lunes, 24 de febrero de 2020

Mircea Eliade: Tratado de historia de las religiones



Mircea Eliade. Tratado de historia de las religiones ...
   Parte del concepto de hierofanías, que son actos en los que se manifiesta lo sagrado. Tienen un sentido amplio, que abarca tabúes, mitos, rituales, etc y, en general, Según la wikipedia, Eliade emplea este término para referirse a una toma de consciencia de la existencia de lo sagrado, cuando éste se manifiesta a través de los objetos de nuestro cosmos habitual como algo completamente opuesto al mundo profano.

   Las hierofanías son paradójicas, ya que lo sagrado se manifiesta en un objeto o un acto profano. Tienen, por tanto, una doble naturaleza. 



   Hierofanía Celeste, Uraniana. 


   En todas las culturas hay hierofanías relativas al cielo. 


   El cielo siempre simboliza el poder, lo inmutable, lo infinito y lo trascendente. 

   Las deidades celestes se identifican con los creadores del universo:  
  
   Sobre lo que no caben dudas es sobre la casi universalidad de las creen­cias en un ser divino celeste, creador del universo y que garantiza la fecundidad de la tierra (gracias a la lluvia que derrama). Esos seres están dotados de una presciencia Y una sabiduría infinitas; fueron ellos quienes, durante su breve estancia en la tierra, instauraron las leyes morales y muchas veces los rituales del clan; velan por el cumpli­miento de las leyes y el rayo aniquila a quien las infringe.



   Los dioses celestes son muy poderosos porque se identifica el cielo que está en lo alto con el poder. Entre poder y altura se da una transfusión de significado. 

   Las hierofanías celestes se identifican con lo trascendente porque el cielo es inaccesible.

   Los seres celestes todopoderosos no conforman el primer orden de las deidades en los pueblos primitivos. Dado que son pasivas e inaccesibles, se suelen sustituir por dioses más dinámicos y accesibles, como dioses de la fecundidad, grandes diosas, etc... Es decir, las divinidades celestes se especializan y hacen accesibles en diosas de la fecundidad. De dioses omnipotentes ociosos, pasamos a toros fertilizantes, diosas de la luna, la lluvia entendida como semen fertilizante, el rayo fecundador, la Gran Madre, el caballo, etc... 

    Asimismo, encontramos manifestaciones de la hierofanía celeste en los cultos ctónico-lunares y de la fertilidad y en los mitos de divinidades que mueren y resucitan y los mitos de ascensión. 

   El cielo es justiciero, de ahí que los juramentos se hagan en su nombre o lo tengan por testigo.

   El dios uraniano no interfiere directamente en cuestiones políticas humanas. Cuando lo hace, delega en un hombre rey que es su representante. 

    Símbolos en los que se manifiesta la hierofanía uraniana: tormenta, montaña, cielo, rayo, fecundidad, toro, lo bovino...


  
    El cielo en sí mismo, en tanto que bóveda sideral y región atmosférica, es rico en valores mítico-religiosos. Lo «alto», lo «elevado», el espacio infinito son hierofanías de lo «trascendente», de lo sagrado por excelencia. La «vida» atmosférica y meteorológica aparece como un mito sin fin. Y tanto en los seres supremos de los pueblos primitivos como en los grandes dioses de las primeras civilizaciones históricas se perciben relaciones más o menos orgánicas con el cielo, la atmósfera, los acontecimientos meteorológicos, etc. 

    Pero no se pueden reducir los seres supremos a una hierofanía uránica. Son más que una hierofanía; son una «forma» que presupone un modo de ser propio y exclusivo, es decir, irreducible a la vida uránica o a la experiencia humana. Porque esos seres supremos son «creadores», «bue­nos», «eternos» («viejos»), han fundado las instituciones y son los guardianes de las normas, atributos que sólo par­ cialmente se pueden explicar por las hierofanías celestes.

(...)

esas figuras divinas tienden a desaparecer del culto. No desempeñan en ninguna parte un papel preponderante y han sido alejadas y reemplazadas por otras fuerzas religiosas: culto a los antepasados, espíritus y dioses de la naturaleza, demonios de la fecundidad, grandes diosas, etc. Y es de notar que esta sustitución se hace casi siempre en favor de una fuerza religiosa o de una divinidad más concreta, más dinámica, más fértil (por ejemplo, el sol, la gran madre, el dios masculino, etc.). El vencedor es siempre el representante o el distribuidor de la fecundidad, es decir, en última instancia el representante o el distribuidor de la vida.

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    En algunos casos, debidos sin duda a la aparición de la agricultura y de las religiones agrarias, el dios celeste vuelve a adquirir actualidad en tanto que dios de la atmósfera y de la tormenta.

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  En muchos casos, el dios celeste es sustituido por un dios solar. El sol se convierte en distribuidor de la fecundidad sobre al tierra y protector de la vida.

(...)

A veces, se vuelve a valorizar la ubicuidad, la sabiduría y la pasividad del dios celeste, en un sentido metafísico, y el dios se convierte en epifanía de la norma cósmica y de la ley moral (por ejemplo, el Iho maorí); la «persona» divina se desvanece ante la «idea»; la «experiencia religiosa» (que por otra parte es bastante pobre en el caso de casi todos los dioses celestes) deja paso a la comprensión teórica, a la «filosofía».

(...)

Algunos dioses celestes conservan su actualidad religiosa o la refuerzan revelándose al mismo tiempo como dioses soberanos. Son los dioses que han logrado mantener mejor su supremacía dentro del panteón (Zeus Júpiter, T'ien) y los dioses en cuyo nombre se han hecho las revoluciones monoteístas (Yahvé, Abura Mazda).

(...)

Pero -aún en los casos en que la vida religiosa no está ya dominada por los dioses celestes- las regiones siderales, el simbolismo uránico, los mitos y los ritos de ascensión, etc., siguen ocupando un lugar preponderante en la economía de lo sagrado. Lo que está «arriba», lo «elevado», sigue siendo revelación de lo trascendente en todos los conjuntos religiosos. Las «formas» divinas cambian; por el simple hecho de haberse revelado a la conciencia del hombre como tales, es decir, como «formas», tienen «historia» y siguen la línea de su «destino»; pero lo sagrado celeste conserva su «actualidad» en todas partes y en cualquier circunstancia. El cielo, alejado del culto y desplazado en el mito, conserva su valor simbólico. Y este simbolismo celeste nutre y sustenta a su vez un gran número de ritos (de ascensión, de subida, de iniciación, de realeza, etc.), de mitos (el árbol cósmico, la montaña cósmica, la cadena de flechas, etc.) y de leyendas (el vuelo mágico, etc.). El simbolismo del «centro», que desempeña un papel considerable en todas las grandes religiones históricas, está constituido, más o menos explícitamente, por elementos celestes (el «centro» y el eje del mundo, punto de convergencia de las tres regiones cósmicas; las rupturas de nivel y el paso de unas zonas cósmicas a otras tienen siem­pre lugar en un «centro»).

   La luna y la mística lunar:

   La luna, con sus fases, se identifica con la muerte y la resurrección. Esto convierte a la luna y a todos los símbolos asociados a ella en símbolos de fertilidad y vida.  Así son las aguas, la serpiente (que muda de piel y, por tanto, resucita simbólicamente), la vegetación, la mujer, la lluvia, etc...

   Por esta cualidad de desaparecer y volver a aparecer, la luna se asocia a los ritos de iniciación, donde se muere para volver a nacer a una nueva vida. La luna muere y revive. Es, por tanto, un símbolo de la resurrección y del tránsito entre la vida y la muerte.

   Las aguas y el simbolismo acuático:

   El agua es el germen de la vida.

   Principio de lo indiferenciado y de lo virtual, fundamen­to de toda manifestación cósmica, receptáculo de todos los gérmenes, las aguas simbolizan la sustancia primordial de la que todas las formas nacen y a la que todas las formas vuelven por regresión o por cataclismo.

(...)

   El agua, símbolo cosmogónico, receptáculo de todos los gérmenes, se convierte en la sustancia mágica y medicinal por excelencia: cura, rejuvenece, da la vida eterna.
 
   Dado que el agua es vida, la fuentes, ríos, etc... son milagrosos.

   Las aguas están asociadas simbólicamente a la muerte y la resurrección. La inmersión en el agua implica la muerte de la vida pasada y el comienzo de una nueva. El bautismo o el diluvio se pueden interpretar en este sentido. 

    Si el agua es la vida, la muerte se identifica con la falta de agua. La muerte es sequedad y los muertos siempre tienen sed.

   Las piedras sagradas.
 
Son símbolos de inmutabilidad.
 
Las piedras no tienen valor por sí mismas, sino porque están habitadas por espíritus.
 
Las piedras y meteoritos tienen valor porque:
a) son el medio por el que la divinidad ha llegado a la tierra.
b) son el axis mundi, el ombligo del mundo.
c) la divinidad  habita en ellas.
 
    Como están habitadas por espíritus, la piedras tienen vida y, por tanto, son fertilizadoras.

    La agricultura y los cultos de la fertilidad.
   
  Hay una correlación simbólica entre la agricultura, la fecundidad, la mujer y la sexualidad. Por eso muchos ritos de la fecundidad agrícola incluyen a mujeres desnudas, actos sexuales, etc...

    La correlación entre la agricultura y el eterno retorno: el hombre primitivo percibe que todo se repite en la naturaleza, que las cosechas mueren y vuelven a nacer en la siguiente estación. Esto lleva a un sincronismo entre la muerte, la vida y la agricultura. De ahí todos esos rituales en los que se sacrifican o esparcen los restos humanos o animales para asegurarse una buena cosecha.

    Los ritos de la agricultura incluyen orgías y supresión de las normas y convenciones sociales. Esto simboliza el caos del que luego nacerá el orden, para luego volver a morir, nacer de nuevo en el caos y así una y otra vez.

    El espacio sagrado: Templo, palacio, centro del mundo.

    Toda cratofanfa y toda hierofanfa, sin distinción, trans­figuran el lugar en que han acontecido: aquel espacio pro­fano pasa a ser un espacio  sagrado.

(...)

 en esos espacios hierofánicos, tuvieron lugar las revelaciones primordiales;  en  ellos fue iniciado el hombre en la manera de alimentarse, de ase­gurar la continuidad de las reservas alimenticias. Por con­ siguiente, todos los rituales de alimentacion celebrados dentro de los límites del area sagrada, del centro totémico, no son sino imitación y reproducción  de  gestos efectuados  in illo tempore por seres míticos

(...)

De hecho, la noción de espacio sagrado implica la idea de repeticion de la hierofanía primordial que consagró aquel espacio transfigurandolo, singularizándolo; en una palabra: aislándolo del espacio profano circundante.

(...)

el hombre  no  «elige» nunca  el lugar; se limi­ta a «descubrirlo» 

(...)

las murallas  de  la ciudad:  antes que construcciones militates, son defensas mágicas, puesto que preservan, en medio de un espacio  «caótico»,  poblado de demonios y de larvas (cf. infra), un lugar acotado, un espacio organizado,  «cosmificado»,  es  decir,  provisto  de un «centro». 

(...)

Los espacios sagrados por excelencia -altares, santua­rios- se «construyen», ciertamente, con arreglo a las pres­cripciones de los canones tradicionales. Pero esta «cons­trucción» se funda en última instancia en una revelación primordial que, in illo tempore, reveló al hombre el arque­ tipo del espacio sagrado, arquetipo que luego se copió y repitió hasta el infinito en la erección de cada nuevo altar, templo, santuario, etc. 

(...) 

la  erección  del altar  sacrificial  védico es todavía más instructiva. La consagración del espacio se desarrolla conforme a  un  doble  simbolismo.  Por  un lado, la construcción del altar es concebida como  una  creación del mundo ... Por otro lado, la cons­trucción del altar equivale a una integraci6n simbólica del tiempo, a su «materialización en el cuerpo mismo del al­tar».

(...)

Todo nuevo lugar en el que el hombre se establece es, en cierto sentido, una reconstrucción del mundo. Para poder durar, para ser reales, Ia nueva morada o Ia nueva ciudad tienen que ser proyectadas mediante el ritual de la construcción en el «centro del universo». Según muchas tradiciones, la creación del mundo se inició en un centro, y por esta razón la construcción de la ciudad tiene que desarrollarse también alrededor de un centro.

El centro del mundo:

se puede decir que el simbolismo en cuestión se articula en tres conjuntos solidarios y complementarios:
1) en el centro del mundo está la «montaña sagrada», el punto en que se unen el cielo y Ia tierra;
2) todo templo o palacio, y por extension, toda ciudad sagrada y toda residencia real ,son asimilados a una «montaña sagrada» y se convierten así en «centros»;
3) a su vez, el templo o la  ciudad  sagrada, por  ser el lugar por el que pasa el axis mundi, son considerados como el punto de union del cielo, la tierra y el infierno. 

(...)

La cosmogonía es el modelo tipo de todas las construc­ciones. Cada ciudad, cada nueva casa construida, significa imitar una vez más y en cierto  sentido  repetir  la creaci6n del mundo. En efecto, toda ciudad, toda morada se en­cuentra en el  «centro  del  universo»;  por  eso  ha  habido que abolir, para construirla, el espacio  y el  tiempo  profa­nos e instaurar el espacio  y el  tiempo sagrados  

(...)

Son innumerables los mitos y las leyendas en que inter­vienen un árbol cósmico que simboliza el  universo  (sus siete ramas corresponden a los siete cielos ), un árbol o una columna  central que sostiene el mundo, un árbol de la vida  o un árbol milagroso que confiere  la  inmortalidad  a  Ios que comen sus  frutos,  etc. Todos  estos  mitos y leyendas envuelven  la  teoría  del «centro», en el sentido de que en  el  árbol  está  incorporada  la  realidad  absoluta, la fuente de la vida y de la sacralidad, y, por consiguiente el árbol se encuentra en el centro del mundo. Tanto si se  trata de un árbol cósmico como de un árbol de la vida inmortal o del conocimiento del bien y del mal, el camino  que a él lleva es un «camino difícil», sembrado de obstácu­los: el árbol está en regiones inaccesibles y guardado por monstruos. No  puede  llegar  hasta  él  el  primero que se presente, ni puede cualquiera, una vez llegado, salir victorioso del duelo que habrá de  librar  con  el  monstruo que lo guarda. Compete a los «éeroes» vencer todos estos obstáculos y dar muerte al monstruo que defiende los pa­rajes en que se encuentra el árbol o la hierba de inmorta­lidad, las manzanas de oro, el vellocino de oro, etc. 

(...)

laberinto, lo que  es  indudable  es que suponen  la  idea de la defensa de un «centro».

(...)

La función militar del  laberinto  no  era  sino  una  variante de su función esencial de defensa contra el «mal», los es­píritus hostiles y la muerte. 
 
(...)

todos los simbolismos y todas las asi­ milaciones que venimos viendo prueban que el hombre, por distintos que sean cualitativamente el espacio sagrado y el espacio profano, no puede vivir más que en un espacio sagrado de este tipo. Y cuando este espacio no se le revela a través de una hierofanfa, el hombre lo construye aplican­do los cánones cosmológicos y geománticos. Así, pues, a pesar de que el «centro» es concebido como situado en cierto lugar en el que sólo algunos iniciados pueden es­perar entrar, esto no quita para que se crea que todas las casas están edificadas en ese centro mismo de! mundo. Podríamos decir que un grupo de tradiciones refleja el deseo del hombre de encontrarse sin esfuerzo en el «centro del mundo», mientras otro grupo subraya la dificultad y, por consiguiente, el mérito que supone lograr entrar en él.

    El tiempo sagrado y el mito del eterno retorno.

    Por cualquier ritual y, por consiguiente, por cualquier gesto significativo (caza, pesca, etc.) el primitivo se inserta en el «tiempo mítico». Porque «no debe pensarse que la epoca mítica, dzugur, es simplemente un tiempo pasado, sino tambien un presente y un futuro: tanto  un  estado  como un período». Este período es «creador» en el sentido de que fue entonces, in illo tempore, cuando tuvieron lugar la creación y la organización del cosmos, así como la revelación -llevada a cabo por los dioses, los antepasados o los héroes  civilizadores-  de todas las actividades arquetípicas. In illo tempore, en la epoca mítica, todo era posible. 

(...)

«Un  rito es la repeticion de un fragmento del tiempo  origina­rio». Y «el tiempo originario sirve de modelo a todos los tiempos. Lo que ocurrió un día  se repite  sin  cesar. Basta  con conocer el mito para entender la  vida» 

(...)

la historia, vista desde la mentalidad primitiva, coincide con el mito: todo acontecimiento (toda coyuntura que tenga un sentido), por el hecho mismo de haberse dado en el tiempo, representa una ruptura de la duración  pro­fana y una incursion en el gran tiempo. 

(...)

Estas observaciones ayudan en la misma medida a en­tender el mito y a explicar el tiempo mítico hierofánico y mágico-religioso, que es el objeto principal de este capitulo. Estamos ya en condiciones de entender por qué el tiempo sagrado, religioso, no se reproduce siem­pre periódicamente; si hay fiestas (situadas en un tiempo hierofánico) que se repiten periódicamente, hay, en cambio, otras acciones aparentemente profanas -aparentemente nada más- que se presentan también como  «inauguradas» en un illud tempus, pero que pueden tener lugar en cual­quier momento. En cualquier momento se puede salir de caza, de pesca, etc., e imitar así a un héroe mítico, encar­narlo, restaurar de esta manera el tiempo mítico, saliendo­ se de la duración profana, repitiendo eI mito-historia. VoI­viendo a lo que decíamos hace un momento, todo tiempo puede llegar a ser un tiempo sagrado; en todo momento puede ser transmutada la duración en eternidad. Natural­mente, como vamos a ver, la periodicidad del tiempo sa­grado ocupa un lugar considerable en todas las concepciones religiosas de la humanidad; pero que el mismo meca­nisrno de la imitación de un arquetipo  y de la repetición de un  gesto arquetípico  pueda abolir la duración  profana y transfigurarla en tiempo sagrado, y esto independiente­mente de los ritos periódicos, es un hecho cargado de sen­tido; por un lado, prueba que la tendencia a hierofanizar el tiempo es algo esencial, aún independientemente de los sistemas organizados en el cuadro de la vida social, inde­pendientemente de los mecanismos destinados a abolir el tiempo profano (por ejemplo, el  «año viejo»)  y a instaurar  el tiempo sagrado (el nuevo año), sobre las que volveremos en seguida; por otro, recuerda las «réplicas fáciles» que señalabamos en la instauración del espacio sagrado .
 
(...)
 
Las fiestas tienen lugar en un tiempo sagrado, es decir, como M. Mauss hace notar, en la eternidad. Pero ciertas fiestas periódicas -seguramente las más importantes- nos hacen entrever algo más: el deseo de abolir el tiempo pro­fano ya transcurrido e instaurar un «tiempo nuevo». 

   Repetición anual de la cosmogonía:

   Esta significación cosmológica de la orgía carnavalesca del final de año está confirmada por el hecho  de  que  el caos va siempre seguido de una nueva creación del cosmos. Bajo formas más o menos claras, todos estos ceremoniales periódicos son una repetición simbólica de la creación.
 
(...)
 
  Las  creencias en un tiempo cíclico, en el eterno retorno,  en  la  destruc­ción periódica del universo y de la humanidad  que prece­den a un nuevo universo y a una nueva humanidad «rege­nerada», atestiguan ante todo el deseo y  la  esperanza  de una regeneración periódica del tiempo transcurrido, de la historia.

   Morfología y función de los mitos.

  Haga o no intervenir una hierofanía, el mito cosmogónico, además de tener una importante función como  mo­delo y justificación de todas las acciones humanas, es el arquetipo de todo un conjunto de mitos y de sistemas ri­tuales. Toda idea de renovación, de «retorno», de «restauración», por distintos que sean Ios planos en que se presente, puede ser  reducida  a la noción  de «nacimiento» , y esta, a su vez, a la de «creación cósmica». 

(...)
 
    El mito, cualquiera que sea su naturaleza, es siempre un precedente y un ejemplo no sólo de las acciones («sagra­das» o «profanas») del hombre, sino además de su propia condición; más aún: es un precedente para  las modalidades de lo real en general. «Debemos  hacer lo que en el comien­zo hicieron los dioses». «Así obraron los dioses, así obran Ios hombres»  

(...)

   Todo mito, cualquiera  que  sea  su  naturaleza,  enuncia un acontecimiento ocurrido in illo tempore, y por  este hecho constituye un precedente ejemplar para todas las ac­ciones y «situaciones» venideras que repitan aquel aconte­cimiento. Todos los rituales,  todas las acciones  con senti­do que el hombre ejecuta repiten  un  arquetipo  mítico; ahora bien, ya dijimos que la repetición Ileva consigo la abolición del tiempo profano y la proyección del hombre en un tiempo mágico-religioso que nada tiene que ver  con   la  duración   propiamente  dicha  y  constituye ese «eterno presente» del tiempo mítico. Lo cual equivale a decir que, conjuntamente con las otras experiencias  mágico-religiosas, el mito reintegra al hombre a una época atem­poral, que en realidad es un illud tempus, es decir, un tiempo auroral, «paradisíaco», allende la historia. Al reali­zar un rito cualquiera, el hombre  trasciende  el  tiempo y el espacio profanos; de la misma manera, al «imitar» un modelo mítico o simplemente al escuchar ritualmente (es decir, tomando parte en ello) el recitado de un mito, el hombre es arrancado del devenir profano y vuelve al gran tiempo.

(...)

El mito puede degradarse en leyenda épica, balada o novela o sobrevivir en formas menores --«supersticiones», costumbres, nostalgias, etc.- sin perder por ello su es­ tructura ni su alcance.

viernes, 15 de noviembre de 2019

Jacques Le Goff: Una historia del cuerpo en la Edad Media.


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   La Edad Media se define por las tensiones que la cruzan: lo alto frente a lo bajo, lo rico frente a lo pobre, etc. La tensión que utiliza el autor para explicar el cuerpo que es la tensión del cuerpo frente al alma.

   La concepción del cuerpo en la edad media es paradójica:

   Por un lado es denigrado. Se le considera la cárcel del alma. Por eso hay que negarlo y castigarlo. Así, la gula o la lujuria se convierten en pecados.

   El ascetismo que entra o triunfa a través del monacato.

   El semen (sexo) y la sangre se convierten en tabúes.

  Esta renuncia al cuerpo, según Foucault o Paul Veine, empieza en el siglo segundo después de Cristo con el emperador Marco Aurelio.

   San Pablo y San Agustín denigran el cuerpo. Convierten el pecado original en pecado de la carne. El cuerpo negado es el resultado de la revisión del pecado de Adán y Eva.

   La mujer es la que paga el tributo más grande. Al hombre se asocian la razón y el espíritu (lo superior), mientras que lo femenino inferior es la carne y la mujer. Así lo humano queda escindido en dos.

   La mujer fue creada a partir de la costilla de Adán. De la creación de los cuerpos se desprende la desigualdad de la mujer.

   En los Padres de la iglesia la mujer es un macho fallido.

   Estigmas y flagelación: el dolor corporal es positivo porque nos acercará a Jesucristo.

  Los pecados de la boca y de la carne tienden a identificarse (gula y lujuria).

  La abstinencia y el ayuno se condensan en la cuaresma.

  La negación del cuerpo es el cristianismo que se expresa en la cuaresma.

  Pero a partir del siglo xii hay una revalorización del cuerpo: el cuerpo glorificado. Jesús se encarnó en un cuerpo. Santo Tomás y San Francisco de Asís reivindican el gozo del cuerpo.

   La paradoja al respecto al cuerpo medieval se concreta en la cuaresma y el carnaval. El carnaval es la glorificación del cuerpo. Frente a la negación del cristianismo, el carnaval pagano exaltada el cuerpo.

  En esta línea es como se concibe el trabajo en la edad media. Se opone el trabajo manual al intelectual (opus vs labor). El trabajo manual se considera una penitencia fruto del pecado original. Se opone a la ociosidad monástica.

  La risa está proscrita porque se asocia al cuerpo y a lo bajo.

  Vivir y morir en la edad media:

  Por un lado. Huizinga sostiene que la vida y la muerte eran extremas y desagradables. Por otro lado Philip Aries defiende todo lo contrario: en las sociedades tradicionales en las que apenas si cambia la sociedad con el paso del tiempo y las diferentes generaciones, se tiene una concepción de la vida y la naturaleza cíclica. Esto lleva a una concepción de la muerte como algo domesticado y no traumático.

  Amor:

  El amor pasión y el erotismo no era vivido como lo hacemos nosotros. La pasión sexual era considerada una enfermedad. La iglesia reprimía el amor pasional.

  Lo que sí tenía cabida en la sociedad medieval es el amor a los hijos.

  Vejez:

 A los ancianos se les respetaba porque en sociedades tradicionales en las que los modos de vida apenas si cambian con el paso del tiempo, la experiencia, y por lo tanto la ancianidad, es muy valorada. Sin embargo, como ya se ha señalado en numerosas ocasiones, la sociedad medieval era paradójica. Al tiempo que se respetaba a los ancianos, también se les denigraba ya que recuerdan la decadencia del cuerpo humano.

  Enfermedad y medicina:

  La enfermedad del cuerpo se considera como enfermedad del alma que ha emergido. Pero, al mismo tiempo, es un don, porque muestra el camino de la salvación. El hombre enfermo aprende el valor del sufrimiento y la paciencia. Se sufre como sufrió Jesucristo en la cruz.

 Las enfermedades se creía que estaban causadas por desequilibrios en los 4 humores.

 Dubin afirma que era una sociedad mucho menos preocupada por el sufrimiento del cuerpo que la nuestra.

  Hasta el siglo xii el sufrimiento se consideraba cosa de mujeres.

  A partir del siglo xii se da una revalorización del dolorismo. San Francisco, por ejemplo. A partir de este momento se puede recurrir a otro médico que no sea Cristo. Poco a poco médicos y sacerdotes se separan.

  La medicina es una medicina del alma que pasa por el cuerpo.

  Los muertos:

  En la edad media hay una presencia continua física de los muertos. Sus cuerpos se aparecen.

  Frente a nosotros, que nos angustia el dolor y la agonía, lo que más atemorizaba al hombre medieval era la muerte súbita, porque podía cogerlos sin confesar y llevarlos así al infierno.

  El hombre medieval vive pensando en el más allá. Después de la vida se espera la resurrección de los cuerpos. Cuerpo y alma a van al cielo y al infierno a disfrutar o para ser atormentados.

  Norbert Elias sostiene que con la civilización se da un refinamiento de las costumbres culinarias. Con la gastronomía entra la cultura. Lo  mismo sucede con los gestos. 

   El cuerpo desnudo es ambiguo: al mismo tiempo es un símbolo de pureza/inocencia y de lujuria/pecado original. 

   El vestido es al mismo tiempo un adorno y una armadura. 

   La mujer también es ambigua: Eva la tentadora y la compañera desnuda del hombre vs María la redentora .

   El deporte desaparece en la Edad Media víctima de la ideología anticorporal. El deporte, según Norbert Elias, es parte de la civilización de las costumbres que, a su vez, civilizan el cuerpo. 

   El deporte se retoma en el siglo XIX ligado a la ideología del higienismo y la competitividad. 

   El cuerpo como metáfora no es una novedad en la Edad Media: la Iglesia, la universidad, el hombre como un universo en miniatura (microcosmos), la simbología de los órganos (corazón como la vida, el hígado como la cuna de la concupiscencia...). 

  Ya en la antigua Roma se hacía un uso político de la simbología corporal. 

domingo, 3 de noviembre de 2019

Franco Berardi Bifo Generación post-alfa Patologías e imaginarios en el semiocapitalismo


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   A principios de siglo se trabajaba menos. Nos prometieron que con las máquinas lo íbamos a hacer aún menos, pero nos mintieron. Se trabaja más. Berardi habla de trabajadores esclavos

   Los estudiantes tienen que endeudarse de por vida para poder estudiar. Esta deuda hace que no puedan dejar o escoger ciertos tipos de trabajo. Así tenemos estudiantes esclavizados. 

   Hasta los noventa este modelo funcionó.

   Ha caído el muro y hemos perdido las identidades con la globalización. Buscamos las identidades en el nacionalismo.

   Berardi habla de trabajadores cognitivos, frente a los manuales de antes.

   El imperio del mal era el comunismo. luego los musulmanes. Es para justificar el fracaso del capitalismo.

   En años 70 se acaba con la ética del trabajo en las clases populares. Ahora han estudiado, tienen acceso a una vida mejor y ya no les convence eso de que trabajar sea bueno. El trabajo industrial embrutece y crea miseria.

  Las máquinas parece que puede hacer que se necesite menos mano de obra.

  Parece que ambas tendencias van a converger. Pero no. Llega la lógica capitalista. En lugar de reducir tiempo de trabajo, se despide y así se destruye el movimiento y la fuerza obrera. Es la revolución neoliberal.

   En los años 70 pasamos a sociedades de control de cuerpos y mentes como analizaba Foucault -lo cita directamente-.

   El trabajo industrial no desaparece en la época postindustrial. Se va a donde puede pagar menos y donde no hay regulación alguna, puede contaminar, etc...

   El semiocapitalismo es el capitalismo en el que se genera imágenes y símbolos.

   Tenemos tanta información que el poder está en decidir donde se focaliza la atención del público.

   Con tanta información hemos sustituido la valoración crítica por pasar de un dato a otro sin detenernos.

   Tenemos niños a los que ha educado más la televisión que sus padres. Estos niños no tienen desarrollado el lenguaje. Son incapaces de verbalizar sus opiniones ni sus sentimientos.

  El porno y la tortura: el porno existe porque en el mundo de estímulos infinitos se desliga la experiencia de la realidad virtual. No sabemos amar ni gozar.

Richard Sennett - Juntos; Rituales Placeres Y Politicas De Cooperacion




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   En Juntos Sennett estudia la colaboración entre las personas.

   La colaboración es lo que nos ha hecho humanos, lo que nos ha permitido dar el salto evolutivo. Pero la colaboración no tiene por qué ser siempre positiva. Se ha colaborado, por ejemplo, para exterminar a otros seres humanos -el nazismo-.

   El tribalismo es una forma de cooperación que hace que un grupo se sienta igual entre ellos y que sienta como enemigo a los diferentes.

 Senett analiza dos tipos de sentimientos que ya encontramos en los niños: la empatía y la simpatía.

   La simpatía es el sentimiento que nos hace sentirnos como el otro, que el otro es nuestro igual.

  Por el contrario, la empatía nos hace ponernos en el lugar del otro. Sabemos que el otro es distinto, pero somos capaces de ponernos en su lugar y sentir y pensar cómo lo haría él .

  Estos dos sentimientos son la base de la colaboración humana.

 Senett identifica estos dos sentimientos con las dos posiciones históricas de la izquierda: la izquierda política y la izquierda social. 

  La izquierda política se base en la jerarquía. El poder se da de arriba a abajo y se corresponde con la simpatía. Quiere que todos los seres humanos sean o se sientan iguales y que, por tanto, cooperen. 

  La izquierda social parte de la base y se basa en la empatía. Son los movimientos de base que reconocen la diferencia de sus miembros, pero que, dado que tienen un objetivo común, son capaces de cooperar para alcanzarlo.
   Dice Sennett:
 En este capírulo he tratado de trazar un contraste entre la cooperación política en sí misma y lo que podría llamarse la política de la cooperación.
La cooperación política es una necesidad en el juego del poder cuando un partido es demasiado débil para dominar o incluso para subsistir por sí mismo. La cooperación política re­ quiere perfecta sintonía humana, lo que se consigue mediante los rituales de respeto; la pura comunidad de intereses no basta para hacerla prosperar. Pero a la cooperación política en la cú­ pula se le plantean serios problemas con la base, con la masa, con la gente que tiene por debajo; a ésta, muchas veces, los compromisos que se adoptan en la cúpula le parecen traiciones; la negociación puede disolver la identidad de un grupo políti­ co. Cuando las organizaciones se hacen más grandes y más fuertes, la burocracia levanta barreras entre la dirección y la base; los rituales que unen a los líderes en las trastiendas del po­ der no son rransparet1tes para los de fuera. Todos estos factores pueden llevar al resentimiento, ese sentimiento de traición en el cual los miembros de la élite están más dispuesros a cooperar entre sí que con quienes tienen debajo.

En las organizaciones que no son políticas, la política de cooperación puede enfrenrarse en parte a las mismas tensiones entre la cúspide y la base, pero si su finalidad es el contacto so­ cial directo, el peligro es menor. Estas organizaciones, en cam­ bio, rienen que ocuparse de cómo deberían ser las relaciones cara a cara.

 ¿Cómo encontrar el equilibrio entre cooperación y competencia?

  Hay cuatro formas: 

  - el intercambio altruista, que implica el autosacrificio,

  - el intercambio en el que todos salen beneficiados, 

  - intercambio diferenciador, en el cual los actores advierten sus diferencias;

  - el intercambio de suma cero, donde una parte se beneficia a expensas de otra (uno se beneficia y otro pierde) 

  - el intercambio ganador, en el que uno se lo lleva todo. Una parte barre a la otra.  

   El equilibrio entre cooperación y competencia está en las posiciones centrales.

   El ritual es el medio para buscar este equilibrio.

 El ritual es un proceso social por el que le damos significado a una acción o a un objeto.

   ... fuerzas que debilitan la cooperación: la desigualdad estructural y las nuevas formas del trabajo. Estas fuerzas sociales producen efectos psicológicos. En la sociedad moderna hace su aparición un nuevo tipo de carácter, la persona que no puede gestionar las existentes y complejas formas del compromiso social y se aísla. Este sujeto pierde el deseo de cooperar con los demás, se convierte en un «yo no cooperativo».

  El capitalismo, con su mantra de la competitividad y el consumo, está acabando con la cooperación humana. Sennett habla de la comparación odiosa, en el sentido de que continuamente nos estamos comparando unos con otros y esto nos hace sentirnos inferiores y resentidos. 

   Para eso desarrolló la idea que la moderna ciencia social llama «ansiedad de estarus», El individuo de Tocqueville sufre ansiedad de estatus siempre y cuando se sienta incómodo porque los demás, como consumidores, no comparten sus gustos en la vida familiar o en el comportamiento público. Al ser diferentes, parecen darse aires de superioridad o, en cierto modo -que uno no acierta a explicar-, a mirar con desdén al otro. El individuo percibe un insulto: «diferente» termina por traducirse como mejor o peor, superior o inferior; es decir, se convierte en materia de comparación odiosa.

  En la sociedad actual se está sustituyendo la cooperación por el consumo de bienes materiales: 

El publicista David Ogilvie llamó a esto publicidad «de estatus», cuyo reto consiste en proporcionar a los consumidores una «sensación de reconocimien­to y de valor» mediante la compra de bienes de producción ma­siva. «Soy mejor que tú» es un tipo evidente de comparación (...) la amenaza más común del consumo en la vida social infan­til se da cuando los sujetos llegan a depender más del consumo de cosas que del apoyo de otras personas. Si eso llega a ocurrir, podrían perder la capacidad de cooperar. Los sitios de redes so­ciales en internet son un ejemplo de que esto sucede realmente.

   Al romperse los lazos de cohesión social, el hombre se vuelve hacia sí mismo. Nos volvemos individualistas. 

   La comparación odiosa nos lleva a la competencia consigo mismo, que es una forma de estar permanentemente insatisfecho:

   el tema del retraimiento de los placeres sociales aparece no ya como una huida del pecado terrenal sino como una intensificación de la ansiedad acerca del valor propio. Los individuos son autoexigentes porque compiten consigo mismos. Tal como uno es, no vale lo suficiente; hay que luchar constantemente para demostrar el valor propio ante uno mismo mediante el éxito, pero ningún logro es nunca vivido como prueba lo bastante sólida. La comparación odiosa se vuelve contra uno mismo. Lejos de hacer lo razonable y de sentirse después aliviado, uno está siempre deseando algo con la esperanza de que en algún momento, de alguna manera, se sentirá satisfecho, pero ese momento nunca llega.

   Paralelamente, en el capitalismo de consumo nada es estable, todo cambia continuamente. Las personas no podemos establecer lazos permanentes porque tenemos que movernos, cambiar continuamente. Esto provoca retraimiento. 

    La lógica del consumo lleva a la competencia consigo mismo. El capitalismo de consumo nos despierta necesidades ficticias prometiéndonos felicidad. Sin embargo, no nos proporciona más que un efímero momento de felicidad. Por eso se vuelve a despertar en nosotros mismos el deseo por otro objeto de consumo que consumiremos y nos dejará insatisfechos. De este modo se despierta la competencia consigo mismo. No somos capaces de detenernos y disfrutar de nuestras vidas. Estamos permanentemente insatisfechos, buscando algo. 

   las pasiones del consumidor adulto se centran en la anticipación, en lo que un producto promete; la adquisición y el uso posterior son un placer de corta vida; el adulto se cansa del objeto y comienza otra vez a buscar algo nuevo, que hasta ese momento no ha poseído y que prometa verdadera plenitud. Lo que esta clase de búsqueda no alcanza son las razones del ascetismo basado en la competencia consigo mismo.


   La vida en perpetuo cambio, sin asideros, provoca angustia existencial en las personas. Estas se refugian en el narcisismo como mecanismo para aliviarla. El narcisismo nos da falsa sensación de seguridad y control al tiempo que nos distancia de las personas. La autocomplacencia es la forma del narcisismo. Todo está bien tal y como está porque lo hago yo. No hay evolución. La experiencia confirma el modelo. La autocomplacencia da por supuesto a los que se parecen e ignora a los diferentes. Esto, lógicamente, atrofia la cooperación.

   Resumiendo: narcisismo (vanidad) + autocomplacencia (indiferencia) para combatir la ansiedad de una sociedad sin nada estable. 

   
   Pienso que es a este tercer elemento a lo que se refiere en parte Weber cuando describe al «obsesionado por el trabajo» corno un hombre que «no se siente a gusto en el mundo», porque su vida cotidiana le parece privada de placer y llena de amenazas. El trabajo duro e incesante parecerá entonces un arma para alejar los peligros que representan los otros; el sujeto se retira sobre sí mismo. La ética del trabajo disminuye el deseo de cooperar con los demás, especialmente con aquellos a quienes no se conoce y que parecen, avant la lettre, presencias hostiles dispuestas a hacemos daño.