os y al agua, y estos tienen un componente lúdico, de fiesta social. Las personas se relacionan en los baños, que son un espacio público que se acerca a la ilegalidad. Son espacios de frontera. Al tiempo que las personas juegan con sus cuerpos allí, los cuerpos tienen un cde las componente peligroso.
A partir de finales del S. XV cambia la percepción de la enfermedad y el contagio como consecuencia de las oleadas de peste. Desde un punto de vista médico, se cree que el contagio se produce a través de la piel. Esta tiene orificios por los que se cuela la enfermedad. Por eso, cuando hay un brote de peste, hay que aislarlo. El agua y los baños pierden ese componente lúdico para considerarse algo peligroso para la salud. El agua y los baños de vapor reblandecen la piel y favorecen, por tanto, la enfermedad. La piel tiene que ser lo más dura y aislante posible. El aseo con se valora negativamente como favorecedor del contagio.
En el siglo XVI se da un desplazamiento de la idea de limpio/limpieza: la limpieza es de la ropa, no del cuerpo. Lo que hoy entendemos como limpieza del cuerpo no solo se consideraba sino, sino hasta se creía nociva.
Al principio, la limpieza era de la ropa exterior, que es la que se ve, pero, poco a poco, la limpieza se centra en la ropa interior, que es la que está en contacto con el cuerpo. Conciben los sudores y humores como sustancias propias de la enfermedad que expulsa el cuerpo. La ropa interior los absorbe. No hay concepto de cuerpo sucio.
La ropa lava sin utilización de agua.
En el siglo XVI surge la figura del cortesano. La limpieza de la ropa interior se convierte en un signo de distinción.
De la ropa interior limpia, se pasa al arte del disimulo y el
enmascaramiento. Así entra como costumbre el uso del perfume, que
protege de los contagios, que purifica porque
disimula.
Mediados siglo XVIII el baño y el agua entran lentamente. Antes el arte
del disimulo y el fingimiento por medio del perfume, los polvos y la
moda.
La calidad del atuendo define en parte lo que es limpio. De este modo, los pobres se quedan fuera de la limpieza.
En el siglo XVII la limpieza se confunde definitivamente con la distinción. Como la moda, la limpieza está dirigida por las normas de urbanidad.
En el siglo XVIII e pasa del disimulo a la salud. El baño frío es bueno para la salud porque endurece los órganos y los músculos. De ahí se pasa al ascestismo como virtud. Hay un cambio de paradigma. Ahora todo lo que es disimulo y moda está mal visto. Es molicie. Frente a la molicie, la virtud de la austeridad. Esto irrumpe con la burguesía como nueva clase a finales del siglo XVIII. El baño caliente vicioso y perezoso asociado a la nobleza. La austeridad y el baño frío asociado a la burguesía virtuosa y trabajadora.
La lógica de los flujos y de los choques: el baño es calmante y relajante.
Se va esbozando la idea de un aseo íntimo y con ella lugares privados.
El baño tiene tiene prestigio antes que por la limipieza, porque proporciona salud. El agua lava menos que refuerza.
La antigüedad y el baño frío se ponen como modelo de vigor, frente al lujo y el afeminamiento aristocrático del baño caliente.
...el público implicado está influido directamente por una burguesía ilustrada que explota aquí las referencias de resistencia y robustez. Es la significación social de tales referencias la que permite que se comprenda mejor su representación y que se evalúe hasta donde alcanza. Estas referencias son las que expresan con mayor claridad el nacimiento de una imagen del cuerpo totalmente nueva, son su traducción más sugestiva. El baño es, primero, el indicio, hasta entonces inédito, de la existencia de un código de eficacias corporales. Y eso es lo esencial.
El organismo ya no se concibe como una máquina pasiva. Se cree que se puede actuar sobre él, y el baño frío es un modo de hacerlo.
...El tema del baño frío sólo es la ilustración de un profundo cambio de las imágenes que regulan la aplicación y las fuerzas del cuerpo. El verdadero desplazamiento es, sobre todo, social: aparición de la creencia en una fuerza autónoma, inventada por una burguesía que confía en sus propios recursos físicos, que, sobre todo, confía en vigores totalmente independientes de las filiaciones y de los códigos de la sangre. Esta fuerza existe, en el cuerpo de cada cual, pero hay que solicitarla, confiar en ella, ponerla a trabajar.
Poco a poco, el artificio ha dejado de ser el referente de la limpieza, para serlo la naturaleza. El artificio se asocia el lujo débil de la nobleza. Polvos, pelucas y cosméticos son síntomas y causa de molicie y debilidad. El artificio (cosméticos) atacan la piel y la somete a degradación.
No cabe la menor duda de que semejante crítica ha tenido primero un significado social. Durante mucho tiempo habló con ironía de «los petimetres elegantes y apañados». Sobre ellos, ampliándose, se ha dirigido la carga contra los artificios, contra los atavíos, considerados como demasiado remilgados o envarados. Y a ellos ha apuntado el ataque contra el código de los modales aristocráticos. En definitiva, la oposición entre vigor y delicadeza se va a enfrentar una vez más ante dos temas casi paralelos: sencillez contra afectación, espontaneidad contra disfraz. Las pelucas, las cabezas almidonadas, las materias coloreadas en las mejillas, van perdiendo gracia por exceso de artificio. Los «rizos piramidales» son incómodos al mismo tiempo que estropean el cabello. Con todo ello, la «naturaleza» se va extraviando hasta degenerar. Signos todos «condenables» del lujo, pues parece que no hay más que «debilidad» y «vanidad» en estos «polvos y pomadas odoríferos que la fatuidad tuvo la mala suerte de inventar y que la sensualidad de los ricos emplea en su aseo con profusión tan peligrosa como condenable». Porque también es objeto de crítica social, el cosmético es clara muestra de molicie y de debilidad..
Este rechazo de la apariencia provoca un acercamiento entre higiene y limpieza.
La belleza ya no tiene que ver con los adornos, sino con el propio cuerpo.
El perfume se denosta por artificial:
Tal descalificación no puede sino interferir en ciertas costumbres que se juzgaban hasta entonces purificadoras. Antes, el perfume podía corregir los olores del cuerpo, modificando su materia íntima; combatía directamente el hedor, porque «atacaba» a su sustancia misma. En cierto sentido, incluso lavaba. Su sola aplicación limpiaba y purificaba. Transformaba muy «concretamente» el origen de los malos aires. Ahora bien, «está perdiendo precisamente todo crédito» en la acción contra las atmósferas malsanas y los efluvios apestosos. Es otro costado del aseo que se está perdiendo, e incluso de las prácticas higiénicas. La depuración ya no es el efecto del perfume que ya no actúa sobre la esencia misma del aire y, sobre todo, que no puede llegar al origen de la fetidez: «No hace más que sustituir un olor fétido por un olor agradable; sólo engaña al olfato y no deshace los miasmas pútridos». Lo más que consigue es desempeñar el papel de máscara. La mejor respuesta sigue siendo la supresión de los orígenes malolientes y la renovación del aire ambiente.
En el último tercio del siglo XVIII hay un desplazamiento: la salud se encuentra en el interior. Hay que expulsar las sustancias tóxicas. La limpieza de la piel asegura que podamos excretar. Estar limpio es liberar la piel para facilitar la salida de las presiones interiores. Asimismo, la limpieza ayuda al funcionamiento de los órganos.
La importancia del aire es fundamental en la percepción del mal y la la enfermedad. El hacinamiento y la putrefacción son causas de enfermedad. Por eso hay que evitarlas. Ambas cosas se asocian a los pobres. Se reprueban las prácticas del pueblo (cárceles, mataderos, cementerios...).
Se remodela la ciudad para evitar el amontonamiento y el hacinamiento.
Los médicos prescriben el agua, y así se empiezan a hacer casas y hoteles con agua corriente y aumenta el número de bidés y palanganas.
Un nuevo cambio: El agua que protege:
Surge una nueva definición de higiene, que la vincula con la ciencia y, así, la convierte en una rama del saber médico.
Hay una palabra que a principios del siglo XIX ocupa un lugar inédito: higiene. Los manuales que tratan de la salud van cambiando de título. Hasta entonces estaban todos concentrados en el «mantenimiento» o en la «conservación» de la salud. Ahora no hay más que tratados o manuales de «higiene». Todos definen su terreno por medio de esta denominación, hasta entonces tan poco utilizada. La higiene ya no es el adjetivo que califica la salud (en griego, hygeinos significa: lo que es sano), sino el conjunto de los dispositivos y de los conocimientos que favorecen su mantenimiento. Se trata de una disciplina particular en el seno de la medicina. Es un ámbito de conocimientos y no ya un calificativo físico. Con este título se ha abierto bruscamente todo un campo. Se trata de subrayar sus «vínculos con la fisiología, la química, la historia natural», insistiendo en sus orígenes científicos. Es imposible evocar tal disciplina sin recordar algunas exigencias de rigor o de concebirla sin convertirla en una «rama» específica del saber médico.
El cosmético por excelencia de esta nueva época es el jabón, que ya no es un instrumento de coquetería, sino de salud.
La piel bien limpia respira mejor, lo que provoca que aumente la energía.
La higiene participa en los mecanismos energéticos que tienen lugar en el cuerpo.
El agua ahora defiente, no ataca.
La limpieza del pobre se asocia con la moralidad, que a su vez se asocia con el orden.
Lo que se intenta es cambiar/controlar las costumbres de los pobres por medio de sus cuerpos:
No se propone esta mecánica de los tiempos futuros solamente como instrumento de salud, sino también como instrumento de moral: una limpieza que avanza paso a paso hasta meterse en las costumbres íntimas de los más humildes. Una limpieza conquistadora en la que, lenta y confusamente, llegan a codearse orden y virtud. Hasta la progresión es ejemplar: de la calle a la vivienda y de ésta a la persona: «Como la limpieza llama a la limpieza, la del alojamiento exige la del vestido y ésta la del cuerpo y ésta, finalmente, la de las costumbres». No se trata, como en el siglo XVIII, de evocar sólo los vigores, sino también de evocar los recursos insospechados del orden. La ética de las «purezas»: «La suciedad no es más que la librea del vicio». Y el público implicado en todo ello no es la burguesía, sino evidentemente el pueblo pobre de las ciudades, el que las ciudades de principios del siglo XIX arroja a alojamientos amueblados, abarrotados, y hasta a sótanos oscuros...
En el siglo XIX se trazan vínculos: la suciedad desemboca en vicio.
La suciedad como resultado de la pobreza: se culpa a pobres y campesinos.
La ciudad se centra totalmente en regenerarse desde el punto de vista de la higiene. Se toman medidas para corregir las suciedades de los indigentes: se construyen baños y lavadores públicos y baratos.
Esto se mezcla con un argumento biológico: la suciedad y la consiguiente enfermedad puede empobrecer la raza.
A finales del S. XIX los microorganismos amenazan. Esto supone que hay que lavarse para que no penetren, sobre todo a través de la nariz y la boca -las manos, que entran en contacto con todo, son el vehículo-. La limpieza cambia de definición: ahora es actuar y apartar agentes invisibles como los gérmenes, bacterias y microorganismos.
Oxigenando se lucha contra la bacteria.
También acumulando calorías -el fuego que calienta-. Tonificando el cuerpo los músculos trabajan, la sangre circula y la piel transpira.
Hay que evitar toda causa de debilitamiento, y la suciedad lo hace.
El cuerpo es una máquina, hay que tenerlo en buen funcionamiento y limpio.
A finales del S. XIX las casas empiezan a tener cuartos de baño para el aseo porque la higiene pasa al dominio de la intimidad.
La limpieza empieza siendo una práctica burguesa que se va extendiendo. A los pobres se les obliga.
El chorro y lavarse de pie, en lugar de en un baño, se importa de los cuarteles y la cárcel.
El modelo de hoy en día es el de los fisiólogos. El baño y la higiene son unos cuidades interiorizados que se practica a uno mismo. El narcisismo, el placer y el hedonimo sustituyen a las explicaciones higiénicas.
El espacio íntimo se ha ido hundiendo hasta el vértigo, influido por la publicidad que impone la necesidad de «ponerse en forma», por los sueños consumistas, por la preocupación que exige un mayor bienestar. Cuidados cada vez más interiorizados que uno se prodiga a sí mismo y al mismo tiempo, cada vez más explícitos, lejos en cualquier caso del solo utilitarismo higiénico. Promoción de prácticas narcisísticas en las que el cuarto de baño permite secretas relajaciones. «Placer» que también se enuncia. Multiplicación de productos y objetos que codifican este «mejor-estar» para mantener sutiles mezclas entre ilusión y realidad. El baño esta atravesado por la compleja alquimia de los publicitarios. Es su objeto, y sufre sus modas y sus imágenes. La insistencia en los valores personalizados, la afirmación de un hedonismo a menudo hecho de encargo, han ido tomando el relevo de las laboriosas explicaciones higiénicas. Esta limpieza de hoy necesitaría, para comprenderla mejor, una atenta mirada dirigida hacia el individualismo contemporáneo y a los fenómenos de consumo. Es una limpieza que se evade, en cualquier caso, de los fundamentos aquí descritos, hasta mofarse de ellos en alguna ocasión.
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