivada desde hace mucho tiempo en el mundo de los clérigos, se extendió cada vez más, entre los siglos XI y XV, ganó finalmente casi todas las mentalidades.
El goce por la vida y el deseo de afirmar la identidad individual le dan un nuevo significado a la hora de la muerte. Este goce y deseo podrían haber dado en una muerte desesperada y salvaje. Pero no fue nada de eso. "La muerte no ha sido abandonada a la naturaleza de donde los Antiguos la habían retirado para domarla; por el contrario, fue disimulada más todavía, porque a los ritos nuevos" -la procesión eclesiástica o séquito, los servicios en la iglesia de cuerpo presente- "se añadió un hecho que puede parecer despreciable pero cuyo sentido es importante: el rostro del cadáver que estaba expuesto a las miradas de la comunidad, y que persistió durante mucho tiempo en los países mediterráneos, y todavía persiste en la actualidad en las culturas bizantinas, fue tapado y encerrado bajo las máscaras sucesivas del sudario cosido del ataúd y del catafalco o «representación». La envoltura del muerto se convirtió, por lo menos a partir del siglo XIV, en un monumento de teatro como los que se levantaban para el decorado de los Misterios o de las Grandes Entradas". En el cadáver, ese cadáver que nos recordaba que abandonamos la vida, podía entrar el miedo a la muerte. Pero ocultado el cadáver, la antigua familiaridad con la muerte quedó reconstituida.
Pero esto solo afecta a las élites y no se impone hasta el siglo XVI, y dura en las costumbres populares hasta el siglo XVIII. Comenzó a agrietarse en el momento de las grandes reformas religiosas, católicas y protestantes, de las grandes depuraciones del sentimiento, de la razón, de la moralidad. Con la razón, la ciencia, la fé en el progreso, la técnica se triunfa sobre la naturaleza. Se diría que, en su esfuerzo por conquistar la naturaleza y el entorno, la sociedad de los hombres abandonó sus viejas defensas alrededor del sexo y de la muerte; y la naturaleza. “Este individualismo ante este mundo y el más allá parece apartar al hombre de la resignación confiante o fatigada de las edades inmemoriales”, escribe Ariès. A partir de allí, la muerte se vuelve salvaje, indomable; y es entonces cuando aparece “la muerte ajena” o “muerte del otro”: esa separación se juzga insoportable.
En el siglo XIX las cosas cambian ostensiblemente. Triunfan las técnicas de la industria, de la agricultura, de la naturaleza y de la vida, nacidas del pensamiento científico del período anterior. La afectividad antaño difusa, se ha concentrado a partir de entonces en algunos raros seres cuya separación ya no es soportada y desencadena una crisis dramática: la muerte del otro. Es una revolución del sentimiento. La familia ha substituido a la vez a la comunidad tradicional y al individuo de finales de la Edad Media y del principio de los Tiempos modernos. En esto precisamente se opone la privacy tanto al individualismo como al sentido comunitario y expresa un modo de relación muy particular y original. Ahora el miedo es que se muera el ser amado. Las ceremonias fueron desritualizadas y reinventadas como la pena que sienten los supervivientes por la muerte de un ser querido. Pero lo que duele es la separación del ser querido, no el hecho de morir.
La muerte ha cesado de ser triste entonces. Es exaltada como un momento deseable. "Es la belleza. La naturaleza salvaje ha penetrado en el torreón de la cultura, donde ha encontrado a la naturaleza humanizada y se ha fundido con ella en el compromiso de la belleza. La muerte no es ya familiar y domada como en las sociedades tradicionales, pero tampoco es absolutamente salvaje. Se ha vuelto patética y bella, bella como la naturaleza, como la inmensidad de la naturaleza, el mar o la landa".
Gracias a la belleza de la muerte, es el momento de comunión más íntima con el ser querido. El momento de la partida es el más intenso.
Pero la muerte no puede ser bella si está asociada al mal como sucedía en épocas anteriores. Ya no se cree en el infierno ni en el vínculo entre la muerte y el pecado. Es impensable que los seres queridos vayan al infierno. Todo lo más al Purgatorio. No hay temor a la muerte. Es más, fascina. El Cielo también ha cambiado. El cielo es un lugar de reencuentros con los seres queridos.
Hoy en día. El modelo de muerte sigue basado en la privacy, pero vuelto más riguroso, más exigente. Es una prolongación de la afectividad del siglo XIX.
Le ocultamos al muerto como si fuese un niño que se está muriendo; y el moribundo, cuando adivina el juego piadoso, responde a él mediante la complicidad para no decepcionar la solicitud del otro. Las relaciones alrededor del moribundo estaban determinadas desde entonces por el respeto a esta mentira de amor.
La muerte se vuelve sucia, y luego es medicalizada. Pasa al dominio de los médicos. Volvió el horror sin la fascinación, bajo la forma repugnante de la enfermedad grave y los cuidados que exigía.
"¿Pero cómo explicar la dimisión de la comunidad? Mucho más, ¿cómo ha llegado esa comunidad a invertir su papel y a prohibir el luto que ella tenía por misión hacer respetar hasta el siglo xx? Es que esa comunidad se sentía cada vez menos implicada en la muerte de uno de sus miembros. Ante todo, porque pensaba que ya no era necesario defenderse contra una naturaleza salvaje abolida a partir de entonces, humanizada de una vez por todas por el progreso de las técnicas, médicas en particular.". Esto provoca que sintamos vergüenza ante la muerte y que hagamos como si no existiese. El progreso general de la ciencia, de la moralidad y de la organización conduciría muy suavemente a la felicidad. Pero la muerte sigue existiendo. Todo empezó por la repugnancia: antes de que hayan pensado en el poder de abolir el mal físico, comenzaron a no tolerar su vista, sus estertores, sus olores.
"El progreso general de la ciencia, de la moralidad y de la organización conduciría muy suavemente a la felicidad. Pero entonces, si ya no había mal, ¿qué hacer con la muerte? A esta cuestión la sociedad propone hoy dos respuestas: una común, otra aristocrática.
"La primera es una sólida confesión de impotencia: no admitir la existencia de un escándalo que no ha podido impedirse, hacer como si no existiera, y por consiguiente, forzar despiadadamente el entorno de los muertos a callarse. De este modo sobre la muerte se ha extendido un pesado silencio. Cuando se rompe, como a veces ocurre en América del Norte, hoy, es para reducir la muerte a la insignificancia de un acontecimiento cualquiera del que se finge hablar con indiferencia"
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"Sin embargo, esta actitud no ha aniquilado a la muerte, ni el miedo a la muerte. Al contrario, ha dejado volver sinuosamente los antiguos salvajismos, bajo la máscara de la técnica médica. La muerte en el hospital, erizada de tubos, está a punto de convertirse hoy día en una imagen popular, más terrorífica que el transido o el esqueleto de las retóricas macabras.".