lunes, 24 de febrero de 2020

Mircea Eliade: Tratado de historia de las religiones



Mircea Eliade. Tratado de historia de las religiones ...
   Parte del concepto de hierofanías, que son actos en los que se manifiesta lo sagrado. Tienen un sentido amplio, que abarca tabúes, mitos, rituales, etc y, en general, Según la wikipedia, Eliade emplea este término para referirse a una toma de consciencia de la existencia de lo sagrado, cuando éste se manifiesta a través de los objetos de nuestro cosmos habitual como algo completamente opuesto al mundo profano.

   Las hierofanías son paradójicas, ya que lo sagrado se manifiesta en un objeto o un acto profano. Tienen, por tanto, una doble naturaleza. 



   Hierofanía Celeste, Uraniana. 


   En todas las culturas hay hierofanías relativas al cielo. 


   El cielo siempre simboliza el poder, lo inmutable, lo infinito y lo trascendente. 

   Las deidades celestes se identifican con los creadores del universo:  
  
   Sobre lo que no caben dudas es sobre la casi universalidad de las creen­cias en un ser divino celeste, creador del universo y que garantiza la fecundidad de la tierra (gracias a la lluvia que derrama). Esos seres están dotados de una presciencia Y una sabiduría infinitas; fueron ellos quienes, durante su breve estancia en la tierra, instauraron las leyes morales y muchas veces los rituales del clan; velan por el cumpli­miento de las leyes y el rayo aniquila a quien las infringe.



   Los dioses celestes son muy poderosos porque se identifica el cielo que está en lo alto con el poder. Entre poder y altura se da una transfusión de significado. 

   Las hierofanías celestes se identifican con lo trascendente porque el cielo es inaccesible.

   Los seres celestes todopoderosos no conforman el primer orden de las deidades en los pueblos primitivos. Dado que son pasivas e inaccesibles, se suelen sustituir por dioses más dinámicos y accesibles, como dioses de la fecundidad, grandes diosas, etc... Es decir, las divinidades celestes se especializan y hacen accesibles en diosas de la fecundidad. De dioses omnipotentes ociosos, pasamos a toros fertilizantes, diosas de la luna, la lluvia entendida como semen fertilizante, el rayo fecundador, la Gran Madre, el caballo, etc... 

    Asimismo, encontramos manifestaciones de la hierofanía celeste en los cultos ctónico-lunares y de la fertilidad y en los mitos de divinidades que mueren y resucitan y los mitos de ascensión. 

   El cielo es justiciero, de ahí que los juramentos se hagan en su nombre o lo tengan por testigo.

   El dios uraniano no interfiere directamente en cuestiones políticas humanas. Cuando lo hace, delega en un hombre rey que es su representante. 

    Símbolos en los que se manifiesta la hierofanía uraniana: tormenta, montaña, cielo, rayo, fecundidad, toro, lo bovino...


  
    El cielo en sí mismo, en tanto que bóveda sideral y región atmosférica, es rico en valores mítico-religiosos. Lo «alto», lo «elevado», el espacio infinito son hierofanías de lo «trascendente», de lo sagrado por excelencia. La «vida» atmosférica y meteorológica aparece como un mito sin fin. Y tanto en los seres supremos de los pueblos primitivos como en los grandes dioses de las primeras civilizaciones históricas se perciben relaciones más o menos orgánicas con el cielo, la atmósfera, los acontecimientos meteorológicos, etc. 

    Pero no se pueden reducir los seres supremos a una hierofanía uránica. Son más que una hierofanía; son una «forma» que presupone un modo de ser propio y exclusivo, es decir, irreducible a la vida uránica o a la experiencia humana. Porque esos seres supremos son «creadores», «bue­nos», «eternos» («viejos»), han fundado las instituciones y son los guardianes de las normas, atributos que sólo par­ cialmente se pueden explicar por las hierofanías celestes.

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esas figuras divinas tienden a desaparecer del culto. No desempeñan en ninguna parte un papel preponderante y han sido alejadas y reemplazadas por otras fuerzas religiosas: culto a los antepasados, espíritus y dioses de la naturaleza, demonios de la fecundidad, grandes diosas, etc. Y es de notar que esta sustitución se hace casi siempre en favor de una fuerza religiosa o de una divinidad más concreta, más dinámica, más fértil (por ejemplo, el sol, la gran madre, el dios masculino, etc.). El vencedor es siempre el representante o el distribuidor de la fecundidad, es decir, en última instancia el representante o el distribuidor de la vida.

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    En algunos casos, debidos sin duda a la aparición de la agricultura y de las religiones agrarias, el dios celeste vuelve a adquirir actualidad en tanto que dios de la atmósfera y de la tormenta.

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  En muchos casos, el dios celeste es sustituido por un dios solar. El sol se convierte en distribuidor de la fecundidad sobre al tierra y protector de la vida.

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A veces, se vuelve a valorizar la ubicuidad, la sabiduría y la pasividad del dios celeste, en un sentido metafísico, y el dios se convierte en epifanía de la norma cósmica y de la ley moral (por ejemplo, el Iho maorí); la «persona» divina se desvanece ante la «idea»; la «experiencia religiosa» (que por otra parte es bastante pobre en el caso de casi todos los dioses celestes) deja paso a la comprensión teórica, a la «filosofía».

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Algunos dioses celestes conservan su actualidad religiosa o la refuerzan revelándose al mismo tiempo como dioses soberanos. Son los dioses que han logrado mantener mejor su supremacía dentro del panteón (Zeus Júpiter, T'ien) y los dioses en cuyo nombre se han hecho las revoluciones monoteístas (Yahvé, Abura Mazda).

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Pero -aún en los casos en que la vida religiosa no está ya dominada por los dioses celestes- las regiones siderales, el simbolismo uránico, los mitos y los ritos de ascensión, etc., siguen ocupando un lugar preponderante en la economía de lo sagrado. Lo que está «arriba», lo «elevado», sigue siendo revelación de lo trascendente en todos los conjuntos religiosos. Las «formas» divinas cambian; por el simple hecho de haberse revelado a la conciencia del hombre como tales, es decir, como «formas», tienen «historia» y siguen la línea de su «destino»; pero lo sagrado celeste conserva su «actualidad» en todas partes y en cualquier circunstancia. El cielo, alejado del culto y desplazado en el mito, conserva su valor simbólico. Y este simbolismo celeste nutre y sustenta a su vez un gran número de ritos (de ascensión, de subida, de iniciación, de realeza, etc.), de mitos (el árbol cósmico, la montaña cósmica, la cadena de flechas, etc.) y de leyendas (el vuelo mágico, etc.). El simbolismo del «centro», que desempeña un papel considerable en todas las grandes religiones históricas, está constituido, más o menos explícitamente, por elementos celestes (el «centro» y el eje del mundo, punto de convergencia de las tres regiones cósmicas; las rupturas de nivel y el paso de unas zonas cósmicas a otras tienen siem­pre lugar en un «centro»).

   La luna y la mística lunar:

   La luna, con sus fases, se identifica con la muerte y la resurrección. Esto convierte a la luna y a todos los símbolos asociados a ella en símbolos de fertilidad y vida.  Así son las aguas, la serpiente (que muda de piel y, por tanto, resucita simbólicamente), la vegetación, la mujer, la lluvia, etc...

   Por esta cualidad de desaparecer y volver a aparecer, la luna se asocia a los ritos de iniciación, donde se muere para volver a nacer a una nueva vida. La luna muere y revive. Es, por tanto, un símbolo de la resurrección y del tránsito entre la vida y la muerte.

   Las aguas y el simbolismo acuático:

   El agua es el germen de la vida.

   Principio de lo indiferenciado y de lo virtual, fundamen­to de toda manifestación cósmica, receptáculo de todos los gérmenes, las aguas simbolizan la sustancia primordial de la que todas las formas nacen y a la que todas las formas vuelven por regresión o por cataclismo.

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   El agua, símbolo cosmogónico, receptáculo de todos los gérmenes, se convierte en la sustancia mágica y medicinal por excelencia: cura, rejuvenece, da la vida eterna.
 
   Dado que el agua es vida, la fuentes, ríos, etc... son milagrosos.

   Las aguas están asociadas simbólicamente a la muerte y la resurrección. La inmersión en el agua implica la muerte de la vida pasada y el comienzo de una nueva. El bautismo o el diluvio se pueden interpretar en este sentido. 

    Si el agua es la vida, la muerte se identifica con la falta de agua. La muerte es sequedad y los muertos siempre tienen sed.

   Las piedras sagradas.
 
Son símbolos de inmutabilidad.
 
Las piedras no tienen valor por sí mismas, sino porque están habitadas por espíritus.
 
Las piedras y meteoritos tienen valor porque:
a) son el medio por el que la divinidad ha llegado a la tierra.
b) son el axis mundi, el ombligo del mundo.
c) la divinidad  habita en ellas.
 
    Como están habitadas por espíritus, la piedras tienen vida y, por tanto, son fertilizadoras.

    La agricultura y los cultos de la fertilidad.
   
  Hay una correlación simbólica entre la agricultura, la fecundidad, la mujer y la sexualidad. Por eso muchos ritos de la fecundidad agrícola incluyen a mujeres desnudas, actos sexuales, etc...

    La correlación entre la agricultura y el eterno retorno: el hombre primitivo percibe que todo se repite en la naturaleza, que las cosechas mueren y vuelven a nacer en la siguiente estación. Esto lleva a un sincronismo entre la muerte, la vida y la agricultura. De ahí todos esos rituales en los que se sacrifican o esparcen los restos humanos o animales para asegurarse una buena cosecha.

    Los ritos de la agricultura incluyen orgías y supresión de las normas y convenciones sociales. Esto simboliza el caos del que luego nacerá el orden, para luego volver a morir, nacer de nuevo en el caos y así una y otra vez.

    El espacio sagrado: Templo, palacio, centro del mundo.

    Toda cratofanfa y toda hierofanfa, sin distinción, trans­figuran el lugar en que han acontecido: aquel espacio pro­fano pasa a ser un espacio  sagrado.

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 en esos espacios hierofánicos, tuvieron lugar las revelaciones primordiales;  en  ellos fue iniciado el hombre en la manera de alimentarse, de ase­gurar la continuidad de las reservas alimenticias. Por con­ siguiente, todos los rituales de alimentacion celebrados dentro de los límites del area sagrada, del centro totémico, no son sino imitación y reproducción  de  gestos efectuados  in illo tempore por seres míticos

(...)

De hecho, la noción de espacio sagrado implica la idea de repeticion de la hierofanía primordial que consagró aquel espacio transfigurandolo, singularizándolo; en una palabra: aislándolo del espacio profano circundante.

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el hombre  no  «elige» nunca  el lugar; se limi­ta a «descubrirlo» 

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las murallas  de  la ciudad:  antes que construcciones militates, son defensas mágicas, puesto que preservan, en medio de un espacio  «caótico»,  poblado de demonios y de larvas (cf. infra), un lugar acotado, un espacio organizado,  «cosmificado»,  es  decir,  provisto  de un «centro». 

(...)

Los espacios sagrados por excelencia -altares, santua­rios- se «construyen», ciertamente, con arreglo a las pres­cripciones de los canones tradicionales. Pero esta «cons­trucción» se funda en última instancia en una revelación primordial que, in illo tempore, reveló al hombre el arque­ tipo del espacio sagrado, arquetipo que luego se copió y repitió hasta el infinito en la erección de cada nuevo altar, templo, santuario, etc. 

(...) 

la  erección  del altar  sacrificial  védico es todavía más instructiva. La consagración del espacio se desarrolla conforme a  un  doble  simbolismo.  Por  un lado, la construcción del altar es concebida como  una  creación del mundo ... Por otro lado, la cons­trucción del altar equivale a una integraci6n simbólica del tiempo, a su «materialización en el cuerpo mismo del al­tar».

(...)

Todo nuevo lugar en el que el hombre se establece es, en cierto sentido, una reconstrucción del mundo. Para poder durar, para ser reales, Ia nueva morada o Ia nueva ciudad tienen que ser proyectadas mediante el ritual de la construcción en el «centro del universo». Según muchas tradiciones, la creación del mundo se inició en un centro, y por esta razón la construcción de la ciudad tiene que desarrollarse también alrededor de un centro.

El centro del mundo:

se puede decir que el simbolismo en cuestión se articula en tres conjuntos solidarios y complementarios:
1) en el centro del mundo está la «montaña sagrada», el punto en que se unen el cielo y Ia tierra;
2) todo templo o palacio, y por extension, toda ciudad sagrada y toda residencia real ,son asimilados a una «montaña sagrada» y se convierten así en «centros»;
3) a su vez, el templo o la  ciudad  sagrada, por  ser el lugar por el que pasa el axis mundi, son considerados como el punto de union del cielo, la tierra y el infierno. 

(...)

La cosmogonía es el modelo tipo de todas las construc­ciones. Cada ciudad, cada nueva casa construida, significa imitar una vez más y en cierto  sentido  repetir  la creaci6n del mundo. En efecto, toda ciudad, toda morada se en­cuentra en el  «centro  del  universo»;  por  eso  ha  habido que abolir, para construirla, el espacio  y el  tiempo  profa­nos e instaurar el espacio  y el  tiempo sagrados  

(...)

Son innumerables los mitos y las leyendas en que inter­vienen un árbol cósmico que simboliza el  universo  (sus siete ramas corresponden a los siete cielos ), un árbol o una columna  central que sostiene el mundo, un árbol de la vida  o un árbol milagroso que confiere  la  inmortalidad  a  Ios que comen sus  frutos,  etc. Todos  estos  mitos y leyendas envuelven  la  teoría  del «centro», en el sentido de que en  el  árbol  está  incorporada  la  realidad  absoluta, la fuente de la vida y de la sacralidad, y, por consiguiente el árbol se encuentra en el centro del mundo. Tanto si se  trata de un árbol cósmico como de un árbol de la vida inmortal o del conocimiento del bien y del mal, el camino  que a él lleva es un «camino difícil», sembrado de obstácu­los: el árbol está en regiones inaccesibles y guardado por monstruos. No  puede  llegar  hasta  él  el  primero que se presente, ni puede cualquiera, una vez llegado, salir victorioso del duelo que habrá de  librar  con  el  monstruo que lo guarda. Compete a los «éeroes» vencer todos estos obstáculos y dar muerte al monstruo que defiende los pa­rajes en que se encuentra el árbol o la hierba de inmorta­lidad, las manzanas de oro, el vellocino de oro, etc. 

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laberinto, lo que  es  indudable  es que suponen  la  idea de la defensa de un «centro».

(...)

La función militar del  laberinto  no  era  sino  una  variante de su función esencial de defensa contra el «mal», los es­píritus hostiles y la muerte. 
 
(...)

todos los simbolismos y todas las asi­ milaciones que venimos viendo prueban que el hombre, por distintos que sean cualitativamente el espacio sagrado y el espacio profano, no puede vivir más que en un espacio sagrado de este tipo. Y cuando este espacio no se le revela a través de una hierofanfa, el hombre lo construye aplican­do los cánones cosmológicos y geománticos. Así, pues, a pesar de que el «centro» es concebido como situado en cierto lugar en el que sólo algunos iniciados pueden es­perar entrar, esto no quita para que se crea que todas las casas están edificadas en ese centro mismo de! mundo. Podríamos decir que un grupo de tradiciones refleja el deseo del hombre de encontrarse sin esfuerzo en el «centro del mundo», mientras otro grupo subraya la dificultad y, por consiguiente, el mérito que supone lograr entrar en él.

    El tiempo sagrado y el mito del eterno retorno.

    Por cualquier ritual y, por consiguiente, por cualquier gesto significativo (caza, pesca, etc.) el primitivo se inserta en el «tiempo mítico». Porque «no debe pensarse que la epoca mítica, dzugur, es simplemente un tiempo pasado, sino tambien un presente y un futuro: tanto  un  estado  como un período». Este período es «creador» en el sentido de que fue entonces, in illo tempore, cuando tuvieron lugar la creación y la organización del cosmos, así como la revelación -llevada a cabo por los dioses, los antepasados o los héroes  civilizadores-  de todas las actividades arquetípicas. In illo tempore, en la epoca mítica, todo era posible. 

(...)

«Un  rito es la repeticion de un fragmento del tiempo  origina­rio». Y «el tiempo originario sirve de modelo a todos los tiempos. Lo que ocurrió un día  se repite  sin  cesar. Basta  con conocer el mito para entender la  vida» 

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la historia, vista desde la mentalidad primitiva, coincide con el mito: todo acontecimiento (toda coyuntura que tenga un sentido), por el hecho mismo de haberse dado en el tiempo, representa una ruptura de la duración  pro­fana y una incursion en el gran tiempo. 

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Estas observaciones ayudan en la misma medida a en­tender el mito y a explicar el tiempo mítico hierofánico y mágico-religioso, que es el objeto principal de este capitulo. Estamos ya en condiciones de entender por qué el tiempo sagrado, religioso, no se reproduce siem­pre periódicamente; si hay fiestas (situadas en un tiempo hierofánico) que se repiten periódicamente, hay, en cambio, otras acciones aparentemente profanas -aparentemente nada más- que se presentan también como  «inauguradas» en un illud tempus, pero que pueden tener lugar en cual­quier momento. En cualquier momento se puede salir de caza, de pesca, etc., e imitar así a un héroe mítico, encar­narlo, restaurar de esta manera el tiempo mítico, saliendo­ se de la duración profana, repitiendo eI mito-historia. VoI­viendo a lo que decíamos hace un momento, todo tiempo puede llegar a ser un tiempo sagrado; en todo momento puede ser transmutada la duración en eternidad. Natural­mente, como vamos a ver, la periodicidad del tiempo sa­grado ocupa un lugar considerable en todas las concepciones religiosas de la humanidad; pero que el mismo meca­nisrno de la imitación de un arquetipo  y de la repetición de un  gesto arquetípico  pueda abolir la duración  profana y transfigurarla en tiempo sagrado, y esto independiente­mente de los ritos periódicos, es un hecho cargado de sen­tido; por un lado, prueba que la tendencia a hierofanizar el tiempo es algo esencial, aún independientemente de los sistemas organizados en el cuadro de la vida social, inde­pendientemente de los mecanismos destinados a abolir el tiempo profano (por ejemplo, el  «año viejo»)  y a instaurar  el tiempo sagrado (el nuevo año), sobre las que volveremos en seguida; por otro, recuerda las «réplicas fáciles» que señalabamos en la instauración del espacio sagrado .
 
(...)
 
Las fiestas tienen lugar en un tiempo sagrado, es decir, como M. Mauss hace notar, en la eternidad. Pero ciertas fiestas periódicas -seguramente las más importantes- nos hacen entrever algo más: el deseo de abolir el tiempo pro­fano ya transcurrido e instaurar un «tiempo nuevo». 

   Repetición anual de la cosmogonía:

   Esta significación cosmológica de la orgía carnavalesca del final de año está confirmada por el hecho  de  que  el caos va siempre seguido de una nueva creación del cosmos. Bajo formas más o menos claras, todos estos ceremoniales periódicos son una repetición simbólica de la creación.
 
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  Las  creencias en un tiempo cíclico, en el eterno retorno,  en  la  destruc­ción periódica del universo y de la humanidad  que prece­den a un nuevo universo y a una nueva humanidad «rege­nerada», atestiguan ante todo el deseo y  la  esperanza  de una regeneración periódica del tiempo transcurrido, de la historia.

   Morfología y función de los mitos.

  Haga o no intervenir una hierofanía, el mito cosmogónico, además de tener una importante función como  mo­delo y justificación de todas las acciones humanas, es el arquetipo de todo un conjunto de mitos y de sistemas ri­tuales. Toda idea de renovación, de «retorno», de «restauración», por distintos que sean Ios planos en que se presente, puede ser  reducida  a la noción  de «nacimiento» , y esta, a su vez, a la de «creación cósmica». 

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    El mito, cualquiera que sea su naturaleza, es siempre un precedente y un ejemplo no sólo de las acciones («sagra­das» o «profanas») del hombre, sino además de su propia condición; más aún: es un precedente para  las modalidades de lo real en general. «Debemos  hacer lo que en el comien­zo hicieron los dioses». «Así obraron los dioses, así obran Ios hombres»  

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   Todo mito, cualquiera  que  sea  su  naturaleza,  enuncia un acontecimiento ocurrido in illo tempore, y por  este hecho constituye un precedente ejemplar para todas las ac­ciones y «situaciones» venideras que repitan aquel aconte­cimiento. Todos los rituales,  todas las acciones  con senti­do que el hombre ejecuta repiten  un  arquetipo  mítico; ahora bien, ya dijimos que la repetición Ileva consigo la abolición del tiempo profano y la proyección del hombre en un tiempo mágico-religioso que nada tiene que ver  con   la  duración   propiamente  dicha  y  constituye ese «eterno presente» del tiempo mítico. Lo cual equivale a decir que, conjuntamente con las otras experiencias  mágico-religiosas, el mito reintegra al hombre a una época atem­poral, que en realidad es un illud tempus, es decir, un tiempo auroral, «paradisíaco», allende la historia. Al reali­zar un rito cualquiera, el hombre  trasciende  el  tiempo y el espacio profanos; de la misma manera, al «imitar» un modelo mítico o simplemente al escuchar ritualmente (es decir, tomando parte en ello) el recitado de un mito, el hombre es arrancado del devenir profano y vuelve al gran tiempo.

(...)

El mito puede degradarse en leyenda épica, balada o novela o sobrevivir en formas menores --«supersticiones», costumbres, nostalgias, etc.- sin perder por ello su es­ tructura ni su alcance.