Hay pocas cosas más importantes para la existencia humana que la comida -quizá dormir-. No estoy hablando de regalarse el paladar en un restaurante más o menos finolis, sino de la necesidad básica de alimentarse. Sin comida nos morimos, y eso algo instintivo que sabemos desde el nacimiento.
Esto nos puede parecer una chorrada, pero durante el 99% de la historia de la humanidad la actividad principal de nuestra especie fue conseguir comida. Hoy en día basta con acercarse al supermercado de la esquina y gastarse unos cuantos euros, pero hasta hace nada los seres humanos pasábamos hambre y con frecuencia nos moríamos por esta causa -en gran parte del planeta aún sigue siendo así-. Comer juntos, compartir la comida, supone controlar nuestro instinto de supervivencia. Renunciamos a nuestra comida en favor de otros miembros de un grupo con los que hemos establecido lazos afectivos en un gesto supremo de amor. Quizá hoy en día en occidente las circunstancias no sean tan extremas, pero esto no quita que después de millones de años esta relación con la comida ha quedado grabada en nuestra idiosincrasia.
Paralelamente, uno de los vínculos que establece el recién nacido es con su madre precisamente porque esta es la que le da de comer.
De todo esto se desprende que las comidas familiares son mucho más que ingesta de calorías. Son el símbolo de un grupo humano cerrado, cohesionado por los lazos afectivos.
Cuando con cara de hastío le digo a mi madre que estoy agobiado y que me quiero levantar para irme con mis amigos, le estoy diciendo que no pertenezco -o que pertenezco disgusto- a ese grupo humano que ella llama su familia. Y a nadie le gusta sentirse rechazado.
Esta situación se da con mucha frecuencia durante la adolescencia de los hijos. En la infancia los seres humanos construimos nuestra identidad en función de nuestros padres. Ellos son nuestros referentes. Nos identificamos con ellos y los admiramos. Pero realmente no tenemos identidad propia. Encontrarla pasa por ese período que llamamos adolescencia y que consiste en negar absolutamente todo lo que configuró nuestra personalidad de la infancia. Los padres dejan de ser los referentes y se convierten en unos pesados que no saben nada. Por eso al adolescente que niega sus padres le cuesta tanto permanecer sentado en la mesa. Se levanta negando el vínculo familiar para ir en busca de sus amigos, el grupo de iguales que constituye el primer paso para la creación de la identidad individual.
Años después, cuando ese adolescente se haya convertido en adulto, volverá a los viejos lazos familiares, y hasta encontrará cierto placer en ir a comer a casa de sus padres los domingos. Y sus padres, que están mayores y tienen que acostumbrarse a síndrome del nido vacío, convierten esta comida semanal en toda una reivindicación de la familia.
Así que ya lo sabéis. No sólo porque a los adolescentes les quema el culo en la mesa, sino también por qué vuestra madre, en cuanto cruzáis la puerta, trata de atiborrarlos con todo tipo de viandas.
P.D. Este mismo proceso simbólico es el que se da, por ejemplo, en las comidas de negocios. Dos personas que cierran un negocio alrededor de una mesa, están reforzando simbólicamente su nuevo pacto compartiendo la comida.