Nada más lejos de mi intención que lamentarme de lo mal que va el mundo. De hecho, me molestan un montón esos comentarios que hacen personas de mi generación diciendo que los adolescentes de ahora no valen para nada, que son unos amargados aislados que se pasan todo el día con el teléfono móvil, que no viven, etc, etc... No nos estamos acercando al Apocalipsis. Hay cosas que han cambiado en los últimos veinticinco años, pero no tienen que ser necesariamente a peor. El mundo es distinto, no peor. Sin embargo, hoy por la mañana escuché en la radio datos sobre felicidad e infelicidad de los pueblos y las edades, y resulta que los adolescentes actuales parece que presentan tasas elevadas de depresión en comparación con los de mi generación. Razones hay muchas. Supongo que la sociedad de consumo y el dogma neoliberal de la competitividad tendrán mucho que ver. Pero también determinados aspectos de su relación con las redes sociales.
Definir la felicidad es dificilísimo. Yo hice la prueba en clase, y ni uno solo de mis alumnos fue capaz de hacerlo. Tras un buen rato de deliveraciones, y dejando a un lado algunas definiciones de libro de autoayuda, llegamos a la conclusión de que la felicidad consiste en estar satisfecho con uno mismo, aceptando que la vida tiene momentos mejores y momentos peores, y que estos no siempre dependen de uno mismo -se te puede morir un familiar o puede estallar una guerra en tu país-.
El problema surgió porque la satisfacción no es un valor absoluto. Uno no está satisfecho así en general, sino en relación a algo. Creo que con un ejemplo esto se entenderá mejor:
No sufrimos por carecer de algo que ni se nos pasa por la cabeza que no podamos alcanzar. Nadie es infeliz por no poder volar. Pero sí por la carencia de algo que sí podríamos tener. Hoy en día, la falta de una vivienda digna, por ejemplo, puede ser una fuente de infelicidad. Sin embargo, en el Neolítico no lo era en absoluto. El hogar de una princesa neolítica era probablemente peor que lo que hoy consideraríamos infraviviendas. Sin agua corriente, ni luz, ni calefacción. O pensemos en los pueblos nómadas. Ni siquiera tenían casa. Y no la echaban de menos. De hecho, se conservan testimonios de nómadas que no soportaban dormir bajo otro techo que no fuese el cielo estrellado.
Las redes sociales son un problema para la felicidad porque en ellas el 99% de la gente exhibe vidas maravillosas. Utilizamos las redes para contar lo fenomenal que nos va la vida. Todo es mentira, por supuesto, pero eso no impide que creemos una imagen idealizada de lo que nos gustaría que fuese nuestra vida. Y así es como le llega a los demás.
Las comparaciones son inevitables. Aunque seamos conscientes de que la imagen en las redes es una idealización, inconscientemente comparamos nuestras tristes vidas con las de los demás que nos llegan a través de las redes. Por comparación, nos sentimos insatisfechos. Son por lo tanto, una fuente de infelicidad. Esto afecta especialmente a los adolescentes porque son ellos los que más tiempo dedican a las redes y porque carecen de la experiencia de vida suficiente para relacionarse críticamente con ellas.
Las redes sociales también pueden ser una fuente de infelicidad en el sentido contrario, no ya porque nos sentimos inferiores a las personas que seguimos, sino también porque no conseguimos que nuestra vida sea igual que lo que pretendemos mostrar en instagram o facebook.
Fotos de vidas perfectas en Instagram |
Finalmente las redes explotan la necesidad que tenemos los seres humanos de gustarle a los demás. Esto nadie lo reconoce en el discurso público, pero lo cierto es que no nos gusta caerle mal a la gente. La aprobación por parte de los otros es agradable y a prácticamente todo el mundo le gusta sentirse admirado. De ahí la obsesión de nuestra cultura con la fama. Los creadores de la redes saben esto, y han diseñado todo un entramado de likes y seguidores que para explotar esta necesidad. Pero, aunque es agradable que la gente nos aprecie o nos admire, una preocupación obsesiva puede provocar justo el efecto contrario. El caso de Essena O’ Neill es paradigmático en este sentido. Se dice de ella en un artículo de El País:
En un paisaje idílico, tumbada sobre una toalla y luciendo un vientre perfecto. Así aparece la modelo Essena O'Neill, de 18 años, en una de sus fotografías en Instagram, pero la realidad no es tan obvia. Esa imagen es el resultado final de más de cien tentativas con la misma pose para conseguir que su estómago se viera bien. "Me hubiera gustado comer bien ese día. Probablemente le grité a mi hermana pequeña hasta que consiguiera una foto que me gustara".
(...)
"Para ser realistas, he pasado la mayor parte de mi vida siendo adicta a las redes sociales, la aprobación social, el estatus social y mi apariencia física. Estaba consumida por ello. ¿Cómo podemos darnos cuenta de nuestros propios talentos si no dejamos de fijarnos en los demás?", ha escrito O'Neill en la última fotografía que ha subido a Instagram, hace una semana, y que dice: "Somos una generación de cerebros lavados". La modelo explica que no ha eliminado todas las fotografías que tenía, sino que ha retitulado algunas para confesar cuál es el auténtico proceso de preparación que hay detrás de cada una. También ha pedido perdón por engañar, pero, dice, "no lo hacía conscientemente, estaba obsesionada con gustar a los demás".
Essena O´Neil |
Ole por Essena.
ResponderEliminarYo tampoco creo que los adolescentes de ahora sean peor que nosotros a su edad. En mi clase tampoco se leía, éramos unos vagos, no teníamos ni idea de qué íbamos a hacer en el futuro, pasábamos de la política y sí, probablemente estábamos menos obsesionados con el físico que los chavales de ahora, pero mientras ellos se pasan el día delante del móvil, nosotros nos lo pasábamos delante de la tele. Y oye, tampoco hemos salido tan mal.