sábado, 2 de noviembre de 2019

Harari: Homo Deus

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   Según el autor, hoy en día vivimos mucho mejor que en el pasado. Ya no hay epidemias que maten a un tercio de la población, hay muchísimas menos guerras y tenemos comida (de hecho, comemos de más). 



   La muerte ya no es el sentido de la vida. Para la ciencia la muerte es algo que tenemos solucionar. Explicamos la muerte no como un fenómeno asociado a una deidad, sino por algún fallo técnico de nuestro cuerpo. No hay nada metafísico en nuestra relación con la muerte. En este sentido, los ingenieros han tomado el relevo de los sacerdotes. 



   El primer proyecto de la ciencia consiste en que vivamos más. Se propone por tanto rehacer la muerte.


   El segundo proyecto es la felicidad. Antes, en la sociedad teológica, la felicidad no se contemplaba como un proyecto vital. Ahora tomamos continuamente decisiones en nuestra vida para alcanzar esa felicidad. Sentimos que tenemos derecho a ser felices.


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   Alcanzamos la felicidad por tres medios: victorias, consiguiendo comida o teniendo orgasmos.




   Según Harari, que lo hagamos por estos medios es resultado de la evolución. Las victorias, la comida y el orgasmo provocan reacciones químicas en nuestro cerebro que nos dan sensación de felicidad. Este es el modo en que entendemos la felicidad hoy en día (como reacciones químicas).


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   Derivado de nuestra concepción de la felicidad como bioquímica, cuando no nos sentimos desgraciados tomamos pastillas que son, en definitiva, sustitutos de nuestra química natural. Lo mismo sucede con el consumo de drogas ilegales.


   Antes, cuando la gente carecía de cosas, pensaba que la felicidad estaba en poseerlas. Así sigue siendo en parte hoy en día como consecuencia de la sociedad de consumo. Pero esta visión de la felicidad convive con la nueva concepción nacida de la ciencia y la salud. 



   Harari habla de Homo Deus porque pretendemos actuar sobre nuestros cuerpos para alcanzar la vida eterna y la felicidad (así es la cosmovisión moderna). 




   Define el humanismo como esa concepción de que el hombre es el origen y el centro del universo. El humanismo es la filosofía y la religión de nuestra era. Como todas las ideologías y las religiones, es susceptible de desaparecer. De hecho, el humanismo lleva en sí el germen de su decadencia, ya que las máquinas pueden hacer al hombre intrascendente. 


   Hemos dominado a los demás animales. Los hemos domesticado para ponerlos a producir en nuestro beneficio. La ganadería implica poner a los animales a disposición de nuestros caprichos, lo que significa quitarles la necesidad de afecto y cariño que tienen todos los animales.


   La clave para dominar el mundo es la capacidad de cooperación. Las abejas, por ejemplo, también cooperan, pero no son flexibles. Lo que nos diferencia de ellas es que nosotros podemos cambiar los patrones, lo que nos lleva a cooperar a gran escala y de forma mucho más eficaz.


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   La sacralidad de los seres humanos consiste en que nos gusta creer que somos especiales.



   Es fundamental para definir la naturaleza humana la capacidad que tenemos de crear realidades intersubjetivas como el dinero, la Unión Europea, el banco mundial, los pleitos, los dioses, las naciones o o las cuentas bancarias. Estas realidades intersubjetivas solo existen en nuestras mentes. De este modo homo sapiens le da sentido al mundo.



   La escritura y el dinero son realidades intersubjetivas fundamentales para la organización y cooperación. No hacen nada por sí mismos, Es cuando millones de personas creen en ellas y se mueven a la acción por ellas, cuando el mundo cambia.

   Los textos escritos fueron fundamentales en la evolución. Las escrituras pueden engañar sobre la percepción de la realidad. Puede no ser real, como sucede, por ejemplo, con las religiones. Esto no quiere decir que sean dañinas, ya que puede ponernos a todos a colaborar para conseguir un resultado positivo.

  De todos modos, el autor considera que inventamos las religiones para que nos sirvieran, y ahora nosotros estamos a su servicio.

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   La ciencia y su discurso no es una realidad intersubjetiva, ya que une a las personas y es real, creamos en ella o no. 

   La ciencia y su discurso es el gran cambio del mundo moderno con respecto al premoderno. 

   La ciencia no sustituyó los mitos por hechos. Creó sus propios mitos, pero en ella la diferencia entre el mito y la realidad se acerca, ya que podemos hacer cosas para hacer realidad esos mitos, como por ejemplo, buscar la inmortalidad por medio de los avances científicos y técnicos. 

   Todas las sociedades sostienen que hay que creer en una realidad superhumana y obedecerla. Tanto el comunismo, como el capitalismo o la religión nos dicen cómo funciona el mundo (una explicación del mismo) y nos instan a obedecer. Se nos dan unas reglas que tenemos que obedecer. 

   La búsqueda de la verdad implica luchar contra las realidades intersubjetivas institucionalizadas. Pero, al hacerlo, se crean otras nuevas. 

   La ciencia estudia hechos, la religión moral. Según el autor, no deben tocarse. Aunque la  historia de la humanidad nos enseña que no siempre ha sido así. La religión nos habla de hechos. La función de la ciencia debería ser falsarlos y refutarlos. 

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   La religión le da sentido a la vida situándola dentro de un gran drama cósmico. 

   La ciencia se ocupa de hechos fácticos, por lo que hay cosas en las que no puede entrar, como, por ejemplo, el sentido de la vida. 

   La modernidad es el resultado de un pacto entre la ciencia y la nueva modernidad: el humanismo. 

   La ciencia nos otorga el poder de cambiar las cosas a nuestro gusto. 

   La religión es el orden social. 

   La sociedad contemporánea ha renunciado al sentido de la vida a cambio del poder. 

   El mundo moderno no cree en la finalidad, solo en la causa. 

   Pero tampoco hay ningún Dios que nos detenga, podemos conseguir lo que nos propongamos. 

   Al mismo tiempo somos la sociedad con mayor angustia existencial. 

   El crecimiento y la fe en el crecimiento capitalista es lo que nos ha hecho avanzar. Pero, al mismo tiempo, amenaza el ecosistema. 

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   Ya no le damos sentido al mundo a través de la religión tradicional. Sin sentido, lo lógico es que la vida colapsara. Pero no es así porque el humanismo -la religión del siglo XXI- es la que le ha dado sentido. Invierte los términos: espera que las experiencias de los humanos le den sentido al gran drama cósmico. No perdimos la fe en Dios, sino que la adquirimos en la humanidad. Lo que nos importa no es el juicio de un libro antiguo o de un sacerdote, sino el de nuestros sentimientos. Lo que nos mueve son nuestros sentimientos, o que los demás no se sientan mal. 

   Hay una nueva moral hedonista: si no hago daño a nadie, ese acto no está mal. Todo es bueno si produce placer y no interfiere en el placer de los demás. 


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   Relacionada con la nueva moral, surge una nueva estética: depende de lo que sienta el individuo ante la obra. 

   Este individualismo se proyecta en la escuela, donde nos enseñan a pensar por uno mismo, no a obedecer ni a asumir lo que pensaban otros como sucedía, por ejemplo, en la Edad Media. 

   La sensibilidad es una facultad práctica que se desarrolla con la experiencia. 

   Hay tres ramas dentro del humanismo: 

   a) El  humanismo liberal o liberalismo: cada individuo es único. Su libertad es lo más importante. Ni los estados, ni la iglesia deben controlarla. Cuanta más libertad tengamos, mejor. 

   b) El humanismo socialista.

 c) El humanismo evolutivo. Es el que abrazaron, por ejemplo, los nazis. Se interpreta el mundo como una guerra entre todos en la que gana el más fuerte. 

   Hoy en día no parece haber alternativa real al humanismo liberal. 


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   El fundamentalismo religioso no es la alternativa, porque ha perdido el contacto con la tecnología. Las religiones tradicionales con sus libros viejos no tienen respuesta al nuevo mundo tecnológico. 

   Los liberales son los que mejor se han adaptado a la tecnología y por eso han triunfado. 

   Las grandes religiones, que en su momento fueron creativas, ahora son solo fuerzas reactivas. 

   En la tercera parte del libro Harari analiza cómo el proyecto humanista socavará las bases de dicho proyecto. Homo sapiens ha perdido el control. 

   No existe el libre albedrío. No somos libres. Nuestros deseos no son propios. Estamos determinados por la química, la biología, etc... Somos el resultado del determinismo y del azar. A esto hay que sumarle el evolucionismo: no elegimos libremente, sino como resultado de la selección natural. 

   Los procesos bioquímicos de mi cerebro me hacen creer que elijo libremente, pero mi elección está determinada por mi forma de pensar, sentir y actuar, que, a su vez, estar determinadas por la química, la biología y el evolucionismo.

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   Tampoco somos individuos, porque la ciencia ha demostrado que no somos un único yo. 

    El sentido de la vida ya no está en una deidad externa. El liberalismo lo busca en uno mismo. Es el individuo el que tiene que darle sentido a su vida y al cosmos a partir del libre albedrío. 

  Pero el humanismo lleva dentro el germen de la autodestrucción. La ciencia nos enseña que el libre albedrío es una falacia porque somos el resultado de procesos bioquímicos.

   Tres razones por las que el humanismo se autodestruye:

   a. El individuo ya no importa, luego tiene valor, ni que en la economía ni en las guerras. Ahora lo hacen todo robots y ordenadores y algoritmos.

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   La clase inútil  lleva al dilema de qué hacer con toda esa gente que sobra. Tenemos robots y algoritmos que hacen casi todo mejor. Esto ha llevado a la creación de una nueva clase inútil, que es un montón de gente desempleada.

    El problema no es crear nuevos empleos, es crear nuevos empleos donde los humanos rindan mejor que los algoritmos.

    Puede que la prosperidad tecnológica tenga alimentadas a las masas inútiles, pero hay que tener las entretenidas y satisfechas. ¿que hacen todo el día?

   Los algoritmos tomarán las decisiones por los individuos, lo que lleva a que perdamos la individualidad y la libertad, que realmente nunca existieron.

   Razones por las que la ciencia demuestra que no somos individuos:

   
  1. Los organismos son algoritmos, y los humanos no son individuos: son «dividuos». Es decir, los humanos son un conjunto de muchos algoritmos diferentes que carecen de una voz interior o un yo únicos.
  2. Los algoritmos que conforman un humano no son libres. Están modelados por los genes y las presiones ambientales, y toman decisiones, ya sea de manera determinista, ya sea al azar, pero no libremente.
  3. De ahí se infiere que un algoritmo externo puede teóricamente conocerme mucho mejor de lo que yo nunca me conoceré. Un algoritmo que supervisa cada uno de los sistemas que componen mi cuerpo y mi cerebro puede saber exactamente quién soy, qué siento y qué deseo. Una vez desarrollado, dicho algoritmo puede sustituir al votante, al cliente y al espectador. Entonces el algoritmo será quien mejor sepa lo que le conviene, el algoritmo siempre tendrá la razón y la belleza estará en los cálculos del algoritmo.

   Todo eso de los algoritmos tienen un lado positivo, ya que pueden conocernos mejor que nosotros mismos. Nos ayudarían a tomar mejor las decisiones.

  Pero tienen un problema, y es que también pueden manipularnos porque saben más de nosotros que nosotros mismos, lo que les permite modificar nuestros deseos. Cuando todo el mundo cree en un oráculo se convierte en soberano porque decide y piensa por nosotros. Los algoritmos de cada persona podrían relacionarse entre ellos en lugar de hacerlo las personas directamente. Esto revierte la revolución humanista porque despoja a los humanos de su libertad individualista.

   La individualidad es una fantasía religiosa. El individuo es una malla de algoritmos bioquímicos y tecnológicos. 

   Otra amenaza al humanismo es que unos pocos individuos mejorados serán indispensables, pero el resto serán prescindibles. Los imprescindibles serán aquellos que controlen los algoritmos.

  La lógica de liberalismo individual es que todas las experiencias humanas valen lo mismo, da igual que seas rico o pobre. Sin embargo, la brecha económica hace que no sea así. Los pobres no pueden acceder. Por primera vez en la historia habrá una brecha biológica. Esta brecha consiste en diferentes capacidades físicas y cognitivas.

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   Hoy en día la medicina no se centra tanto en curar a los enfermos como en mejorar a los sanos. Esto lleva a que ya no hay un estándar universal de salud.

   A la economía y a la sociedad sólo le hacen falta los superhumanos para funcionar bien. Los demás somos infrahumanos.

   Harari pronostica la aparición de nuevas tecnoreligiones. Así interpreta Sylicon Valley, donde prometen todas las recompensas de las antiguas religiones como la felicidad, la paz o la vida eterna. Sin embargo, aquí se promete todo esto en esta vida gracias a la ciencia.

   Dos tendencias de la tecnoreligión:

   a. La religión de los datos es el tecnohumanismo. 

   Homo sapiens ya ha llegado al culmen de la evolución. Ahora es homo deus, que conserva algunos rasgos de sapiens, pero con capacidades físicas y psicológicas renovadas. 

   Ahora se escinde la inteligencia de la conciencia. La revolución cognitiva consiste en calibrar la mente y nuevos espacios cognitivos.

   Las mejoras en los seres humanos estarán determinadas por los intereses económicos y políticos.

   También podemos suprimir cualidades humanas que son molestas para el sistema. 

   b. Dataísmo. 

   El universo es flujo de datos. El Valor de las cosas es por su contribución a ello. 

   El dataísmo nació de la confluencia explosiva de dos grandes olas científicas. En los ciento cincuenta años transcurridos desde que Charles Darwin publicara El origen de las especies, las ciencias de la vida han acabado por ver a los organismos como algoritmos bioquímicos. Simultáneamente, en las ocho décadas transcurridas desde que Alan Turing formulara la idea de una Máquina de Turing, los científicos informáticos han aprendido a producir algoritmos electrónicos cada vez más sofisticados. El dataísmo une ambos, y señala que las mismas leyes matemáticas se aplican tanto a los algoritmos bioquímicos como a los electrónicos. De esta manera, el dataísmo hace que la barrera entre animales y máquinas se desplome, y espera que los algoritmos electrónicos acaben por descifrar los algoritmos bioquímicos y los superen.

(...)
El dataísmo está atrincherado en sus dos disciplinas madre: la informática y la biología. De las dos, la biología es la más importante. Fue la adopción biológica del dataísmo lo que convirtió un descubrimiento limitado en informática en un cataclismo que sacudió el mundo y que bien podría transformar completamente la misma naturaleza de la vida. Quizá el lector no esté de acuerdo con la idea de que los organismos son algoritmos y que jirafas, tomates y seres humanos son solo métodos diferentes de procesar datos. Pero tiene que saber que este es el dogma científico actual, y que está cambiando nuestro mundo hasta hacerlo irreconocible. 


Elecciones, partidos y políticos pueden quedar obsoletos porque no procesan la información lo suficientemente bien. 
Los gobiernos gestionan los países pero no los dirigen.
En gran Valor del dataísmo es la libertad de información, que no es de expresión. La libertad de información no es para los humanos. Los dataístas creen que todo lo bueno depende de la libertad de información. 

Los científicos no solo sacralizaron los sentimientos humanos, sino que además encontraron una excelente razón evolutiva para hacerlo. Después de Darwin, los biólogos empezaron a explicar que los sentimientos son algoritmos complejos que la evolución ha sofisticado para ayudar a los animales a tomar las decisiones correctas. Nuestro amor, nuestro miedo y nuestra pasión no son fenómenos espirituales nebulosos, útiles únicamente para componer poesía. Por el contrario, compendian millones de años de sabiduría práctica. Cuando leemos la Biblia, obtenemos el consejo de unos pocos sacerdotes y rabinos que vivieron en la antigua Jerusalén. En cambio, cuando escuchamos nuestros sentimientos, seguimos un algoritmo que la evolución ha desarrollado durante millones de años y que ha superado las más duras pruebas de calidad de la selección natural. Nuestros sentimientos son la voz de millones de antepasados, cada uno de los cuales consiguió sobrevivir y reproducirse en un ambiente despiadado. Nuestros sentimientos no son infalibles, desde luego, pero son mejores que la mayoría de las alternativas. Durante millones y millones de años, los sentimientos fueron los mejores algoritmos del mundo. De ahí que en la época de Confucio, de Mahoma o de Stalin, la gente debiera haber escuchado sus sentimientos y no las enseñanzas del confucianismo, del islamismo o del comunismo. 


   


   


domingo, 27 de octubre de 2019

Selfies en el Caos

   Al día siguiente de los disturbios callejeros de Cataluña un amigo me mandó por whatsap las siguientes fotos:

  1 
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2
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3



   Las fotos venían acompañadas del siguiente comentario irónico:

   No sé cuál de las tres me gusta más. Cada una tiene su estilo. 

  Para mí, sin duda, la mejor es la número tres. Encuentro la primera un poco artificial, como de posado de modelo -de hecho creo que la chica es influencer-; la segunda tiene su rollo, pero no deja de ser una fotito de enamorados en la que han cambiado el decorado de fondo de una ciudad como París por el caos de Barcelona; la tercera es una obra de arte de sociología contemporánea. El posado de los cinco sujetos imitando el cartel promocional de una serie de Netflix es sencillamente inigualable. En concreto, me flipa la chica de la derecha, la que está entre dos chavales, y que carga el peso sobre su cadera derecha al tiempo que flexiona la rodilla izquierda y apoya la punta del pie. Esta debió ver la oportunidad de su vida y pensó: "Esta es la mía. Aquí poso yo como si fuese la Tokyo de La Casa de Papel".  

   Estas tres fotos no han sido las únicas que los gamberros han subido a Instagram. Los periódicos están llenos de ellas. 

   A mí me gusta esta otra: 

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   Me gusta por dos razones:

   a) el juego metafotográfico. Es una fotografía de una chica sacando una fotografía. En la pantalla de su teléfono se ve lo que está fotografiando, como un juego de cajas chinas. Ya sé que está más visto que el tebeo, pero demuestra que la chica tiene inquietudes artísticas y por lo menos lo intenta. 

  b) Permanecer de espaldas. Además de escoger ese encuadre para que apreciemos las curvas de su cuerpo, me fascina cómo la autora ha sabido jugar con el misterio. ¿Quién será esa enigmática chica? ¿La nueva Banksy, quizá? Como decía Lorca, en el misterio está la poesía.

   Por supuesto, todos los periódicos, independientemente de su orientación política, ponen a parir a los autores de estos selfies. Al loro el titular de ElNacional.cat: 

   Fuego, "manis" y postureo. Los disturbios en Barcelona, escenario de Instagram. 

   Y luego Jokin Buesa dice:

    ...lo que parece es que buscan desesperadamente atención. Toneladas de atención. Ah, sí, y de 'likes' también. Aunque las cosas no acaben teniendo el resultado esperado: si "en su cabeza era espectacular", como la frívola preocupación de Pelayo Díaz, la realidad acaba demostrando que por su cerebro sólo pasa el aire. Un vacío como una catedral, vaya. Y no es la primera vez que, desgraciadamente, la epidemia de aspirantes a estrellas de las redes hacen el ridículo en situaciones y escenarios nada adecuados...

    El artículo sigue así, poniendo a caer de un guindo a los instagramers. 

   Lo hacen en todos los periódicos: criticarlos, reírse de ellos, pero ni en uno solo he encontrado respuesta a qué lleva a chavales de veinte años a hacerse selfies en el caos. 

   Para tratar de responder a eso escribo este post. -No me propongo responder por qué los jóvenes se vuelven nacionalistas o tienen reacciones violentas. Solo quiero explicar por qué se sacan fotos-. 

   Como es un tema complejo, se me ocurren varias razones:

   En primer lugar, como dice Finkielkraut, vivimos en la sociedad de los feelings. Estamos sometidos a una enorme cantidad de estímulos: por internet, por nuestros teléfonos móviles, por la tele... No paramos de ver y escuchar cosas. Apenas si hemos terminado con una serie, nos ponemos inmediatamente con la siguiente. La consecuencia de esto, es que no hay reflexión. Cuando yo era niño, los colegas del barrio veíamos una peli los sábados y nos pasábamos el resto de la semana hablado de ella y jugando a ser su protagonista. Lo mismo sucedía cuando te dejaban un disco. Lo grababas en una cinta de casete y lo escuchabas una y otra vez hasta que literalmente te la aprendías de memoria. También leíamos y hablábamos mucho con nuestros amigos de lo que nos gustaba. Ahora no. Apenas si hemos acabado una serie en Netflix, empezamos la siguiente, sin dedicarle ni un minuto a pensar sobre ella. Esto, lógicamente, habrá de proyectarse sobre el gusto. Ya no hay argumentos por los cuales algo nos gusta o nos deja de gustar. Simplemente nos dejamos llevar por la primera impresión, que es la única a la que le hemos dejado tiempo. Esto le sucede a estos chicos que se sacan selfies. Se hacen esas fotos porque mola presentarse como un personaje de serie y ya está. No hay ninguna reflexión ni ninguna reivindicación política en su acto. Lo hacen simplemente porque es molón, aunque no sepan por qué lo es. Los personajes de las series son guays y ellos también quieren ser guays, así que los imitan, aunque solo sea una fachada, un decorado, ya que sus vidas están muy lejos de ser de película.

   Esto me lleva a la segunda razón por la que creo que pasó lo que pasó. Además de los feelings, vivimos la sociedad de la virtualidad, de lo no real. Lo de ser un flipado y creerse Rambo no es nada nuevo. Lo hubo siempre. Y también siempre ha habido construcción de la identidad y presentación de la persona en la vida cotidiana. Como decía Goffman, manipulamos nuestra apariencia y nuestro comportamiento con la intención de que los demás se hagan la imagen mental de nosotros queremos. Esto siempre ha sucedido, con la salvedad de que internet, al ser la comunicación indirecta -está mediada por un dispositivo y no se da en tiempo real-, nos permite manipular nuestra imagen pública de forma más sistemática. Estos chicos usan los disturbios como un decorado para transmitir lo que les gustaría ser. A todos nos gustaba soñar que éramos como los héroes de los tebeos y las pelis que consumíamos. Flaubert escribió Mme Bovary precisamente sobre ese tema. Si nos fijamos, cada chico se ha sacado una foto con lo que le gustaría ser. Posan imitando a los personajes de ficción que ellos admiran, soñando que son La casa de Papel o Los Vengadores.

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Por cierto, a mí esta serie me parece una mierda.
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Los Vengadores
    Estos selfies cuyo objetivo fundamental es hacerse los guays, hay que ponerlo en relación con el mercado de la jerarquía simbólica del que habla Baudrillard. Baudrillard parte de las teorías de Thorstein Veblen de que lo que mueve a las personas a la acción es la jerarquía. Los objetos ya no significan por sí mismos. Apenas tienen valor de uso, prácticamente se limitan a su valor de cambio. Son un significante que remite a otros significantes. El significado de los objetos (su contenido) es la información que aportan a las demás personas acerca del lugar que ocupa en la jerarquía el individuo que los posee. En otras palabras, poseemos cosas para aparentar que disfrutamos de una determinada posición social. En la cultura burguesa, el significado de los objetos ha pasado del ser, al tener y, finalmente, al parecer. Los objetos significan en función de su posición en el sistema de la jerarquía social. Los selfies, en tanto que objetos, no tienen valor alguno para estos chicos más allá de situarlos arriba en el pirámide de la jerarquía social. No es una reivindicación política o vital convencida y reflexionada. Solo es un objeto que usan para situarse socialmente. Prueba de ello, es que lo que se busca es la mayor cantidad de likes, comprobación inmediata y objetiva de la aceptación social. -Ojo, la pirámide no es igual para todo el mundo. Cada subgrupo social construye la suya. Para mí, que soy un profesor de instituto de 42 años al que el nacionalismo, sea del cariz que sea, le pone los pelos de punta, sacarse un selfie en los disturbios solo sirve para descender en la escala social. Pero en los subgrupos en los que se mueven estos chicos, eso suma. Y mucho-. 

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   Gran parte de nuestra comunicación hoy en día está mediada por dispositivos con pantallas. Lo que suben las personas reales y la ficción de los videojuegos, las series y las películas nos llegan del mismo modo: a través de una pantalla. Franco Berardi decía que la vida por culpa de la red deja de ser real. La metáfora es el mapa y el paisaje. Antes el paisaje determinaba el mapa, ahora, con la realidad virtual, el mapa no pinta nada. De este modo, las fronteras entre la realidad y la ficción se desdibujan. Vemos lo que suben los demás de sí mismos a Instagram -y por lo tanto a ellos mismos- como vemos series y películas. De ahí, a verse a uno mismo, aunque sea parcialmente, como ficción, hay un paso. El mundo virtual implica la virtualización del otro y de uno mismo. Estoy convencido de que muchos de esos chicos se pensaban que eran personajes de serie o de videojuego. 

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   Debord sostiene en el capitalismo nada es real, todo es espectáculo. No solo los objetos, sino también las acciones, quedan vaciadas de contenido. Debord sostiene que todo lo que una vez fue vivido directamente se ha convertido en una mera representación". La historia de la vida social se puede entender como la declinación de ser en tener, y de tener en simplemente parecer. La vida social auténtica se ha sustituido por su imagen representada. Exactamente eso es lo que hacían estos chicos con sus selfies: representar para aparentar. 

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    Después del selfie como una impresión inmediata sin reflexión alguna, y de entenderlo como un gesto virtual que dentro del sistema de jerarquización social, la tercera pregunta que me despierta este acto es: ¿no se plantearon, aunque fuese por un momento, que iban a ser el hazmerreír de media España? ¿No se plantearon que iban a quedar como unos idiotas? Sin duda que, dentro del círculo postadolescente en el que se mueven, este gesto puntua alto -de hecho un alumno mío dijo de ellos que eran los putos amos-. ¿Pero no se platearon que el mundo no se acaba en entorno inmediato? La respuesta es no. 

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   Anthony Giddens sostiene que en la modernidad sabemos que no hay conocimiento definitivo, que todo está sujeto a ser revisado. Esto no era de ninguna manera así en las sociedades tradicionales. Había una serie de saberes estables, tanto religiosos como de relación con la Naturaleza. Hoy en día cualquier saber es cuestionable. Esto nos pone en duda continua ontológica. Estamos permanentemente cuestionando y redefiniendo el conocimiento, lo que provoca que no tengamos asideros seguros a los aferrarnos. Esto afecta a la identidad. La duda provoca una construcción continua de la identidad.  

  La reflexividad también afecta a las elecciones de las personas. En las sociedades tradicionales apenas si se tomaban decisiones y no se tenían dudas. Uno no podía escoger su trabajo, ni tan siquiera las personas con las que relacionarse. Si nacías campesino, eras campesino y te casabas en el pueblo. Y durante los tiempos de ocio tampoco había mucho donde escoger. Ibas a la romería como todo el pueblo o la fiesta de la cosecha o lo que fuese. No había otra opción, otra cosa  que hacer. Con la modernidad las posibilidades de elección se multiplican exponencialmente. No solo tenemos cientos de trabajos entre los que elegir,sino que también podemos decidir qué hacemos con nuestro tiempo libre. Esto, lógicamente, afecta a nuestra identidad. Podemos construir activamente nuestra identidad a partir de esas decisiones que tomamos, pero eso también genera la angustia propia de tener que ser tomar decisiones. 


    Los ritos de paso, que antaño dotaban de un foco de solidaridad y pertenencia del individuo a la comunidad, han ido desapareciendo. La religión situaba a las personas, les daba un código moral de vida y daba seguridad ontológica. 

   También la familia contribuía a dotar al individuo de seguridad. En la familia patriarcal el individuo tenía su lugar, su espacio, su rol. Se sentía seguro y todo lo venía dado. 

     Esto ha cambiado. Ya casi no hay ritos de paso. La religión ha perdido su peso y la familia patriarcal está desapareciendo. Ahora hay que construir la propia identidad y para eso hay que estar tomando continuamente decisiones que se supone que van a conformar nuestra identidad, con al consiguiente angustia.  

    Bauman dice que, en la modernidad líquida, la sociedad del capitalismo, todo cambia y nada es estable, porque así lo demanda el sistema. Hay que moverse continuamente, para adaptarse a las necesidades del mercado y para desechar los productos que hemos comprado y adquirir otros. El sistema necesita que nos mantengamos en cambio perpetuo tanto como productores/trabajadares como como consumidores. Las relaciones humanas no iban a quedarse al margen de esta tendencia general. Nos agobia crear vínculos duraderos porque, por definición, se oponen al cambio continuo, a la continua adaptación. Esto también provoca ansiedad en las personas, que no encontramos a quién o a qué asirnos. 

   Sennett, siguiendo a Giddens, cree que el narcisismo y la autocomplaciencia son los mecanismos que tenemos para aliviar esta angustia. Narcisismo (vanidad) y autocomplaciencia (indiferencia) es lo que lleva a estos chicos a sacarse fotos en el caos y enseñárselas a todo el mundo. Ante la terrible realidad de no ser nadie y no tener nada, se vuelven hacia sí mismos. Perciben todo lo que hacen como bueno solo porque lo hacen ellos y tienen la vanidad suficiente como para considerar que los demás debemos admirarlo.


   Este ejercicio de vanidad se ve reforzado por la identidad en las sociedades democráticas. Desde la cuna, a los ciudadanos se nos bombardea con que todos somos iguales. De ahí se infiere que todos tenemos los mismos derechos, especialmente el de opinar. Esto hace que todos pensemos que nuestra opinión es tan válida como la de cualquier otro. En consecuencia, estos chicos no ven nada malo en sacarse fotos con hogueras de fondo. 

   Y por último, nuestra época está obsesionada con la fama. Antes, la sociedad reconocía el valor de un individuo por medio de la fama. Hoy en día, la fama solo tiene significado por sí misma. Los famosos ya no son famosos por haber hecho algo importante, sino solo por salir en los medios.  Berardi dice que antes de la revolución de las nuevas tecnologías, las personas normales no podían llegar al gran público, hacerse visibles y famosas. Sin embargo, gracias a youtube, instragram, etc... cualquiera puede hacerse famoso, aunque solo sea durante un día. De ahí que nuestros instagramers se saquen esas fotos que los han hecho famosos, aunque sea por una idiotez de tal calibre. 

  

sábado, 12 de octubre de 2019

Howard Becker: Cómo fumar marihuana y tener un buen viaje.

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    La tesis de este ensayo es que los efectos de la marihuana no son universales, sino que dependen de la cultura. Los consumidores de marihuana no se acercan a esta droga desde un vacío cognitivo, sino que han tenido conversaciones con otros consumidores que les han dicho cuáles son los síntomas que provoca. De este modo, el consumidor primerizo está atento a esos síntomas -relajación, risa, hambre- y pasa por alto otros. Incluso se dan casos de personas que han fumado marihuana y sostienen que no están colocados porque no prestan atención a los síntomas. En el momento en que otras personas les llaman la atención sobre lo que deben estar sintiendo, reconocen el colocón. De todo esto, Becker concluye que los síntomas de la marihuana son culturales, es decir, que se aprende a fumar marihuana.