Anthony Giddens encontró en los sistemas expertos una de las características definitorias de nuestra sociedad moderna (1). Simplificando un poco, el conocimiento en las sociedades antiguas era bastante escaso. En las primitivas tribus de homínidos todos los miembros sabían hacer más o menos todo lo que necesitaban para sobrevivir. Los primeros australopitecus ya sabían subirse a los árboles, buscar frutos y brotes comestibles y ponerse a chillar si veían a algún depredador potencial. Pero empezó la epopeya de la evolución y, con ella, el conocimiento creció exponencialmente. Las técnicas de caza mejoraron y se complicaron, las agresiones entre grupos avanzaron hacia las guerras, el número de frutos comestibles aumentó, etc… De la mano de este aumento del conocimiento surgió la especialización del trabajo, porque una sola persona no podía saberlo todo. Unos se especializaron en cazar y otros en recolectar, unas en la crianza de la prole y otros en guerrear. Poco a poco, las sociedades fueron creciendo y con ellas el conocimiento. Las personas se fueron especializando cada vez más en una actividad concreta, cuyos frutos intercambiaban por otras cosas. Así surgieron los campesinos, los gobernantes, los médicos o los profesores.
Hoy en día es impensable que alguien lo sepa todo de todo. Si, por poner un ejemplo, yo fuese caminando por la calle, tropezase y me rompiese una pierna, yo solo no sabría arreglármelas sin más. Por eso, en lugar de arrastrarme hasta mi casa y tratar de emparedarme la pierna con unas tablillas, me acercaría a Urgencias donde médicos y enfermeras me harían radiografías, me darían un diagnóstico exacto, me enyesarían la pierna y me instruirían acerca de qué hacer durante la convalecencia. Lo mismo me sucedería si vuelvo a casa y resulta que tengo una fuga en el calentador de agua. Yo no sé absolutamente nada de fontanería, así que me vería obligado a llamar a un profesional para que solucionase el problema. Evidentemente, esta gente no ayudaa por altruismo o amor a la especie humana, sino que reciben un dinero a cambio. A su vez, este dinero les servirá para poder contratar los servicios de otro profesional cuando necesiten sus servicios y así de uno a otro hasta abarcar prácticamente todo el saber humano.
Giddens definió los sistemas expertos como "sistemas de logros técnicos o de experiencia profesional que organizan grandes áreas del entorno material y social en que vivimos" (2). El sistema experto no es la persona que posee un determinado saber, sino ese saber. Así, en nuestra sociedad tenemos multitud de saberes expertos, como la medicina, la agricultura, la arquitectura, etc… Las personas que poseen ese saber y a través de las cuales accedemos a ellos son los “puntos de acceso”.
A Qpro Gym deberíamos incluirlo dentro de los sistemas expertos del tratamiento del cuerpo adecuado a las normas de nuestra sociedad obsesionada con la salud y la estética. Los puntos de acceso a este sistema experto son los monitores. En este gimnasio hay cuatro: dos mujeres y dos hombres. Ellas ligeramente más jóvenes que ellos. Los cuatro con los cuerpos perfectamente esculpidos de acuerdo con los cánones de belleza actuales. Cuerpos de anuncio publicitario, asépticos, de los que se ha borrado cualquier rastro de humanidad. Pero ya hablaré más adelante de los cuerpos en los gimnasios. Ahora me interesa el gimnasio como sistema experto y sus puntos de acceso.
No son ellos, pero podrían serlo.
Antes de poder moverte libremente por la sala de ejercicio, el nuevo usuario debe tener una entrevista con uno de estos monitores. A mí me tocó X. Nuestra entrevista tuvo lugar en una suerte de despachito con un escritorio que tienen medio escondido a la izquierda del mostrador de recepción. En términos generales, esta primera interacción no difirió mucho de la que uno puede tener en la consulta de un médico, lo cual es perfectamente lógico, porque los hospitales también son sistemas expertos y los médicos sus puntos de acceso. X se sentó a un lado de un escritorio y me invitó a que me sentase enfrente. Luego abrió un cajón y sacó una hoja y un bolígrafo.
- ¿Has hecho deporte alguna vez? -me preguntó sin mirarme.
La pregunta me pareció un poco extraña, habida cuenta que tenía cuarenta años.
- Sí, claro. Cuando era niño jugaba mucho al fútbol y de adolescente andaba en monopatín.
X levantó la mirada de la hoja en la que se suponía que iba a tomar notas. Parecía un poco molesto.
- Me refiero a si has hecho deporte alguna vez de forma profesional.
- ¿Profesional? ¿Como los futbolistas y eso?
- Hay otros deportes de élite diferentes al fútbol -dijo cortante-. Atletismo o ciclismo, por ejemplo.
Ahora fui yo el que se sintió un poco molesto, porque a veces veo el Tour por la televisión y vi algo de los Juegos Olímpicos de Pekín y creo que, si yo hubiese sido una de esas personas que competían allí, no necesitaría ir a un gimnasio. Fuese como fuese, no exterioricé mi enfado y me limité a decir que no, que nunca había recibido retribución alguna por una actividad que requiriese competir en esfuerzo físico. Él tomó nota en la hoja.
Atleta de élite |
A esta pregunta siguieron otras muchas acerca de mi cuerpo en general. Me preguntó por lesiones o enfermedades crónicas, por afecciones cardíacas y cosas así. Yo contesté a todo al punto y él tomó notas en su hoja. Para terminar me dio una fotocopia de ejercicios estándar, exactamente igual que la que le daría a cualquiera que se apuntase a ese gimnasio y me indicó que me esperaría en cinco minutos en la sala de cardio.
Mientras me cambiaba de ropa en el vestuario, pensé en el breve intercambio comunicativo que acabábamos de tener. Decir que X había sido seco sería ser bastante generoso. La palabra exacta sería grosero. En los diez minutos de charla no había habido siquiera un gesto mínimamente amistoso por su parte. Ni una sonrisa, ni una mirada de comprensión. Nada. Todo había sido deliberadamente frío y distante. Hasta la performance del escritorio, preguntando y tomando notas como si de un médico se tratase. Ni un resquicio por el que se hubiese colado algo de humanidad. Sonreí mientras me ataba las zapatillas.
X me esperaba en la sala de ejercicio. No sé si lo he dicho antes, pero la sala de ejercicio de Qpro Gym se divide en dos partes. A la izquierda según entras está lo que ellos llaman la zona de cardio. Allí hay un montón de biciestáticas, bicielípticas, cintas de correr, máquinas de remo, un par de steppers y hasta una bicicleta de aire, que es una bici estática normal a la que han puesto un par de palancas con un ventilador a la altura de los brazos para que, al tiempo que pedaleas, tires con los brazos de ellas hacia delante y hacia atrás –tengo que señalar que hacerlo requiere un esfuerzo físico considerable-. A la derecha están las máquinas que yo toda la vida asocié a los gimnasios: bancos con barras de metal con discos a los lados, mancuernas y todo tipo de mecanismos con poleas y pesos que hay que subir y bajar. Y espejos, muchos espejos por todos lados, porque, por lo que se ve, es muy importante contemplarse a uno mismo mientras sube y baja pesos. Este espacio recibe el nombre técnico de zona de musculación.
Qpro |
X me indicó con un gesto del mentón que me subiese a una bicicleta estática. Obedecí. Él apretó varios botones del control de mandos y se marchó sin decirme una palabra. Esos fueron mis primeros quince minutos pedaleando en Qpro Gym, algo que se repetiría muchas, muchas veces.
Cuando terminé me acerqué a X con mi hoja de ejercicios estándar. Él me la quitó de las manos y la ojeó un instante.
-Ven conmigo –dijo.
Lo seguí hasta una máquina. Con palabras secas y cortantes me explicó el funcionamiento.
-Haces tres series de doce repeticiones. Entre serie y serie estira. Si ves que es mucho peso, le bajas cinco kilos. Si ves que puedes, le subes cinco –y se fue.
Hicimos esto varias veces. Dos ejercicios de piernas –cuádriceps y glúteos-, abdominales y tres de tren superior –pecho, hombro tríceps-. ¡Dios, cómo me gusta la expresión tren superior para referirse a la parte del cuerpo que hay de pecho para arriba! Es tan perfecta, tan adecuada para vestir de apariencia técnica el saber experto del gimnasio que, cada vez que la oigo, me siento como si estuviese en manos de una civilización superior. En cualquier caso, hice todo aquello y, por si no fuese suficiente, añadimos dos tandas de biciestática, una entre los ejercicios de pierna y los de tren superior, y otra al final para rematar la faena. Cuando terminé estaba reventado.
Ha pasado bastante tiempo desde aquel mi primer día en Qpro Gym. He pensado mucho sobre él. Incluso ahora que X ya no trabaja allí, sigo dándole vueltas al significado de la performance que se prolongó durante casi dos horas, primero en su despacho y luego en la sala de entrenamiento. ¿Por qué todo aquello? ¿Por qué la entrevista con él dándoselas de profesional? ¿Por qué aquella actitud distante, grosera por momentos? Supongo que habrá varias razones, muchas de ellas de orden psicológico. Sobre todo después de conocer a Juan, el otro monitor, cuya estrategia es radicalmente distinta. Pero no son esas las que me interesan. A mí el X persona me importa un pepino. Ni para bien ni para mal. Sencillamente me da igual. El X que me interesa y por el que sentí fascinación desde el día en que puse el pie por primera vez en Qpro Gym es el X punto de acceso, el X que encarna la función social de enlace entre el profano y el sistema experto.
La grosería de X no era nada personal. En mi lugar podía haber estado la cabra de la Legión que la interacción hubiese discurrido por los mismos términos, porque el objetivo de toda aquella performance no era hacerme sentir incómodo y que no volviese, sino dejar meridianamente claro que él tenía todo controlado porque poseía el conocimiento experto, que yo era un lego y que, por tanto, debía obedecer las decisiones que él tomase sobre mi cuerpo. No me resisto a volver sobre tres detalles:
a) La entrevista en el despacho rezumaba esfuerzos por resultar formal. No solo por el aire profesional que se esforzaba en darle a la entrevista tomando notas, sino también por el hecho de hacerlo en un despacho, cuando perfectamente podíamos haber hablado en el vestuario o sentados en las escaleras.
b) Las preguntas personales sobre mi cuerpo, encaminadas a que el usuario sienta que le hacen caso, que no es un número más de una lista anónima, aunque luego te den una hoja de ejercicios estándar. La relación del usuario con el sistema experto y su punto de acceso se torna personal, adecuada a las necesidades concretas de la persona.
c) La actitud distante es un medio por el cual determinadas personas intentan marcar diferencias de jerarquía. Solo el rey o el barón pueden mostrarse displicentes con sus súbditos porque no dependen de ellos.
¿Y todo esto por qué?
Porque las relaciones con los sistemas expertos se basan en la confianza y el riesgo. Las personas desconocemos el saber al que vamos a someternos y tenemos que confiar en él y en los puntos de acceso. Cuando me rompo una pierna, confío en que el médico no me va a dejar cojo. Lo mismo con el fontanero que viene a casa o con X, el monitor de Qpro Gym. Aceptamos el riesgo de confiar en ellos. Pero para hacerlo y entregarnos plenamente, no nos basta con su palabra. Es necesario llenar las interacciones de pequeños símbolos que nos induzcan sensación de confianza y sumisión a un poder superior. Y así es cuando el médico de bata blanca nos trata con displicencia o cuando el fontanero dice palabras técnicas que no entendemos bien. Y por supuesto es lo que hacía X cuando se tomaba tan en serio a sí mismo.
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