Por petición de mi alumno Marcos, ahí va una breve aproximación antropológica al suicidio. Sé que tardé, pero es que últimamente tengo tantísimo trabajo que no me quedan ni veinte minutos para escribir un post.
Según la RAE, el suicidio es la acción de suicidarse, y suicidarse es quitarse voluntariamente la vida conociendo las consecuencias de este acto.
Esta definición nos pone ante el primer dilema, porque el concepto de vida no es un universal antropológico. Lo que unas sociedades u otras entienden por estar vivo difieren notablemente. En otras culturas los límites de la muerte son completamente distintos. En Bailando sobre la tumba, Nigel Barley habla de un informante que tenía el cadáver de la abuela envuelto en trapos en el salón y sostenía que no estaba muerta, porque, en su cultura, las personas sólo mueren cuando el cuerpo sale de casa. Asimismo, en las islas Salomón tienen dos categorías/palabras distintas de nuestras muerte/vida. Tienen una palabra que engloba muerto, muy viejo y enfermo, y otro término para todo lo demás. Pero tampoco hace falta irse tan lejos para encontrar pruebas de que lo que vivo y muerto no son categorías universales. Debida a la dualidad cuerpo/alma, en nuestra cultura el único rasgo distintivo de la muerte es la putrefacción del cadáver. Con el desarrollo de la medicina y la consecuente posibilidad de tener a alguien en coma, los médicos han tenido que crear subcategorías en la muerte: muerte cerebral, muerte cardíaca, etcétera. Redefinimos así las fronteras de la muerte continuamente como las de los estados en guerra.
Nativos de las Islas Salomón |
También damos por sentado que nadie en circunstancias normales puede desear la muerte. Y eso vuelve a ser un caso más de etnocentrismo. Por ejemplo, los mayas. Entre ellos se pensaba que los suicidas iban directamente el paraíso. O los jainíes. Una antropóloga en la luna nos explica perfectamente las razones por las cuales los jainíes llegan a desear su propia muerte:
... existe una suerte de religión atea: el jainismo. Una filosofía autóctona de la India en la que no existe el concepto de la creación del universo por Dios. Se considera que el cosmos es eterno e indestructible, y en él existen componentes "vivientes" y "materiales" en flujo continuo. "Ningún Dios, o profeta suyo, o delegado suyo, puede interferir en la vida humana. El alma, y solo ella, es responsable directamente de todo lo que hace" afirma el maestro jain Jagmanderlal. "La creación implica volición, un deseo de crear (...) implica imperfección. Y Dios no puede ser imperfecto"
Por eso, los jainíes no creen en un único dios ni rezan a los dioses para que les ayuden. En su lugar, confían en guías espirituales o jinas, que les entrenan sobre cómo alcanzar la liberación del ciclo de la reencarnación mediante la posesión del recto conocimiento, la recta fe y la recta conducta, que significa sobre todo Ahimsa (no violencia), Satya (veracidad), Asteya (no robar), Aparigraha (desapego a lo material) y Brahmacharya (castidad).
Un concepto esencial en esta religión es el de karma, distinto del de los hindúes y budistas. Para los jainíes se compone de finas partículas que se adhieren al alma, modelándola de forma gradual y aportándole un peso que la ata a la tierra. Todas las acciones, sean buenas o no, producen cierta materia kármica que se adhiere al alma, pero las malas acciones producen un karma más pesado, del que es más difícil liberarse. Lo peor que puede suceder es reencarnarse en algo que previamente haya sido asesinado por ellos.
Por eso, tienen de base el no matar, pero más que un mandamiento, lo convierten en una forma de ser. El jain no sólo no quiere matar a un ser vivo, sino que, llegado el caso, prefiere morir antes de matar. Eso puede entrañar la propia muerte, o el grado más extremo de perfeccionamiento, que practican los digambaras.
Como los desnudos Naga Babas, los "vestidos del aire", los digambaras son los "vestidos del cielo", que también renuncian a todo lo terrenal, incluyendo el vestido, ya que entienden que se pudo haber matado algún ser vivo durante la confección de esa ropa. Los monjes llamadosjina-kalpin (independientes) llegan a la muerte por inanición mediante un yoga de total autopurificación o sallekhana (o santhara) Un suicidio ritual por no comer para llegar a la extrema santidad y liberación. Los más rigurosos practican una extrema forma de yogasentándose (mulabanda) con todos los sentidos cerrados y simplemente respirando, con el fin de librarse del deseo de vivir.
jainíes |
El ser humano tiene la capacidad de hacer muchísimas cosas, pero no hay una sola cultura en el mundo que prescriba la libertad absoluta. El suicidio, como el resto de las actividades humanas, hay que situarla dentro de los límites a la libertad individual que prescribe cada cultura. En este sentido, resulta muy interesante este breve repaso histórico acerca de la concepción del suicidio que hace José Manuel Corpas Nogales:
En la Grecia clásica el suicidio estaba considerado como algo indigno y vergonzoso, de hecho, en cierta manera, estaba perseguido. En Atenas los cuerpos de las personas que se habían suicidado no se enterraban en los cementerios porque se consideraban impuros. Fueron las escuelas filosóficas las que produjeron un cambio social y cultural proponiendo la visión del suicidio como un problema de libertad humana, esta idea fue formulada en un primer momento por los estoicos y estuvo muy considerada por los epicúreos y los cínicos. Además varios filósofos como Sócrates, que acabó suicidándose, o Sófocles comulgaban con la libertad de las personas respecto a poder acabar voluntariamente con sus vidas, (Jiménez Treviño 2003).
Los romanos redefinen los límites de la libertad para suicidarse. Condenan el suicidio, pero no siempre. Hay casos en los que puede haber razones para hacerlo:
Durante el Imperio romano el suicidio era consentido según razones específicas que estaban previamente determinadas, como por ejemplo el trastorno mental, además el acto suicida podía incluso llegar a ser un acto heroico, el mismo Séneca lo ensalzaba como el acto último de una persona libre. Pero en general, los romanos consideraban el suicidio como un acto condenable, negaban la sepultura, destruían el testamento y confiscaban los bienes de aquellas personas que se suicidaron sin un motivo justificado (López-García 1993).
Aunque nos parezca increíble, los primeros cristianos no solo no condenaban el suicidio, sino que hasta se ensalzaba como un acto de heroísmo entre los primeros mártires:
La tradición cristiana, en un principio era participe del acto suicida entre sus feligreses, puesto que se consideraba un acto digno entre los primeros mártires que fueron perseguidos durante el cristianismo primigenio.
Pero ya en el siglo IV, la Iglesia toma una postura negativa respecto al acto suicida culminando esta idea con el pensamiento de San Agustín, que plantea el acto suicida como un acto que va en contra de la Ley Natural, considerando el suicidio como un pecado equivalente al homicidio (McDonald 2005). Tras el Concilio de Arlés en el año 452, la Iglesia condenó el suicidio oficialmente y en el Concilio de Toledo se decreta la excomunión para los suicidas y se les niega la aplicación de los rituales ordinarios de la Iglesia tras su muerte.
Durante la Edad Media el suicidio fue rechazado de manera considerable, las legislaciones medievales ordenaban la confiscación de todas las propiedades del suicida, se les negaba la sepultura en Tierra Santa y el cadáver sufría todo tipo de humillaciones. Durante esta época Santo Tomás de Aquino mantuvo las ideas de San Agustín, pensando que el suicidio es un acto pecaminoso. Santo Tomás de Aquino argumenta esta idea porque piensa que el hombre no puede disponer libremente de sí mismo, puesto que no pertenece a él, sino a Dios. Fue ya en la baja Edad Media cuando se empezó a aminorar el tremendo rechazo al suicidio sufrido años atrás. Se vislumbró una flexibilidad en las leyes penales y una cierta comprensión hacia los suicidios cometidos por ciertos colectivos como los niños o los enfermos mentales (McDonald 2005). Aunque en Inglaterra durante el siglo XVI y principios del XVII, debido a la reforma luterana, las medidas legislativas acerca del suicidio fueron muy duras, alegando al diablo como inspirador de dicha conducta.
Desde del Renacimiento hasta nuestros días, las ideas racionalistas llevan a cierta comprensión hacia los suicidas, pero la tradición cristiana no desaparece y tiende a condenarse en general.
(Podéis consultar el artículo de José Manuel Corpas Nogales aquí).
Sea como sea, y aunque pensemos que en determinadas circunstancias es comprensible, en Occidente actualmente nos repugna el suicidio en general. Prueba de ello es que lo tratamos como un tabú. Cuando alguien se suicida, no se suele hablar abiertamente de ello y tendemos a considerarlo una muerte peor que las demás. En caso de que alguien se muera de accidente o de enfermedad, no hay empacho en comentar las razones por la cual esa persona murió. Sin embargo, si la causa de la muerte es un suicidio, esta razón suele obviarse y procuramos referirnos a ella con el mayor tacto posible, cuando no la obviamos y actuamos como hubiese muerto por causa natural.
Hablando con mis alumnos en clase, surgieron varias expliciones por las cuales el suicidio entre nosotros es un tabú:
a) Somos herederos de la tradición cristiana. De acuerdo con esta fe, solo Dios da la vida y solo Dios puede quitarla. Suicidarse, atenta directamente contra los mandatos divinos, de ahí que hasta poco a los suicidas se les negase el entierro en cementerios católicos y, si no recuerdo mal, que los enterrasen boca abajo, para mirasen directamente el infierno, a donde iban a ir.
Es cierto que la tradición cristiana cada vez tiene menos peso entre nosotros, pero conviene no subestimar el peso de la tradición. Aunque ya no vayamos a misa o no practiquemos, muchos valores cristianos siguen siendo moneda corriente entre nosotros.
b) Como ya he explicado en otros posts, vivimos en la sociedad de la salud. Los viejos valores religiosos han sido sustituidos por los de la ciencia y la salud. Vivimos en una sociedad que niega la muerte y la enfermedad. El suicidio es la negación total de la salud y la vida, de ahí que nos resulte tan violento. La sociedad científica trata de domesticar, domar, someter la naturaleza. Pero no puede con la muerte. Por eso nos horroriza -ver Philippe Aries: El hombre ante la muerte-. La ocultamos, la muerte se vuelve sucia. Y el suicidio es lo peor porque es la muerte voluntaria.
c) Al mismo tiempo, vivimos en la sociedad de la felicidad obligatoria. Sin unas creencias religiosas que sitúen el sentido de la vida más allá de la muerte, los seres humanos nos vemos obligados a buscarlo aquí, en el tiempo que pasamos en este mundo. Esto nos obliga a ser felices, ya que si fracasamos en este intento, nuestra vida habrá sido un fracaso, un desperdicio (explico esto mejor aquí y aquí). Suicidarnos supone reconocer que hemos fracasado en la vida. Por eso nos resistimos tanto.
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