Mi respuesta era de una pedantería indecente, pero el director es buena persona y estaba realmente preocupado por el estado emocional del alumnado de primero de bachillerato.
-¿Tú no crees que la vida tenga sentido si no existe Dios? -me preguntó.
- Hablábamos de la concepción medieval de la vida y de la muerte, no de lo que yo opino.
-Pero estas pobres están desoladas-. El director hizo un gesto cariñoso con la mano para señalar a las tres alumnas-. ¿Realmente crees que la vida carece de sentido sin Dios? Yo creo que uno puede encontrar el sentido de la vida en muchas cosas: realizándose en el trabajo, creando una familia...
Las tres chicas nos observaban con muchísima curiosidad, casi bebiendo nuestras palabras. Eran chicas de dieciséis años, influenciables y, repito, con muchas inquietudes.
- No creo que importe mucho lo que yo opino -repuse.
- ¿Crees que la vida no tiene sentido? -insistió una de las alumnas.
La miré un instante en silencio. Ella tenía los ojos muy abiertos y sujetaba su libreta contra el pecho con los brazos cruzados, como si temiese y desease al mismo tiempo mi perniciosa influencia.
-De verdad que lo que yo opine carece de importancia.
Ella cogió aire llenándose de valor.
-Ya, pero ¿qué piensas?
La chica me era muy simpática. Mentirle sería una bajeza. Y era inteligente, por lo que responder con una generalidad hubiese sido un insulto.
-Yo creo que la muerte es absurda. No tiene sentido. No entiendo por qué tiene que ser así. Exista o no exista Dios, es algo tan insensato que hace inadmisible todo lo que viene antes.
El director se vio en la obligación de intervenir.
-Pero se puede encontrar la felicidad en las cosas pequeñas...
Yo ya estaba lanzado a una vorágine de verborrea sentenciosa.
Negué la mayor.
-Es que yo no puedo admitir que el sentido de la vida sea la felicidad. La felicidad me parece como darle una chuchería a un niño para que deje de molestar. La única razón para el hedonismo es acallar esa voz interior que repite una y otra vez por qué.
-Joder -dijo otra alumna.
Se hizo otro instante de silencio. Me había pasado, no de pesimista, sino de pedante. No sabía si la verdad de mis palabras estaba en su significado o solo en el modo en que sonaban. La adolescencia, por su falta de experiencia, tiende a dejarse seducir más por los fuegos de artificio que por la verdad. Y utilizar eso en beneficio de mi propia vanidad era una auténtica vileza.
-Lo lamento -dije.
-No, no -dijo la tercera alumna, que no había hablado hasta el momento-. Si mola que en clase nos hagas pensar.
Esto sí que fue un chute de vanidad. Interminables horas de humillaciones en la FP Básica y de pasar mis días enseñando bobadas de sintaxis cobraban sentido solo por esa frase.
-Gracias -dije; y me marché escaleras abajo con una estúpida sonrisa de autoestima alagada.
A mis espaldas poco a poco se perdían las palabras del director, que trataba de convencer a las alumnas de que la vida merece la pena ser vivida.
Triunfo de la muerte. Pieter Bruegel el Viejo. Esta pintura me tiene absolutamente fascinado. |
En el despacho del departamento me encontré con Miguel y Gabriel, dos compañeros, que charlaban de cine. Me senté con ellos y pasé veinte minutos muy agradables, hablando de películas, relacionándolas con novelas y con ensayos de sociología que habíamos leído. Luego eché un par de horas con los alumnos de segundo de la ESO. A estos no les hablé de la muerte ni de Tarkovski, pero hice muchos chistes y nos reímos un montón.
Cuando llegué a casa a mediodía, estaba tan satisfecho de mí mismo que me costaba no levitar. Era un tipo inteligente, todo un intelectual. Y además gracioso.
Eran las ocho menos cuarto de la tarde cuando crucé la puerta de cristal QproGym. Me puse la ropa deportiva y entré en la sala de musculación. Cogí la hoja con mi rutina de trabajo del mueble archivador. Esa semana empezaba una rutina nueva, así que los dibujos con los nombres en inglés debajo apenas significaban nada para mí. Me subí en la biciestática. Pedaleé diez minutos hasta que empecé a sudar. A mi alrededor, varios jóvenes levantaban pesos increíbles en las máquinas multifunción. En este sentido, habría que señalar que QproGym tiene unas franjas de edad muy marcadas. No están escritas en ningún sitio, pero supongo que los propios quehaceres diarios de cada edad llevan a los usuarios a agrupar los horarios por años. A primera hora de la mañana, muy temprano, acuden los jubilados, que caminan en la cinta o pedalean lentamente y hacen suaves ejercicios de movilidad. Por su parte, el público de media mañana es ligeramente más heterogéneo: una combinación de amas de casa, deportistas de élite y veinteñeros y treintañeros que preparan las oposiciones a bombero o policía. A eso de las seis de la tarde hay poca gente, en su mayoría adolescentes o jóvenes que vienen a QproGym influenciados por la ideología del cuerpo bello. Y a última hora, a partir de las siete y media o así, cuando terminan las jornadas laborales, llegan los cuerpos más trabajados, los tríceps más desarrollados y los cuádriceps que apenas si caben en las perneras de los pantalones. Es cierto que de vez en cuando uno puede encontrarse a un anciano haciendo suaves movimientos de hombro a las ocho de la tarde y a un culturista de músculos hipertrofiados a las once de la mañana, pero no es lo normal. La tendencia general es a que el público mantenga los horarios divididos por franjas de edad.
Es una foto extraída de Google, pero perfectamente podría ser la estampa que nos encontraríamos en Qpro si fuésemos a primera hora de la mañana. |
Me bajé de la bicicleta y me encaminé hacia X, el monitor que, apoyado en la pared, observaba de brazos cruzados la sala de musculación como un general el campo de batalla. Cuando llegué a su altura, levanté ligeramente la hoja de la rutina mensual para llamar su atención. Ni se inmutó, como si yo fuese un edecán que le trae pequeñas miserias de intendencia. Siguió contemplando la sala que se extendía ante él como Napoleón debió contemplar los altos de Pratzen. Carraspeé. Nada. Volví a carraspear. Ni puto caso.
-Perdona X -dije al fin-. Tengo que hacer Hip Thrust y no sé qué es.
Se volvió lentamente. No me miró. Solo lanzó una rápida ojeada a la hoja con la rutina y me señaló un banco.
-Coge una pesa de veinte kilos –dijo.
Obedecí y me reuní con él en el banco de trabajo-. Siéntate en el suelo y pon la pesa en la parte baja del abdomen.
Volví a obedecer y X me indicó que el ejercicio consistía en apoyar la parte alta de la espalda en el banco y subir la cadera hasta que mis rodillas quedasen en un ángulo de noventa grados y bajar de nuevo, todo con la pesa de veinte kilos en la parte baja del abdomen. Lo hizo con una desgana increíble. No solo no me dirigió una sola mirada en los dos minutos que duró la explicación, sino que hasta no disimuló lo más mínimo la molestia que yo suponía. Se marchó sin esperar a ver si realizaba correctamente el movimiento. Lo mismo sucedió con el siguiente ejercicio -press en banco con mancuernas, y con los de core, que iban después.
-Mira -me dijo al fin-. Te los explico todos y ya los vas haciendo tú.
Yo me quedé un poco cortado. Era increíble lo mucho que me despreciaba aquel sujeto. Yo no entendía muy bien por qué ya que no le había hecho nada. De hecho, no sólo no le había hecho nada, sino que le pagaba cincuenta euros mensuales. Asistí a la explicación tomando nota mental de todo, no fuese a ser que me olvidase de algo y tuviese que molestar al general ante su imperio.
Hice el press en banco con mancuernas lo mejor que pude y me volví a la bicicleta estática. Desde de mi posición en una esquina de la sala, continué espiando a los demás. Un chico hacía cambios de ritmo en la bici elíptica a una velocidad alucinante. Otros dos que compartían un banco hacían press con mancuernas, pero mucho más grandes que las que había usado yo. Una chica emitió un gemido. Me llamó mucho la atención, porque el tono perfectamente podía haber sido interpretado en clave sexual. Frente al espejo, la chica hacía sentadillas con una barra muy larga y varios discos muy gordos a cada lado. Se había puesto una faja de cuero, imagino que para no dañarse la espalda. Bajó una última vez y subió con los cuádriceps temblándole como el capó de un coche viejo de gasolina. La barra hizo un estruendo metálico al caer sobre una especie de ganchos que había en unas barras laterales. La pesa quedó allí apoyada y la chica dio unos pasos en círculos respirando agitadamente. En su esquina, X la miraba y asentía con la cabeza.
-Sí señor, sí señor -dijo lo suficientemente alto para que la chica lo oyese. Ella, que todavía respiraba agitadamente y difícilmente hubiese podido hablar, levantó el brazo con el puño cerrado y el pulgar hacia arriba en dirección a X-. Muy buena-. Dijo él.
Este era el ejercicio que estaba haciendo la chica. No es ella, pero la estampa era más o menos así. |
Acabé mis diez minutos de ejercicio cardiovascular y volví al espacio de musculación propiamente dicho. Kettlebell front squat rezaba la hoja con la rutina. Si no recordaba mal la explicación de X, era el mismo ejercicio que acababa de ver hacer, pero con una pequeña pesa rusa. Nada de los imponentes discos supergruesos en los extremos de una barra de metal. Cogí una pesa de cinco kilos. Hice mis quince repeticiones. A mi lado, los dos chicos seguían turnándose en el banco para hacer press con mancuernas gigantes. Hice un comentario trivial para entablar conversación. Me contestaron con un monosílabo y siguieron a lo suyo. A mí me apetecía hablar con alguien, así que insistí, pero con idéntico resultado. Entonces hice un chistecillo. Era una variante de uno que había hecho por la mañana con segundo de la ESO y que había funcionado muy bien. Me ignoraron. Acabé las dos series de kettlebell front squat lo mejor que pude y me fui al otro extremo de la sala para hacer curl de bíceps. Allí también intenté entablar conversación con la gente, haciendo comentarios que a mí me parecían ingeniosos y que en otras situaciones me habían funcionado, pero que aquí fueron acogidos con indiferencia. O no los entendían, o no les interesaban.
Llegué a casa abatido. Ni siquiera el subidón de endorfinas después del ejercicio físico conseguía mitigar mi malestar. ¿Por qué les caía tan mal? ¿qué les había hecho yo a aquellos desconocidos para que mostrasen tan poco interés por mí? Cené y me tomé tres cervezas mientras veía una serie con Ana antes de dormir.
Con el tiempo mi vanidad herida dejó paso a la curiosidad antropológica. ¿A qué se debía aquel desprecio? ¿Por qué me llevo bien con mis compañeros de trabajo, mis alumnos me escuchan con atención, mi mujer me quiere y, sin embargo, los usuarios del gimnasio de última hora no sienten el más mínimo interés por mí? Lo lógico es pensar que a mi mujer, mis compañeros y a las alumnas de primero de bachillerato les caigo bien y a los forzudos de gimnasio no. ¿Pero por qué es así, si ni siquiera me conocen? Además, eran diez o doce personas. Estadísticamente es casi imposible caerle tan mal a tanta gente sin hacer apenas nada.
Las personas, al relacionarnos en sociedad, desempeñamos diferentes roles. En casa, con Ana, ejerzo el rol de marido; en el instituto, con mis alumnos, el de profesor; y con mis colegas el de compañero de trabajo. Y así con todas y cada una de las personas con las que interactúo en el día a día. Cada rol tiene asociado unos comportamientos. Difícilmente puedo actuar con las tres alumnas que tan preocupadas estaban por el sentido de la vida como lo hago con mi mujer sin ser inmediatamente denunciado por acoso y dar con mis huesos en la cárcel. Y al contrario. Si, por un casual, se me diese por tratar a Ana como a uno de mis compañeros de trabajo, mi matrimonio no duraría más que unos meses. Esta es la teoría clásica del rol social -bastante simplificada-. Si completamos esta teoría del rol social con la de los capitales, creo que tengo la explicación de por qué X y los forzudos de gimnasio me desprecian. Los roles sociales generan contextos y en cada contexto se valora un capital. Con mis alumnos y mis compañeros el capital cultural es muy valorado. De ahí que mis comentarios pseudointelectuales tengan tan buena acogida. Por el contario, el capital social, entre funcionarios y alumnos, no se valora demasiado. Por no hablar del capital erótico. El gimnasio a las ocho de la tarde es exactamente lo contrario. En ese contexto de cincelado del cuerpo, poco importa que yo haya leído a Kierkegaard o que tenga un doctorado en Teoría de la Literatura. Lo que se cotiza en el gimnasio a las ocho de la tarde es el capital erótico. La belleza física y, sobre todo, el tono muscular valen cien veces más que cualquier análisis del cine de Tarkovski. Mi error fue que, tratando de caer simpático, había echado mano de mi capital cultural. Un error burdo de intelectualoide convencido de que es genial solo por oírse hablar. En consecuencia, decidí que, hasta que no tuviese un cuerpo cincelado en bronce, solo iría a primera hora de la mañana, cuando solo hay jubilados que van allí a echar la mañana y el monitor Juan, que es muy simpático y parlanchín.
NOTAS:
1. BOURDIEU, P. (2001), Poder, derecho y relaciones sociales, Bilbao, Editorial Descleé De Brouwer.
2. HAKIM, C. (2012), Capital erótico. El poder de fascinar a los demás. Barcelona, Debate.
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